Читать книгу Nada que perder - Lee Child - Страница 12
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—¿Tienen ustedes una ordenanza sobre vagabundos?
El juez asintió y respondió:
—Igual que en la mayoría de poblaciones occidentales.
—Pues nunca me habían detenido por ello.
—Ha tenido usted suerte.
—No soy ningún vagabundo.
—Sin hogar durante diez años, sin trabajo durante diez años, va usted en autobús de un lado para el otro, o hace autostop o camina... además de que no tiene más que trabajos ocasionales. ¿Cómo se calificaría usted?
—Libre. Y afortunado.
El juez volvió a asentir y dijo:
—Me alegro de que vea usted el lado positivo.
—¿Qué me dice de la Primera Enmienda, de lo del derecho de reunión pacífica?
—Hace mucho tiempo que el Tribunal Supremo no lo gobierna todo. Hoy en día los municipios tienen derecho de excluir a los indeseables.
—¿¡Los turistas son indeseables!? ¿¡Qué pensaría de esa afirmación la Cámara de Comercio!?
—Este es un pueblo chapado a la antigua y muy tranquilo. La gente no cierra la puerta de casa con llave. No sentimos que sea necesario. La mayoría de las llaves se perdieron hace muchos años, en época de nuestros abuelos.
—No soy ningún ladrón.
—La cuestión es que somos muy precavidos. La experiencia de otras poblaciones nos ha demostrado que los vagabundos sin trabajo siempre dan problemas.
—¿Y si no me marcho? ¿Cuál sería el castigo?
—Treinta días de cárcel.
Reacher no dijo nada.
—El agente le llevará hasta los límites del pueblo. Busque trabajo y una casa y le recibiremos con los brazos abiertos, pero no vuelva hasta que no tenga lo uno y lo otro.
El policía lo acompañó abajo, al mostrador de recepción, y le devolvió el dinero, el pasaporte, la tarjeta de débito y el cepillo de dientes. No faltaba nada, todo estaba allí. También le dio los cordones y esperó en el mostrador hasta que los pasó por los ojales, los igualó y se los ató. Entonces el policía puso la mano en la culata de su pistola y dijo:
—Al coche.
Reacher caminó por delante de él hasta la calle. El sol se había ido. Era una hora tardía del día en un momento tardío del año, por lo que ya estaba oscureciendo. El policía, que había aparcado con el morro por delante, ahora tenía el coche patrulla aparcado con el culo pegado a la acera.
—Suba detrás.
Reacher oyó una avioneta, lejos, al oeste. Un único motor que ascendía como si le costase. Una Cessna, una Beech o una Piper, pequeña y solitaria en la inmensidad. Abrió la puerta del coche patrulla y entró. Sin esposas iba mucho más cómodo. Estiró las piernas de lado, como haría en un taxi o en una limusina. El policía se asomó por la puerta, con una mano en el techo y la otra en el marco de la ventanilla, y le dijo:
—Se lo decimos en serio: si vuelve, le arrestaremos y pasará treinta días en la misma celda de antes, y, eso, si no nos mira mal y resulta que tenemos que dispararle por resistirse a la autoridad.
—¿Está usted casado?
—¿A qué viene eso?
—Es que me da la sensación de que no es así, de que prefiere usted masturbarse.
El policía se le quedó mirando un buen rato, pero finalmente cerró la puerta de golpe y se sentó al volante. Enfiló calle abajo y en un momento dado giró a la derecha, al norte.
«Seis manzanas para llegar a Main Street. Si gira a la izquierda y me lleva hacia delante, hacia el oeste, puede que lo deje pasar... pero si gira a la derecha y me lleva de vuelta al este, a Hope, lo más probable es que no lo deje pasar».
Reacher odiaba volver atrás.
Su principio motor era ir siempre hacia delante.
Seis manzanas, seis señales de stop. En cada una de ellas, el policía frenó con suavidad hasta detenerse, miró a derecha e izquierda, y después siguió adelante. En Main Street se detuvo del todo e hizo una pausa. Entonces pisó el acelerador y siguió recto, pero empezó a girar el volante.
Hacia la derecha.
Hacia el este.
De vuelta a Hope.