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9. Mente y vida perecedera
ОглавлениеEn el centro de la obra aparece una psicología, discurso sobre el alma, las sensaciones y el conocimiento. Alma (anima) y mente (animus, mens) son componentes unitarios del hombre y están hechas de átomos lisos y redondeados que les otorgan fluidez (III 94-417).
El alma es mortal y hay pruebas abundantes de tal cosa: su propia naturaleza atómica, la clara dependencia del cuerpo en el nacimiento y desarrollo del ser humano, la íntima trabazón de alma y cuerpo, la incapacidad de los sentidos para actuar por sí solos (III 418-669). Se niega una existencia del alma anterior al nacimiento (III 670-805). El alma no cumple ninguna de las condiciones de la inmortalidad (III 806-829).
¿Cómo funciona la mente? ¿Qué le permite sentir y conocer? La respuesta está en los simulacros, unos efluvios desprendidos de las cosas, que atraviesan el aire por todas partes, dando lugar durante la vigilia y el sueño a visiones, olores y sonidos (IV 26-268).
Los simulacros de la vista son como membranas o cáscaras atómicas velocísimas que sin parar se desprenden de la superficie de los objetos y, viajando en línea recta, permiten explicar la visión directa y las imágenes de los espejos, así como varios fenómenos e ilusiones ópticas (IV 324-521). El oído percibe igualmente unos simulacros de sonidos que, a diferencia de los de la luz, son capaces de cruzar por conductos torcidos (IV 522-614). Los efectos del gusto vienen provocados por los átomos de diversa textura al penetrar en los poros del paladar (IV 615-672). El olor no alcanza tanto como la visión o el oído porque los átomos que forman su simulacro son más gruesos y proceden del interior del cuerpo oloroso (IV 673-705). Las alucinaciones y ensueños están formadas por simulacros que vagan por el aire y se mezclan (IV 722-822).
Hambre y sed son movimientos compensatorios de la pérdida de átomos (IV 858-876). Los mismos animales, inducidos primero y movidos luego por simulacros, son capaces de echar a andar en un acto de volición real (IV 877-906). El sueño se produce por escapatoria de partes del alma (IV 907-961). Los ensueños afectan a hombres y animales, y les provocan reacciones y cambios, como la polución nocturna del adolescente (IV 962-1057). A partir de ahí se explica la pasión amorosa (IV 1058-1287).
Se echa de ver en todo ello que la teoría del conocimiento (teoría que los epicúreos llamaron ‘canónica’) estriba en la sensación, roca firme y único asidero que impide naufragar en el mar del escepticismo (IV 502-512). Y todas las sensaciones, además, se reducen al tacto. Mientras la mano toca los objetos, los otros sentidos han de valerse de un contacto mediatizado por los simulacros, fantasmas atómicos de corporeidad sutil pero tan real como la de los objetos duros y firmes.
Hay no obstante cierto punto de exageración en este sensualismo radical. Con afectado tono desaprensivo se afirma sin más que el sol y la luna son del tamaño que se ven (V 564-578), o se enuncia alegremente un movimiento más rápido que el de la luz (II 162).
Algunos motivos conductores del poema son, diríase, de carácter metodológico: la confianza en la razón, el propósito de argumentar sobre la base firme de las sensaciones, las analogías que operan mediante el paso de lo chico a lo grande y de lo visible a lo invisible, la dificultad no invencible de penetrar en las causas. Cuando se da con un hecho especialmente problemático, entonces hay que atenerse al principio de las causas múltiples. A veces, en efecto, un fenómeno puede explicarse de muchos modos y no es bueno limitarse a una sola razón entre varias (IV 500-506; V 526-533; VI 703-711), porque lo importante no es tanto dar con la verdadera como no dejar el suceso disponible para una atribución a los dioses. Por eso, entre todas estas maravillas de los sentidos (pues lo más extraño del mundo es que haya seres que puedan conocer el mundo) Lucrecio no quiere que olvidemos que los objetos artificiales están hechos con un fin, pero no así los seres naturales ni sus partes y miembros, que surgen antes de promover su utilidad (IV 823-857).