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12. Aceptación de la mortalidad

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Difícil es perder uno el miedo a la muerte, casi imposible hacer que los demás lo pierdan. «Contra cualquier otro peligro» —decía Epicuro— «se puede hallar fácilmente resguardo, pero frente a la muerte vivimos como en una ciudad sin murallas» 119 . Conjurar ese miedo, mediante la aceptación plena de la mortalidad, es la intención de todo el poema, pero su enunciado se concentra en la última parte del libro III 120 . Como cualquier dolor de la muerte propia se pone en alguna zona imaginaria de pervivencia, hay que empezar por convencerse de que con el cuerpo acaba toda sensación (III 830-869) y que son figuraciones vanas las que la gente se hace sobre los padecimientos del cadáver: su soledad de familia e hijos, la ausencia de placeres, la podredumbre y opresión del sepulcro. Porque todo en la muerte es como estar dormidos (III 870-930). Aceptar el común destino y salir de un error que causa miedo nos dispone para la felicidad (III 1024-1075). Todas las angustias del hombre vienen de no aceptar plenamente el acabamiento definitivo del yo. En uno de esos pasajes llenos de patetismo que tachonan el poema sale a escena la Naturaleza que como madre riñe a unos hijos glotones de experiencia y los invita a ceder el puesto en el banquete de la vida a nuevos comensales (III 931-977). El filósofo, pródigo de su existencia, la consuma con un gesto de chulería: «…nos iremos de la vida tras echar un enorme escupitajo contra la vida y contra los que neciamente se apegan a ella…» 121 . Lucrecio, además, tiene una explicación sobre el continuo afanarse de los hombres en procura de riqueza y honores: codicia, ambición y envidia no son más que expedientes para hurtarle en vano sus derechos a la muerte (III 59-86).

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