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11. La religión, hija y madre del miedo

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En el De rerum natura conviven varias ideas de lo divino. Si por un lado los dioses son ficciones de los relatos legendarios, oscuros símbolos de las grandes fuerzas psíquicas y naturales, meros nombres de sentido traslaticio, por otro están presentes de verdad en los intersticios del universo como felices y duraderas conjunciones de átomos.

Pese a todo esto, la divinidad irrumpe en el mismo proemio de la obra, que es nada menos que una invocación solemnísima a la diosa Venus. El poeta parece tomar fuerzas cuando arranca en estilo elevado, sometiéndose a una tensión extrema que sólo el curso lento de muchos versos habrá de liberar. A su vez les hace comprender a sus oyentes que ingresan en una estancia digna de sus puertas: algo grave y trascendente aguarda allí dentro. De todos modos, no deja de ser llamativa esta cohabitación, aunque sea preambular y poética, de materialismo y misticismo. ¿Adónde va a parar esta oración que el descreído Lucrecio dirige a la diosa Venus? Si los dioses son impasibles, como quería Epicuro, ¿para qué invocarlos? De ahí que este proemio haya sido uno de los pasajes más discutidos. Lucrecio usa en él un lenguaje litúrgico 101 , obrando un poco como el deísmo abstracto de los masones, hurta y remeda la simbología y los gestos del ritual católico. Venus es palabra cargada de acepciones, un signo a la vez político y filosófico: trae la concordia ordinum y representa asimismo la uoluptas que impulsa la carrera de los animales en celo (I 12-23), trasunto de la corriente interior de la naturaleza, el río imparable de las generaciones en el momento de enlazar una con otra. No cabe, pues, estrechar el sentido del mito, el mito siempre es polisémico. No basta decir: «Venus es para Lucrecio una simple metonimia poética como él mismo explica (II 655 ss.), al referirse a nombres de dioses como Neptunus, Ceres, Mater deorum y otros» 102 . La Venus lucreciana es un nudo de significados. Ella, como madre legendaria del pueblo y patrona de la familia de Memio, el amigo del poeta 103 , encuadra el poema en la vida civil romana. Pero, más allá de la historia, la diosa es, como hemos dicho, la fuerza que pone en movimiento la producción de seres vivos en la naturaleza (y por ahí puede representar la uoluptas epicúrea), es fuerza amansadora que acompasa la paz del sabio con la paz exterior, cumple, en fin, funciones propias de la Musa otorgando gracia y facilidad de estilo a la poesía, es la belleza que se manifiesta a la vez en la palabra y la naturaleza. Los antiguos son capaces de creer con la imaginación (porque sus dioses son ante todo eídōla). Lucrecio introduce además una viñeta mitológica (I 32-40) en la que Venus seduce y apacigua a Marte 104 . Se ha querido ver a la divina pareja como un reflejo de las fuerzas de Amor y Discordia que Empédocles puso en la base de la realidad 105 . Pero Marte no se presenta como símbolo inexorable de destrucción, sino como un ser sensual, con los rasgos dulces y casi serviles del amante elegíaco, que a partir de ahí sale para siempre de un poema que tantas veces habla de conflicto y muerte.

En la invocación a Venus no hay que ver ninguna trágica antinomia. Para evitar cualquier malentendido, en un salto brusco desde la región poética a la filosófica, Lucrecio —él y no ningún lector frustra curiosus — coloca junto a la invocación de Venus, el principio básico de la indiferencia y extrañeza de unos dioses a los que «ni acciones virtuosas / ni el enojo y la cólera los mueven» 106 . Cada dios es un perfecto fainéant y en el juego de la vida humana queda apartado en un terreno neutral. Quedan así claras las cosas.

Además de Venus y Marte hay otras figuras míticas montadas en escenarios mitológico: Ifigenia (I 80), Faetonte (V 369), los pobladores del infierno (III 978-1023), Hércules (V 22) y la Gran Madre (II 600). Pero, al igual que en el proemio, el epicúreo pone en guardia sobre el carácter simbólico de todo esto (II 652-659/680). De este modo el poeta se sintió libre de traer seres divinos a sus versos, pues muchas veces un dios no es más que una mera translatio uerbi como la que en el pasaje se autoriza:

concedamos también llamar a la tierra

con el nombre de Madre de los Dioses ,

aunque tal madre fabulosa sea (II 658-660).

El rechazo de Epicuro hacia la religión anda emparejado con aquellos recelos suyos hacia la poesía que antes mencionamos. Los antiguos eran conscientes de que sus dioses, pues toman forma a partir de historias trasmitidas en relatos poéticos, tenían por así decirlo carne de versos 107 . Epicuro considera la poesía como un «mortífero sustento de mitos» 108 y pone los datos del conocimiento natural como fundamento irrenunciable de la desmitificación. Sólo la liberación del miedo a los dioses puede dar la felicidad entendida como calma interior alejada de toda ebriedad intelectual o mística.

Epicuro no niega decididamente a los dioses. Y obra así porque en la cuestión de los contenidos mentales es lo que la filosofía clásica llama un realista craso. Para él todo pensamiento deriva de una imagen y toda imagen de un cuerpo; si de forma clara nos llegan en sueños y apariciones simulacros de los dioses, es que de ellos, de sus cuerpos verdaderos y materiales, se han desprendido. De este modo, obligado por su propia gnoseología a admitir la presencia de los dioses, su ateísmo se limita a empujar a los dioses a tierra de nadie: los entremundos (metakósmia) donde llevan una vida indiferente a las súplicas y pecados de la humanidad 109 . Ya en la mitología los dioses son hermanos mayores de los hombres, envueltos e incluidos en el mundo. Epicuro no los niega ni los saca del mundo, sólo los aparta y arrincona 110 . El dios epicúreo es también una proyección del ideal de sí mismo que se traza el sabio, invulnerable a deseos y temores 111 .

Contra el sacrificio, que es el centro de la religión antigua (y casi el único acto religioso universal que ha detectado la etnografía) se manifiesta en dos ocasiones: I 80-101 (muerte de Ifigenia) y II 352-366 (lamento de la vaca por su temerillo). Para Lucrecio el sacrificio quebranta una ley natural de conservación de la vida y supone la irrupción de una ley primitiva y bárbara en el mundo civilizado (I 101). Su carácter utilitario o preventivo carece de fundamento, toda vez que los dioses están desterrados y aislados en sus entremundos (II 646-651), desde donde llegan a las mentes de los hombres sólo efluvios de serenidad y alegría (VI 75-78).

La creencia en los castigos de ultratumba es sometida por el poeta-filósofo a un proceso de racionalización que introduce el infierno en el corazón de los desprevenidos: la propia vida de los necios se vuelve infierno 112 y cada pecado es un desgarro íntimo que no necesita castigo en el más allá 113 .

Recordemos aquí que la concepción del saber como contrapeso de la superstición y sus miedos no es exclusiva del epicureísmo, sino que recorre toda la filosofía griega desde los sofistas 114 . También Cicerón es un ilustrado a su manera cuando escribe: «Pero con el conocimiento de la naturaleza de la realidad entera nos aliviamos de la superstición (leuamur superstitione) , nos libramos del miedo a la muerte, no nos dejamos perturbar por la ignorancia de la realidad» 115 . En cambio Lucrecio no hace distinción entre religio y superstitio. Los estudiosos cristianos quieren rescatar al poeta ateo de su infierno y pretenden que Lucrecio distinga entre la verdadera piedad y la falsa opinión sobre los dioses. No hay nada de eso si se lee bien el poema 116 . Como afirmó Epicuro: «De verdad hay dioses y evidente es su conocimiento. Pero tal como la mayoría los cree, no son. Y es que no los ponen a salvo pensándolos así. El impío es no quien elimina los dioses de la mayoría, sino quien aplica a los dioses las opiniones de la mayoría» 117 . Este reproche es una ironía habilidosa (heredada y repetida por los librepensadores sucesivos), no la propuesta de una religiosidad depurada (que jamás que se sepa defendieron los epicúreos). Y Lucrecio no lanza sus ataques contra las formas de la religiosidad popular 118 , sino sobre todo contra la visión teológica del mundo.

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