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10. Astros y meteoros

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Para los antiguos la cosmología explica el mundo en su totalidad y grandeza, mientras que la que llaman ‘meteorología’ versa sobre los objetos de lo alto: astros y fenómenos atmosféricos. Cosmología y meteorología ocupan los libros V y VI, y toda su doctrina descansa sobre la firme base de la materia atómica estudiada en la física. El dogma epicúreo pretende establecer la mortalidad del mundo y aclarar el origen de los cuerpos celestes y la tierra, para que el hombre pueda contemplarlos serenamente sin recaer en miedos religiosos (V 55-90).

Cielo y tierra no son divinos ni eternos, ni están hechos para uso y bien de los hombres (V 91-323). El mundo es mortal, pues si fuera eterno, guardaría memoria de civilizaciones incontables, tendría una solidez absoluta, no tendría un espacio exterior desde donde recibir golpes y no mostraria conflictos entre sus partes y elementos que presagian su fin (V 324-415).

El mundo se ha formado por conglomerados azarosos de átomos que, a causa del peso, se van disponiendo en elementos de tierra, mar, aire y éter (V 416-508).

Una o varia explicación puede darse sobre los cuerpos celestes, el sostenimiento de la tierra en el espacio, los tamaños del sol y la luna, su luz y calor, el día y la noche, las fases lunares y los eclipses (V 509-770).

Lo mismo cabe decir de la tierra y su historia. De la tierra nacieron plantas y monstruos entre los que perduraron las formas más capaces y armónicas (V 771-924). De la tierra salió igualmente la raza humana que se organizó en las primeras comunidades, a la vez que en ellas por evolución de los gritos animales fue articulándose el lenguaje y se halló el uso del fuego, surgió la religión, la metalurgia y la guerra, el vestido, la agricultura, la música y el canto, dentro de una felicidad sencilla, pronto rota por los desarrollos de la civilización (V 925-1457).

Tampoco los meteoros, sucesos más cercanos a los hombres que los astros pero igualmente sobrecogedores, son obra de dioses (VI 42-95). Se aportan explicaciones para los fenómenos atmosféricos: truenos y rayos, corrientes violentas de agua, nubes y lluvia (VI 96-534); y para los terrestres: terremotos, mares que lluvias y ríos no hacen rebosar, volcanes, crecidas de ríos como el Nilo, aguas que emanan gases, pozos y manantiales que se enfrían y calientan, el magnetismo y las epidemias (VI 535-1286).

¿Para qué podía servir el aporte de todos estos datos de la ciencia natural expuestos con abigarramiento de enciclopedia? Ya había advertido Epicuro que el estudio y conocimiento de la naturaleza no es para el sabio un fin en sí mismo, sino que tiene como meta el proporcionar sólidos fundamentos a la vida dichosa. El programa lo había diseñado con exactitud: «No es preciso indagar en la ciencia de la naturaleza según vanos axiomas y leyes arbitrarias, sino como exigen los hechos visibles. Porque nuestra vida no tiene necesidad ni de un sistema particular (idiologías) ni de opiniones vanas, sino de transcurrir en paz» 91 .

Así pues, no cabe pensar que los epicúreos fueran unos campeones de las ciencias positivas. Como casi todos los filósofos desde Sócrates, las despreciaron más o menos. Epicuro jamás aconseja a los suyos que participen activamente en el desarrollo de unas ciencias, que en cierto modo considera acabadas y cuya utilidad es ante todo moral. Es algo parecido a la actitud predominante en la Edad Media cristiana, que admite que la ciencia revela la labor de Dios creador sobre un mundo hecho «con número, peso y medida» 92 , pero no deja de considerar a esa misma ciencia como tarea mundana y secundaria.

Para Lucrecio la naturaleza no es obra perfecta de dioses sino una improvisadora incansable que únicamente conforma islas de orden cuando el azar le ofrece un resquicio para hacerlo: es la famosa ineptitud de la naturaleza (atechnía tês phýseōs). Para el hombre la naturaleza puede resultar malvada 93 . Una amarga invectiva contra ella (V 195-234) la convierte en territorio donde el hombre pisa «como náufrago arrojado por las olas fieras» 94 . No es, pues, la naturaleza la que nos acoge al nacer con manos maternales, sino que nosotros a nosotros nos salvamos mediante la conciencia de la realidad. Sólo ese saber nos consuela y salva en la zozobra.

La historia de la humanidad, que es el paso de la horda al Estado 95 , se presenta de modo ambiguo. Primero el hombre aprende de la necesidad exterior y luego de su propia reflexión e inventiva. Pero el verdadero y único progreso no consiste en las innovaciones del ingenio humano (perjudiciales las más de las veces) sino en el control de los tumultos interiores que permite alcanzar una suerte de calma (ataraxía) a la que sigue luego como un don la vida moderada. Epicuro, por tanto, no teme enfrentarse con desprecio a los especialistas de un saber cuando en un momento dado dice que respecto a los astros hay que forjarse una opinión acorde con las apariencias, «sin asustarse de chocar con los artificios (techniteías) serviles de los astrónomos» 96 . Porque, como se ve, los epicúreos ponen la ciencia, tomada como conocimiento puro de las realidades físicas, al servicio de un ideal ético y social. No se ocupan lo más mínimo de aquel otro aspecto liberador de la ciencia aplicada que nos hace sospechar a quienes vivimos bajo el manto protector de máquinas y farmacología que si los antiguos hubieran podido vivir con pararrayos y antibióticos habrían dejado de pensar en Júpiter y epidemias enviadas por la ira divina todavía mejor que con la lectura de los libros V y VI del De rerum natura. Pero también a los hombres de hoy les suena muy moderno el recelo lucreciano hacia la tecnología —las pocas máquinas que aparecen en el poema son instrumentos de muerte— o hacia una economía que mira a la obtención de bienes superfluos, actividades que a la postre vienen a parar en destrucción e infelicidad. El progreso según Lucrecio exaspera los deseos, construye ámbitos artificiales para proyectos inducidos que a la larga traen desdichas 97 . Los sufrimientos que nos impone la naturaleza son pocos y pequeños si los comparamos con los que derivan de la civilización o, sobre todo, con la imagen falsa y exagerada del dolor y la muerte que nos fabrica nuestra ignorancia: «Lo insaciable no es la panza, como el vulgo afirma, sino la falsa creencia de que la panza necesita hartura infinita», decía Epicuro 98 . Porque la compasión solidaria con el hombre sufriente era uno de los pilares de la doctrina de Epicuro 99 . Sus seguidores romanos, con Lucrecio a la cabeza, se mostraban como guerrilleros de la felicidad individual que se alzan contra los disciplinados y severos soldados de la uirtus. La rueda fatal de guerra, ley y negocio produce en las almas dolor y miedo y unas ansias insaciables que a su vez alimentan los conflictos y reanudan el ciclo. Para parar esta rueda fatal Lucrecio propone la autentificación o naturalización de los deseos, conjura toda forma de miedo y busca extender la paz desde el ámbito pequeño y asequible de la amistad (philía/amicitia).

Lucrecio poetiza la perplejidad que experimenta la mente humana cuando asiste al plan extraño y fecundo de la naturaleza y proclama que debajo de todo ese orden aparente no hay ningún propósito. Como sentenció el biólogo Jacques Monod en un famoso libro puesto bajo la advocación de Demócrito, «todas las religiones, casi todas las filosofías, una parte de la ciencia, atestiguan el insaciable, heroico esfuerzo de la humanidad negando desesperadamente su propia contingencia» 100 . El hombre, fabricando dioses e ideas endiosadas para enaltecerse, no cesa de gritar inútilmente: no somos cualquier cosa, ¡somos nosotros! Epicuro y Lucrecio, sin tonos de tragedia, enseñan que la eventualidad de la raza humana la debe hacer mansa, solidaria y dichosa.

La naturaleza

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