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III. ALCANCE DE LA TRAMITACIÓN SEPARADA DEL PROCEDIMIENTO SANCIONADOR TRIBUTARIO 1. ¿LA SEPARACIÓN DE PROCEDIMIENTOS EXIGE UNA SEPARACIÓN ORGÁNICA O FUNCIONAL?

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Debemos empezar recordando que, antes de la citada Ley 30/1992, así como de la posterior Ley 39/2015, de 1 de octubre, del Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas (LPAC) que deroga la anterior, la doctrina administrativista debatía extensamente sobre la necesidad de, bien diferenciar en el procedimiento administrativo entre una fase de instrucción y una fase de resolución encomendadas a órganos distintos, o bien de no distinguir entre ambas atribuyendo las mismas a idéntico órgano administrativo. El fundamento de dicha separación orgánica y funcional descansaba en la vigencia del principio acusatorio, que opera como una garantía de imparcialidad de la autoridad decisoria, separando las funciones de instrucción y sanción, encomendándolas a órganos diferentes5. La imparcialidad de la autoridad que tiene que tomar la decisión definitiva en un procedimiento sancionador sólo quedaría garantizada si previamente no ha efectuado ningún tipo de actividad inquisitiva en relación al presunto infractor6.

Mientras que para algunos era patente que la separación del procedimiento sancionador era una exigencia constitucional7, para otros esa garantía no era exigible en el ámbito del Derecho administrativo sancionador8. Para los primeros, no solo se requiere que el procedimiento exista con carácter autónomo, sino que ha de ser un procedimiento sancionador en el que la fase instructora y sancionadora han de estar encomendadas a órganos diferentes.

Esta discusión se zanjó, en gran medida y como decimos, con las mencionadas leyes del procedimiento administrativo, la Ley 30/1992 y la posterior y actualmente vigente LPAC. En concreto, el art. 63.1 y 2 de la LPAC (y que reproduce en gran medida el art. 134 de la Ley 30/1992), además de señalar que “en ningún caso se podrá imponer una sanción sin que se haya tramitado el oportuno procedimiento”, expresamente exige que en “los procedimientos de naturaleza sancionadora se (…) establecerán la debida separación entre la fase instructora y la sancionadora, que se encomendará a órganos distintos”.

Pero si puede estar aparentemente resuelta la cuestión en el ámbito de los procedimientos sancionadores administrativos, debemos preguntarnos si también lo está en el ámbito de los procedimientos sancionadores tributarios; esto es, si las fases de instrucción y de sanción deben encomendarse a órganos distintos a los efectos de otorgar a los obligados tributarios las garantías procesales necesarias, así como para dar cumplimiento a nuestro ordenamiento tributario que, como hemos visto, establece una separación de procedimientos sancionador y de aplicación de los tributos, exigiéndose que el procedimiento sancionador en materia tributaria se tramite de forma separada respecto del procedimiento de aplicación de los tributos.

Para responder a esta cuestión, debemos inicialmente prevenir que en el ámbito tributario se está hablando impropiamente de dos fases –la de instrucción y la de resolución– de un mismo procedimiento cuando, la realidad, es que en el ámbito tributario no son dos fases sino dos procedimientos con objetivos, fines y principios claramente diferenciados. Dicho de otra manera, en el proceso penal o incluso en el procedimiento sancionador administrativo, unos hechos concretos son los que deben ser investigados por un órgano en la instrucción a los efectos de que tales hechos investigados sean sancionados por otro órgano, En cambio, en el ámbito de los procedimientos sancionadores tributarios, lo que existen son dos procedimientos claramente diferenciados, uno de comprobación e investigación con la finalidad clara de la regularización o determinación de la deuda tributaria, y otro procedimiento puramente sancionador cuyo objetivo es determinar y fijar los elementos objetivos y subjetivos de la comisión de una infracción de naturaleza tributaria. Por eso, aunque en puridad la separación de la instrucción y la resolución debería predicarse sólo en el procedimiento sancionador, impropiamente se refiere a ella la doctrina como una separación del procedimiento de regularización (instrucción) respecto del procedimiento de resolución o decisión (sancionador). De ahí, también, que se hable en el ámbito tributario, no de la separación de fases procedimentales o “separación entre la fase instructora y la sancionadora, que se encomendará a órganos distintos” (art. 63.1 de la LPAC), sino de separación de procedimientos, esto es, que “el procedimiento sancionador en materia tributaria se tramitará de forma separada a los de aplicación de los tributos regulados” (art. 208.1 de la LGT).

En todo caso, la respuesta que demos a aquella cuestión dependerá de la posición que se adopte en relación, primero, al grado de penetración de la LPAC en el ámbito de los procedimientos tributarios y, en segundo lugar, a la prevalencia que demos a unos principios frente a otros.

Respecto de la aplicación de la LPAC a los procedimientos tributarios (sancionadores o no), muchas han sido las voces que han entendido que, pese a su Disposición Adicional (DA) Primera, se ha de aplicar el precepto específico de la LPAC (el art. 63) o el de la anterior Ley 30/1992 (el art. 134) que ordena la distinción de fases y órganos en el procedimiento sancionador tributario. Refiriéndose a la Ley 30/1992, SESMA SÁNCHEZ abogaba por la aplicación del art. 134, ya que este “precepto, en cuanto norma de régimen jurídico informador de la potestad sancionadora de todas las Administraciones públicas, obliga según nuestro criterio a establecer un cauce procedimental específico para la imposición de sanciones tributarias”9.

Ciertamente, la separación de procedimientos o de fases en un procedimiento es un principio informador de la potestad administrativa sancionadora10. Sin embargo, ese principio informador cohabita en la ley con otro principio, cual es el de especialidad de los procedimientos por razón de la materia. Señalaba antes que la DA Primera.2.a) y c) de la LPAC, además de establecer esa separación en el procedimiento administrativo sancionador, expresamente prevé que “las actuaciones y procedimientos sancionadores en materia tributaria (…) se regirán por su normativa específica”, al igual que “las actuaciones y procedimientos de aplicación de los tributos en materia tributaria y aduanera, así como su revisión en vía administrativa”. Por tanto, existe una clara voluntad del legislador ordinario –un mandato– para que el procedimiento tributario sancionador no se articule con “separación entre la fase instructora y la sancionadora, que se encomendará a órganos distintos” (art. 63.1 de la LPAC). El legislador ordinario no ha optado por ese modelo, sino por una mera “tramitación separada” toda vez –repetimos– que la Ley especial (el art. 208.1 de la LGT) exige que “el procedimiento sancionador en materia tributaria se tramitará de forma separada a los de aplicación de los tributos regulados”11.

Y no se trata solo de afirmar o negar que un determinado principio tiene naturaleza informadora y es, por tanto, aplicable o que despliega sus efectos en un ámbito más o menos amplio; es que la especialidad de los procedimientos tributarios –y también en este punto los sancionadores tributarios– explica la necesidad de aplicar un régimen especial respecto del procedimiento administrativo común.

Pero decíamos antes que la respuesta que demos a la pregunta de si las fases de instrucción y de sanción deben encomendarse a órganos distintos a los efectos de otorgar a los obligados tributarios las garantías procesales necesarias, va a depender, también y en gran medida, de la posición que se adopte en relación a la prevalencia que demos a unos principios frente a otros. Porque el fundamento de la separación funcional u orgánica de procedimientos descansa, como hemos dicho, en el principio procesal penal acusatorio, que se proyecta como garantía de imparcialidad de la autoridad decisoria, separando las funciones de instrucción y sanción, encomendándolas a órganos diferentes. Dado que el órgano instructor se contamina en la actividad inquisitiva llevada a cabo, es necesario atribuir a un órgano imparcial o no contaminado por la instrucción para que realice la función decisora –imputar o no una infracción–.

Frente a ese principio acusatorio propio del proceso penal, rige en el ámbito de la Administración Pública el principio de jerarquía, además del de eficacia y coordinación. El principio de jerarquía constituye una directriz básica de organización administrativa que ordena las relaciones jurídicas a través de la elemental sumisión de los niveles inferiores a los superiores. El principio de jerarquía se proyecta, además de en el ámbito de las normas jurídicas, en el de las relaciones entre órganos administrativos. Y como principio de actuación de las Administraciones Públicas, en concreto, de las relaciones entre órganos administrativos (art. 103 de la CE y art. 3.1 de la Ley 40/2015, de 1 de octubre, de Régimen Jurídico del Sector Público), este principio entronca directamente con la estructura interna de cada Administración Pública a los efectos de determinar su alcance y contenido concreto.

Pero ambos principios tienen un contenido claro y preciso en su propio ámbito de proyección. Lo que se traduce en la enorme dificultad de dar lectura a un principio propio del proceso penal en un ámbito ajeno o no propio como es el del procedimiento administrativo, no sólo ya por esa intrínseca dificultad para interpretarlo fuera de su ámbito, sino porque puede pugnar con otros principios propios de ese ámbito en el que irrumpe. No es, por tanto, sencillo ni prudente trasladar mecánicamente principios o derechos –por muy garantistas que sean– de un ámbito de actuación a otro diferente. Ni siquiera, además, lo exige la norma. Ni de nuestra Constitución ni de la doctrina del Tribunal Constitucional se deriva ni expresa ni implícitamente la exigencia de que en materia tributaria el procedimiento para la determinación del tributo deba de separarse del eventual procedimiento para la imposición de sanciones12.

Ciertamente, buena parte de los problemas que se siguen suscitando actualmente sobre la necesidad de separar ambos procedimientos, y más en particular, sobre los problemas respecto del vigente modelo de procedimiento sancionador tributario y sobre la adecuación de las normas reguladoras de los distintos procedimientos tributarios (en particular, el procedimiento de inspección) a los principios constitucionales, tienen su origen en un defecto de planteamiento que ya advirtió hace décadas nuestro Tribunal Constitucional; el referido a “los intentos apresurados de trasladar mecánicamente garantías y conceptos propios del orden penal a actuaciones y procedimientos administrativos distintos y alejados del mismo, como es, en este caso, el de gestión tributaria”13.

Ese defecto de planteamiento, que consistiría en pretender una cierta equiparación de la actividad administrativa de aplicación de los tributos a la actividad jurisdiccional, se hizo ya patente de algún modo en los años ochenta en los debates desarrollados al hilo del proceso de asunción de potestades liquidadoras por parte de la inspección de los tributos. Tanto en los sectores doctrinales que defendieron la necesidad de mantener una separación a ultranza de las funciones liquidadoras e inspectoras “como garantía –se decía– de objetividad, imparcialidad, justicia y equidad en la liquidación de los tributos”14, como en la STS de 24 de abril de 1984 que declaró la nulidad del Real Decreto 412/1982, de 12 de abril, sobre régimen de determinadas liquidaciones, podemos encontrar ahí, en ese planteamiento, el origen del que subyace la pretensión de configurar el procedimiento tributario como un proceso judicial15.

Como es sabido, se le obligó al TC a pronunciarse sobre esta cuestión cuando, ya no un Real Decreto –el citado Real Decreto 412/1982–, sino una Ley –la Ley 10/1985– reformó la LGT de 1963 a los efectos de atribuir funciones liquidadoras a la inspección, frente a lo cual se recurrió alegando la quiebra de la seguridad jurídica, y nada menos que el derecho a un proceso con todas sus garantías, en su vertiente de imparcialidad del órgano decisor, consagrado en el art. 24.2 de la CE.

El Tribunal Constitucional, en su ya clásica sentencia 76/1990, de 26 de abril, no pudo ser más categórico, con unos argumentos y afirmaciones que siguen siendo hoy válidos cuando se analiza la cuestión de la separación de los procedimientos de aplicación de los tributos del procedimiento sancionador.

“Tanto si se separan las funciones inspectoras de las liquidadoras como si se atribuyen ambas a un mismo órgano el contribuyente estará siempre ante una misma organización administrativa estructurada conforme a un principio de jerarquía, y esta circunstancia, a diferencia de lo que ocurre en los procedimientos judiciales, impide una absoluta independencia ad extra de los órganos administrativos tributarios, cualquiera que sea el criterio de distribución de funciones entre los mismos. Por la naturaleza misma de los procedimientos administrativos, en ningún caso puede exigirse una separación entre instrucción y resolución equivalente a la que respecto de los Jueces ha de darse en los procesos jurisdiccionales. El derecho al Juez ordinario predeterminado por la ley y a un proceso con todas las garantías –entre ellas, la independencia e imparcialidad del juzgador– es una garantía característica del proceso judicial que no se extiende al procedimiento administrativo, ya que la estricta imparcialidad e independencia de los órganos del poder judicial no es, por esencia, predicable con igual significado y en la misma medida de los órganos administrativos (SSTC 175/1987 y 22/1990; AATC 320/1986, 170/1987 y 966/1987)” (FJ 8A).

En el ámbito de la separación de los procedimientos de aplicación de los tributos con los procedimientos sancionadores, la cuestión se ha visto más peligrosa, toda vez que en el ámbito del Derecho tributario sancionador, no solo se atribuyen las funciones de calificación de las infracciones e imposición de sanciones a los mismos órganos de inspección o de regularización de la situación tributaría (dictando éstos tanto el acto de liquidación como el sancionador), sino que los expedientes administrativos y los trámites procedimentales son realizados por los mismos órganos –y en muchas ocasiones por los mismos actuarios o funcionarios– que han tramitado el procedimiento de aplicación al sujeto infractor.

Sin embargo, en el seno de la Administración Pública y de los procedimientos que se articulan para que ésta se pronuncie mediante sus actos o resoluciones, la garantía no puede residir tanto en la separación orgánica o personal cuanto en la propia función y configuración del procedimiento, así como la proyección de los principios propios de la actuación administrativa, entre ellos, también, el principio de jerarquía.

Desde este punto de vista podría decirse, incluso, que la separación orgánica no constituye una garantía mayor para el contribuyente que la separación funcional –de las funciones que se realizan o de las personas que las realizan–, pues en ambos casos las actuaciones y decisiones de los órganos o las personas se enmarcan en el cumplimiento de procedimientos reglados.

Ni los principios constitucionales, ni los principios generales del Derecho o los valores jurídicos materiales que son los que informan el conjunto del ordenamiento jurídico y que son los que cumplen una función integradora, exigen una separación orgánica o personal en pro de evitar una merma de las garantías del contribuyente.

En el marco de la Administración Pública no se dan mayores garantías con la separación de órganos que con la separación personal pues la independencia (substrato último de las garantías proclamadas) e imparcialidad predicada para la Administración, no se da en mayor medida en un caso que en otro, ya que la organización administrativa está estructurada conforme al principio de jerarquía, y ello impide un absoluta independencia ad extra de los órganos administrativos tributarios, cualquiera que sea el criterio de distribución de funciones entre los mismos16.

La mejor prueba de ello es la STS de 24 de abril de 1984 citada anterior-mente que, pese a que negó la posibilidad de que el órgano de inspección realizara funciones liquidadoras, paradójicamente, afirmó que, “aun admitiendo que la garantía residiese en la separación personal, no habrá lugar a dudas que resultará debilitada al pertenecer el Inspector actuario y el liquidador a un mismo órgano administrativo y existir entre ellos relaciones de jerarquía”. Y ello, como decimos, porque existe también una relación de jerarquía dentro de la misma Administración, entre las oficinas liquidadoras y la inspección que dependen de un mismo superior jerárquico.

Se trata, en definitiva, de materias puramente de organización administrativa, en las que cabe que la propia Administración atribuya, en el marco de la Ley, funciones liquidadoras y sancionadoras a los mismos o diferentes órganos de la Administración. En la actualidad, el art. 211.5.d) de la LGT de 2003 fija quiénes son los “órganos competentes para la imposición de sanciones”, señalándose al efecto que lo son, entre otros, “el órgano competente para liquidar o el órgano superior inmediato de la unidad administrativa que ha propuesto el inicio del procedimiento sancionador”. Este precepto se completa con el art. 20.1 del ya mencionado Reglamento general del régimen sancionador tributario, el cual señala, al regular la atribución de las competencias en el procedimiento sancionador, que, “salvo que una disposición establezca expresamente otra cosa, la atribución de competencias en el procedimiento sancionador será la misma que la del procedimiento de aplicación de los tributos del que derive”17.

Estas disposiciones han llevado a calificar la separación de procedimientos como una separación puramente formal, pues la regulación de la LGT y de su reglamento de desarrollo en materia sancionadora “confirma que la identidad orgánica es la regla general (…). La separación entre los procedimientos de liquidación y sancionador, se reduce a la distinción de expedientes”18.

Estudios en homenaje al profesor Luis María Cazorla Prieto

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