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II. EL HECHIZO DE LA BELLEZA

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Conozco de primera mano, a lo largo de más de treinta años, su afición. Su frecuente asistencia a exposiciones, visitas a museos y, cuando ha habido ocasión, a los sacrosantos estudios de artistas de referencia. No pocas veces ha recorrido las salas del Museo del Prado, del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, del Museo Nacional Thyssen-Bornemisza, de la Fundación Mapfre, de CaixaForum, de la Fundación Juan March … Acercado a destacadas inauguraciones, casi siempre centradas en las vanguardias históricas y en el arte actual, en las galerías Theo, Elvira González, Juana Mordó, Buades, Soledad Lorenzo, Marlborough, Guillermo de Osma, Leandro Navarro …Y asiduo a las casas de subastas, como Ansorena, Durán, Segre, Alcalá, Fernando Durán, Sala Retiro, Abalarte … Tuve asimismo la oportunidad de acompañarle una despejada mañana de primavera al atelier de Jordi Teixidor quien, desde el informalismo, sigue la estela de Marc Rothko, Barnett Newman y Ad Reinhardt14. Allí nuestro jurista adquiría una equilibrada y serena obra monocromática en tonos verde oliva15.

A Luis María Cazorla le agrada saborear las mieles en la cocina del artista, entre el crepitar de sus chispeantes fogones y las filiformes llamaradas del dionisiaco proceso creativo. Pocos lugares despiertan mayor atracción para un aficionado, que dejarse caer por un estudio16, máxime cuando se conoce al creador, a priori comprensiblemente celoso de su intimidad, y se ha entablado con él una cierta complicidad17. El espacio-lugar donde el artista guarda, como el maestro Frenhofer de la novela de Balzac, sus tesoros: “¡Mi pintura no es una pintura, es un sentimiento, una pasión! Ha nacido en mi taller, y allí debe quedarse virgen, solo vestida puede salir”18. La posibilidad de respirar el ambiente habitado por las inquietas musas, de inhalar el cargado olor a aceite, y a óleo, y de perderse en un tupido bosque entre brochas, pinceles, rodillos, espátulas, cubetas, vaciados y escayolas, es un impagable privilegio19.

En tan particularísimo espacio mágico, el chamán-artista forcejea con lo desconocido, constata las dificultades presentes mientras atisba las venideras, y alumbra los rompedores derroteros de las nuevas ideas y sus correlativas figuraciones20. Allí nos autoriza benevolentemente a descifrar sus códigos más íntimos y sus mensajes más recónditos. A dar voz a sus dubitaciones silentes y a sus dudas sonoras. Se nos permite aprehender, desde la atalaya de una primera fila, su testificación de irreductible libertad y de inequívoco compromiso. “Un artista –decía Miró– es alguien que, entre el silencio de los otros, usa su voz para decir algo, y que tiene la obligación de que esto no sea algo inútil, sino algo que haga servicio a los hombres21”.

Dicho lo cual, no hay que confundirse. Más allá de sus razones, una vez la obra ha sido creada, y salido de su esfera más personalizada, ésta adquiere sustantividad propia y diferenciada. No importa ya tanto averiguar, aun no siendo secundaria, la intencionalidad ab origine de su autor. La interrogante de si “la interpretación artística tiende inevitablemente a descubrir las intenciones del creador o este descubrimiento tiene que ser independiente de las palabras del propio intérprete”, no debe ser contestada de forma cismática. La obra, ya emancipada del artista, requiere, prima facie, de una interpretación objetiva, ya que sus valores le son consubstanciales, aun no siendo irrelevante atender, si se conocen, a las motivaciones de aquel22.

Sea como fuere, cuando nos zambullimos en la realidad artística no vemos trasportados a otra realidad, que ya no es física, sino incorpórea. Que incide en el alma del ser humano, y que algunos perciben como un trance de misticismo secularizado. Una recreación mediata, concretada en una “manera” de hacer23, la específica del hombre, de aspiraciones innovadoras24, y en la que, siguiendo a Oscar Wilde, “la naturaleza imita al arte25”.

Estudios en homenaje al profesor Luis María Cazorla Prieto

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