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III. SU FACETA DE AFICIONADO Y COLECCIONISTA

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Luis Cazorla no es únicamente un buen aficionado y un solvente conocedor de las artes plásticas, pues puede ser considerado también un avezado coleccionista. Aunque él ponga objeciones a dicha caracterización.

“El coleccionismo es –recordaba Simón de Pury– el mal de la belleza26”. Un grupo heterogéneo al que han pertenecido, y del que forman parte, una variada pléyade de personas de muy diferente condición a lo largo de la historia: monarcas (Carlos I de Inglaterra, Felipe IV de España), sagas empresariales y financieras (Wallace, Rothschild, Morgan, Frick, Havemeyer, Huntington, Stewart Gardner, Gulbenkian, Lázaro Galdiano, Barnes, Phillips, Shchukin, Morozov, Guggenheim, Thyssen, Panza, Koplowitz), políticos (Cambó), galeristas (Guillaume, Beyeler), escritores (Stein), críticos (Berenson) y hasta artistas como (Degas), encelado en poseer obras de otros colegas. Integrantes de una heterodoxa agrupación de infatigables “buscadores de belleza27”. Una enfermedad crónica, pensaba el subastador de la casa Sotheby´s, incurable28.

No todos los aficionados al arte terminan, por supuesto, transformándose en coleccionistas, pero no es inusual que, antes o después, acaben confeccionado una colección. Cada uno de acuerdo con sus preferencias y, claro está, con sus posibilidades. Como tampoco es inexorable dejarse llevar por un ánimo de adquisiciones compulsivas que deriva, en no pocas ocasiones, en una neurosis patológica. Baste recordar, por todas, las febriles admoniciones de Berenson a Isabella Stewart Gardner para que se hiciera con el soberbio Retrato de Tomás Moro de Hans Holbein: “…tiene que quitarse de la cabeza cualquier otro pensamiento…tiene que mendigar, pedir prestado, robar, cualquier cosa, pero no pierda esta oportunidad de adquirir una obra maestra pintada por uno de los pocos grandes maestros que ha existido29”. Muchos afamados coleccionistas han reconocido dicha devoradora adicción. Esa “extraña y hermosa obsesión llamada coleccionismo30”. Hasta la han publicado y voceado en público. Ahí queda la afirmación del empresario norteamericano William Randolph Hearst: “Me temo que me parezco a un dipsomaniaco con una botella31”. O, más recientemente, la tajante declaración del publicista Charles Saatchi: “soy un artehólico32”.

Luis María Cazorla ha actuado en sus compras, en cambio, de forma sosegada, sin estridencias, con la pausa que da el movimiento comedido y la decisión mesurada. No ha incurrido en el arrebatamiento incontrolado, en la furia enajenante de quien no sabe contenerse, ni acompasar sus acciones. La colección se ha constituido poco a poco, paso a paso. Sin premuras, pero también sin pausas. En muchas obras, eso sí, se atisba el sangriento flechazo que surgió probablemente en su día. “El olor a pintura fresca”, de la que hablaba el barón de Duveen. La emoción es, precisamente, el presupuesto y la justificación de actuaciones posteriores. Una emoción ligada a la afinidad que impone el propio gusto. Checa Cremades lo formula en los siguientes términos: “Sin un sentimiento del valor de la representación íntima y personal del poseedor con respecto al objeto poseído, de un gusto específico por tener una determinada obra de arte, es complicado hablar de colección”. Y apostilla: “este gusto individual debe separarse de la mera idea de lujo y magnificencia que habitualmente se atribuye a la mayoría de las obras de arte, y que ha de ligarse más bien a sentimientos decorativos33”.

Su profesión de jurista, de por si estructuradora y racionalizadora, y el no ser ni un galerista, ni un marchante, le ha salvado de recorrer los oscilantes vericuetos de los que hacen de su profesión el arte. Algo que le sucedió, entre otros muchos, al elegantísimo Leo Castelli, el propagador del pop arte en la cultura norteamericana, quién atravesó a lo largo de su vida diferentes fases en una incesante metamorfosis: “ávido coleccionista, aprendiz de aficionado al arte, vínculo transatlántico, comisario independiente y patriarca providencial de los pintores norteamericanos34”.

Luis Cazorla ha establecido a lo largo de los años, eso sí, una relación recíproca, una ligazón bidimensional, con sus piezas. Una coexistencia sujeto-objeto que se retroalimenta. Hay mucho en las obras del animus coleccionista, en la medida en que son el espejo de sus predilecciones, pero hay mucho del coleccionista a través de sus obras. Estas, en tanto deleitan y forman, van ahormando paralelamente la percepción y concepción del arte. Es como si el objeto observado se transfigurase y adoptase una cierta humanización. En esta medida, y sin adherirme a la tesis anti retiniana de Duchamp, el insolente deconstructor de la pintura moderna, “el espectador debe participar siempre en una creación suplementaria al interpretar la obra35”.

Nuestro homenajeado mantiene con sus obras una cómplice discreción. No gusta de grandilocuentes publicitaciones, ni de altisonantes presentaciones. La familiaridad y el recato son la impronta de un modo de ser y de comportarse. De un equilibrado modus vivendi. Algo semejante a lo que hacía Gertrude Stein, quién raramente se refería a sus cuadros, y eso que sus recargadas pare-des y estanterías estaban engalanadas con piezas de Picasso, Matisse, Braque, Gris… De Luis Cazorla, como de la ensayista americana, podríamos decir que “casi nunca habla de sus cuadros. Estaban allí. No había ninguna necesidad de hablar de ellos36”. En las antípodas, pues, al bestial doctor Barnes, el avaro norteamericano, para quien “el coleccionista es el rey37”.

Eso sí, sin caer en el extremo de ciertos coleccionistas de antaño que escondían sus preciados objetos, como si en un convento de clausura se encontrasen, de los ojos de los demás. Nada que ver, por tanto, con la de los ocultistas poseedores de los “armarios de curiosidades”, de las “cámaras de arte” (Kunstkammmer), de las cámaras de las maravillas (Wunderkammer) de tiempos periclitados.

¿Qué características perfilan la colección de nuestro homenajeado? ¿Cuáles son sus rasgos de identidad? ¿Qué relación mantiene con la misma? ¿A qué aspira? Me aventuro a desgranar el siguiente decálogo, casi unos mandamientos artísticos, esperando no errar en demasía. Aunque antes de enumerarlos, me hallo obligado a realizar una aclaración. ¡Nuestro homenajeado, ya lo hemos adelantado, nunca se ha considerado un coleccionista! Nunca se ha sentido como tal. Nunca ha tenido tal pretensión. Nunca ha adquirido sus obras con tal finalidad. Nunca ha revelado tal empeño, y menos aún se ha pavoneado de ello. “Nunca he adquirido una obra de arte –en sus propias palabras– con el objetivo de coleccionar, y menos todavía de acumular. Lo único que me mueve es su simple disfrute”.

Aunque, reúne, ¡eso no lo puede negar!, algunos rasgos que, según la Real Academia de la Lengua, definen una colección, y, por ende, la condición de coleccionista. En primer término, la existencia de un estable conjunto de pinturas, esculturas, dibujos, acuarelas o grabados. En segundo lugar, las obras se hallan vinculadas por rasgos comunes de una misma o semejante clase. Y, finalmente, un deseo de ordenar los objetos de forma debida.

Veamos ya, el que podría ser, sin grandilocuencia, su mentado decálogo artístico en su dimensión de aficionado y, con su permiso, de coleccionista.

Primero. Coleccionar complementa, enriquece y cultiva. Amplía y profundiza los horizontes estéticos, en tanto que consecuencia, no necesariamente negativa como pensaba Montaigne, de la morbosa curiosidad del hombre, cuando se disfruta de capacidad y de juicio. Se sacia, se ha dicho bien, un vacío. Y, por encima de cualquier otra cosa, embelesa y agrega a la vida una saludable dosis de felicidad. En clásica expresión de Goethe, “los coleccionistas son personas felices”.

Segundo. Coleccionar implica la preservación de los objetos. Una obligación, ya que estamos ante juristas, análoga a las obligaciones naturales. Una protección parangonable a la que ejercía el pater familias en el Derecho romano respecto a sus hijos y bienes más queridos. Para un coleccionista, las obras tampoco se pueden, como principio, enajenar, ni siquiera permutar. Esta es una línea de actuación infranqueable. ¡La venta está, por supuesto, totalmente proscrita! A lo más, regalar alguna al círculo más íntimo. No se puede prescindir de ellas. De ninguna. Cuesta mucho, aunque sea de forma transitoria, hasta su separación momentánea.

Luis compartirá con Virgilio la opinión de que “lacrimae sunt rerum”; esto es, “hay lágrimas en las cosas”. El cuidado y el cariño hacia sus obras, son exigencias del guion. Y algo más que éste no ignora. Estas forman parte de su propiedad inmediata, es su legítimo poseedor, pero integran simultáneamente un patrimonio común y coparticipado38.

Tercero. Coleccionar finaliza por desbordar al coleccionista. Es problemático, sino imposible, escapar a la falta de espacio. Las casas acaban claudicando ante tanto y variado acarreo de belleza. Las paredes y estanterías, por largas y extensas que sean, resultan insuficientes. Así que cuando uno entra en casa de Luis, en su finca de recreo o en su despacho profesional, no nos extraña hallar algunos cuadros apilados en el suelo, esperando el lugar donde descansar definitivamente39. ¡Añorando su momento de gloria! Hasta, es posible, que tenga depositados algunos en un desván en tanto encuentran su sitio, y pasan así a mejor fortuna: la de ser expuestos

Cuarto. Coleccionar no es una inversión. Sino algo muy diferente: un placer. Nadie, salvo los desconocedores del mercado o los más recurrentes optimistas, pueden creer que van a enriquecerse con adquisiciones que multiplicaran incesantemente sus precios40. Thompson, conocedor como pocos del valor del arte contemporáneo, lo ha reiterado hasta la saciedad: “En la abrumadora mayoría de los casos, el arte no es una inversión, ni un vehículo eficiente de inversión… Además, todos los mercados de arte son cíclicos41”. Para Luis Cazorla, el arte es un disfrute, no un objeto mercantilizado. ¡Nada que ver, por tanto, con la avaricia imputada por Pérez Galdós, en Fortunata y Jacinta, a los coleccionistas!

Quinto. Coleccionar supone desarrollar una actividad, como cualquier otra acción humana, que requiere de conocimiento y de formación. Hay criterio y solvencia, reflejo de su personalidad, en la conformación de su colección. Inteligencia y voluntad se aúnan sólidamente. Se aprecia en ella una orientación y una línea discursiva. Esta es una condición sine qua non. Lo que no empece su diversidad y hasta su heterogeneidad. Lo homogéneo, Luis Cazorla lo sabe, no tiene porqué ser uniforme. No estamos, pues, ante una desordenada e inconexa amalgama de dispersos fetiches y repentinos cachivaches, aunque estos lleven el marchamo artístico.

Sexto. Coleccionar requiere de un propósito trascendente: el de comprender la variabilidad y complejidad del mundo. Una gestión organizada, y hasta clasificada, de las obras. Reclama de una regulación, de una sistematización, y hasta de una jerarquía. Acertaba Picasso cuando afirmaba, desde la perspectiva del creador, que “en el origen de toda pintura encontramos una visión organizada subjetivamente42”. Algo, de nuevo, que casa a la perfección con la naturaleza del Derecho y la labor del jurista. “Orden y método”, repetía machaconamente también Hercule Poirot, el orondo y racionalista detective belga. Al fin y al cabo, coleccionar es, sentenciaba Kimmelman, “una manera de ordenar el mundo43”.

Ordenación que no hay que confundir con predeterminación. Y menos con una predestinación esclavista. No existe mayor libertad que la proporcionada por el arte. Si nos moviéramos en el ámbito de la moral, incurriríamos en el mismísimo libertinaje. Estamos ante una de una de las más radicalizadas manifestaciones de las potencialidades del libro albedrío. Sin prefabricadas barreras, sin previos diques, ni barricadas entorpecedoras. Una ejemplar coleccionista lo explica hoy: “No hay pasos previamente determinados ni directrices. Hay libertad en la elección y la confianza de que toda pieza irá encontrando su sitio. No el cronológico, que le viene dado, sino un lugar que fluye a medida que llegan otras obras, formando un sistema abierto, y, me gusta pensar, que en continuo diálogo con la mirada de cada espectador44”.

Séptimo. Coleccionar, cuando se alcanza la madurez, y se gana en experiencia, impone una exigencia de calidad. No vale cualquier objeto, ni cualquier obra. Hay que saber escoger, hay que saber elegir. Seleccionar presupone, de esta suerte, posponer. Resuenan así en los oídos de nuestro hombre las pala-bras de Gulbenkian: “Sólo lo mejor es lo bastante bueno para mí”. Dicho de otra forma, el coleccionista atiende más a la valía de cada una de sus piezas, que a los encumbrados nombres de sus creadores.

Octavo. Coleccionar lleva aparejada la persistencia. La constancia es una inseparable compañera. Los fuegos de artificio y los gestos esporádicos no conducen a ningún sitio. A lo más, a un fugaz pero transitorio destello. A lo que se aspira es, más allá de las sombras, a algo bien distinto: ¡a la luz! “Licht, mehr, licht”. “Luz, más luz”. El ejercicio de la voluntad no admite, otra cosa son los intervalos temporales, diletantes parones, ni descansos definitivos. Cambó lo resumió gráficamente: “La afición del coleccionista se parece tanto a la del cazador como a la del arqueólogo. Tiene la emoción del primero cuando levanta y cobra la caza, y exige la perseverancia y proporciona las sorpresas del segundo45”.

Luis María Cazorla dispone en esta tarea de “buen ojo”. Un “buen ojo”, tanto para las nuevas adquisiciones, como para saber mirar, y adentrarse en la médula vertebral de cada pieza. “Creo que lo mejor que se puede hacer es –manifestaba Max Ernst– cerrar un ojo y mirar hacia dentro: este es el ojo del interior. El otro ojo ha de estar fijo en la realidad, en lo que sucede a tu alrededor en el mudo46”. Sin que me pueda olvidar, en la gestación y desarrollo de su colección, de la connivencia de Carmen, mujer de gusto exquisito, acompañante fidelísima en esta fascinante y emotiva andadura artística sin final. De ella hay, además, dos bellísimos retratos. Uno, de gran formato, en posición sentada, y con un cesto de flores, de Julio Moisés; y una delicada acuarela, ya de joven y de medio cuerpo, de Alberto Larrumbide.

Noveno. Coleccionar acaba por articular una complicidad mágica entre el coleccionista y sus obras. Ya adelantábamos las relaciones de reciprocidad bilaterales entre ambos. Una ilación que, como en el Derecho, implica una alteridad casi diluida entre el objeto-espectador y el espectador-objeto. Walter Benjamin lo describió de modo magistral. “…no es que las cosas estén vivas en él; es al contrario; el mismo quien habita en ellas47”.

Las piezas se erigen, de esta suerte, en inseparables compañeras de vida. Amigas con los que se comparten confidencias y secretos. Con las que uno hasta se confiesa en privado. Max Jacob describía como Paul Guillaume, el galerista francés, revelaba a sus amistades, que las “pinturas y esculturas le susurraban, y él les respondía sin palabras48”.

Décimo. Coleccionar obliga, se quiera o no, a una cierta delimitación material. Quizás no al comienzo, pero sí con el paso de los años. No hay más remedio. Nada, ni nadie es ilimitado. En el caso de Luis Cazorla, su colección está centrada últimamente en el arte español moderno, tanto en pintura como en escultura, aunque esté abierta a distintos estilos y movimientos: vanguardias, informalismo, figuración renovada… Eso sí, todas sus piezas no aparecen inmóviles y mudas, petrificadas en el tiempo y en el espacio, sino que ejercen “su acción mientras haya hombres que dirijan su mirada hacia ellas49”.

Nuestro hombre haría así suyas las cualidades que adornaban a Kahnweiler, el marchante por autonomasia del cubismo: “Fidelidad a los demás, identidad consigo mismo, intuición, facultad para captar lo mejor de cada época autonomía, orgullo, acerada inteligencia, cultura excepcionalmente variada e inter-nacional, atención a los demás, sencillez hostil a cualquier ostentación, consecuencia en las ideas, empecinamiento, horror a malgastar y a lo mundano…50”.

El perfil de Luis María Cazorla podría ser, en suma, el de un moderno Jacopo Strada, que nos retrotrae al retrato pintado en su día por Tiziano, donde el afamado intelectual de origen holandés nacido en Mantua, se halla transido en sus pensamientos más nobles en su studiolo rodeado de libros, con una copia de una escultura de Praxíteles en sus manos (c. 1567-1568 , Kunsthistorisches Museum, Viena). Desde esta perspectiva, Luis estaría quizás de acuerdo con el juicio del mentado Walter Benjamin: “Toda pasión bordea el caos; la del coleccionista, el caos de los recuerdos51”.

Estudios en homenaje al profesor Luis María Cazorla Prieto

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