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3. Hacia una legitimidad alternativa del Decreto-ley en materia social

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Pese a todo, este aspecto no parece llamado a dar problemas, al menos desde una perspectiva general. La amplia mayoría alcanzada en el trámite de convalidación, insólita en estos tiempos de tribulación, no parece prever un cuestionamiento de los contenidos del decreto-ley, sobre la base de estas razones. Y la previsiblemente rápida aprobación de la ley derivada del RDL 28/2020, por vía del procedimiento de urgencia, obviará los posibles problemas que pudieran plantearse ante eventuales cuestiones de inconstitucionalidad por esta razón. Ello se debe a que el uso del decreto-ley, en el ámbito laboral y de la protección social, ha encontrado una fuente de legitimidad alternativa a la derivada del art. 86.1 CE: la existencia de un previo proceso de diálogo social en el que se ha alcanzado acuerdo sustituye en este terreno a la exigencia constitucional de “extraordinaria y urgente necesidad”.

Esta suerte de mutación constitucional hunde sus raíces en las experiencias de legislación negociada de finales de los 90. Aunque estas existieron con anterioridad, la conexión entre ellas y la figura del decreto-ley arranca de la reforma de 1997. Cabe traer a colación, en efecto, el RDL 8/1997, de 16 de mayo, de medidas urgentes para la mejora del mercado de trabajo y el fomento de la contratación indefinida, que dio cobertura formal al “Acuerdo Interconfederal para la Estabilidad del Empleo”. Seguramente, en aquel momento, el Ejecutivo no las tenía todas consigo en relación con el recurso al decreto-ley en estos casos. Así se desprende del preámbulo del indicado RDL8. Sin embargo, en otros episodios posteriores, el papel legitimador del acuerdo social ha actuado directamente. Tal sería el caso del RDL 5/2006, de 9 de junio, para la mejora del crecimiento y del empleo en relación con el “Acuerdo para la mejora del crecimiento y del empleo” alcanzado poco antes de su promulgación –tras un proceso de diálogo social que arrancó muchos meses antes–; y, ahora, del RDL 28/2020, cuya Exposición de Motivos, como ya se ha dicho, se enorgullece de ser “fruto de la concertación social”.

Por lo demás, este papel legitimador del diálogo social se ha ido extendiendo rápidamente, de modo su asociación con el recurso al decreto-ley no se ha producido solo en los casos en que ha concluido con acuerdo. Admite otras variantes puesto que se ha utilizado en casos de acuerdo del Gobierno con una de las partes del diálogo social –reforma del trabajo a tiempo parcial de 1998 (RDL 15/1998)– y, también, en supuestos de falta absoluta de acuerdo entre los tres intervinientes en la concertación –reformas de 2001 (RDL 5/2001) y de 2009/2011 (RRDDLL 2/2009, 10/2010 y 7/2011)–. Incluso en estos casos, el diálogo social fallido actúa como fundamento de la intervención legislativa pues viene a ser una suerte de procedimiento arbitral que permite conocer al Gobierno-árbitro las posiciones de las partes9.

No puede ponerse en cuestión que la negociación legislativa, como procedimiento, y legislación negociada, como resultado, son mecanismos consolidados que tienen sumo interés desde la perspectiva de legitimación y eficacia de las reformas laborales. En pasadas reformas, se ha afirmado al respecto que “el consenso de los interlocutores sociales constituye la vía más eficaz para introducir cambios sustanciales en el sistema de relaciones laborales” (RDL 10/2010, Exposición de Motivos); y ahora el RDL 28/2020 abunda en esta idea de la mayor eficacia. En esta línea, su preámbulo subraya que el previo esfuerzo negociador y el consenso alcanzado aseguran “el justo equilibrio de la regulación del trabajo a distancia”; y ello “sin duda, determinará su perdurabilidad en el tiempo, como sucede con todos aquellos cambios que afectan al ámbito laboral y vienen de la mano del consenso”.

Ahora bien, con ser ello cierto, no lo es menos que parece necesario advertir de los riesgos que está consolidada vinculación entre concertación social y recurso al decreto-ley. Desde la perspectiva institucional, el fenómeno implica, como ya hemos visto, una clara mutación de la interpretación de los presupuestos habilitantes del decreto-ley. Ello implica de hecho una ampliación de las facultades del gobierno y la paralela restricción de las del poder legislativo, que ostenta la legitimidad democrática plena. Es verdad que, formalmente, esto puede solventarse, y así se ha hecho en ciertos casos, mediante la posterior tramitación parlamentaria del decreto-ley (art. 86.3 CE). Es posible, sin embargo, que esta venga condicionada por la existencia del previo acuerdo, con la consiguiente dificultad para un ejercicio pleno de la potestad legislativa. Lo hemos visto en otras ocasiones; habrá que aguardar a la tramitación parlamentaria del RDL 28/2020 para saber si en este caso esto ha sido así. Por otro lado, el hecho de que el decreto-ley sea la salida natural del proceso de negociación legislativa repercute negativamente sobre los propios procesos de negociación. Implica la transformación del procedimiento en una suerte de arbitraje que será resuelto por el gobierno en todo caso, lo que puede condicionar las estrategias negociadoras de los interlocutores. Pueden sentirse obligadas a aceptar un acuerdo –ya se sabe: “vale más un mal arreglo…”– o verse fortalecidas en sus planteamientos, reduciendo su esfuerzo para alcanzarlo si piensan que el Gobierno conecta con ellos. Finalmente, es posible que tenga repercusiones negativas desde la perspectiva de la técnica legislativa puesto que implica la proyección sobre el texto legal de los compromisos que se alcancen en la negociación –o de los intentos de aproximación que se hagan cuando no se llegue a acuerdo–. Y muchas veces tales acuerdos o intentos solo pueden alcanzarse sobre la base de ambigüedades u oscuridades. Es posible que el RDL 28/2020 sea un ejemplo claro de ello, como veremos al final.

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