Читать книгу Mecanismos de protección del consumidor de productos y servicios financieros - Natalia Álvarez Lata - Страница 13
1.1. El fracaso de la legislación sobre información al consumidor de productos y servicios financieros
ОглавлениеUno de los pilares fundamentales del Derecho de consumo ha sido, desde hace décadas, el denominado derecho a la información del consumidor. El derecho a la información surge de la idea de que la desigualdad que existe entre empresarios/profesionales y consumidores se debe a la desinformación del consumidor. El consumidor es esencialmente, desde esta óptica, una persona que desconoce las características de los productos y servicios que se le ofrecen en el mercado, las alternativas existentes a los mismos, sus riesgos y los derechos de los que es titular es sus relaciones con el empresario o profesional. A causa de este desconocimiento característico, a empresarios y profesionales les resulta fácil manipular la conducta económica del consumidor en contra de sus intereses. Es, en otras palabras, su superior conocimiento de la idiosincrasia del mercado lo que, desde la idea que estamos considerando, otorga a empresarios y profesionales una ventaja decisiva sobre los consumidores. La consecuencia natural de esta posición es fácil de deducir: si se lograse terminar con la diferencia en términos de conocimiento e información que existe entre empresarios y consumidores, se habría terminado con la fuente fundamental de desigualdad entre los dos polos de la relación de consumo.
Los productos y servicios que se ofertan en el mercado financiero a los consumidores son especialmente complejos y peligrosos. Se trata de un mercado plagado de productos de larga duración, de calidad muy difícil de valorar y con precios opacos o poco claros12. Pero, además de los productos en sí, existen muchos otros factores que tienen a acentuar la asimetría existente entre las dos partes de las relaciones de consumo. En este sentido, menciona COLLADO-RODRÍGUEZ que en el mercado financiero los contratos son especialmente largos y farragosos, que la terminología propia de este mercado es una jerga profesional muy alejada del lenguaje común; o que la cantidad, variedad y renovación constante de los productos que se ofrecen en el mercado financiero hace que la mayor parte de ellos carezcan de tipicidad legal13.
La cuestión, entonces, es cómo hacer frente a esa desigualdad nacida de la desinformación del consumidor de la que estamos hablando. Los defensores del derecho a la información entienden que el modo natural de confrontarla es proporcionar información al consumidor. Para ellos un consumidor informado es un consumidor protegido. Inspirado por esta corriente de pensamiento, el modo tradicional que ha tenido el Derecho de consumo europeo de intentar mejorar la posición del consumidor es mediante el establecimiento de un derecho esencial a la información. Para NORBERT REICH, la existencia y prevalencia del derecho a la información del consumidor constituye un auténtico principio general del Derecho civil europeo, actualmente consagrado tanto en el art. 169.1 TFUE, como en el art. 5 de la DDC14.
La consecuencia práctica más importante del derecho a la información del consumidor ha consistido, desde siempre, en imponer a los empresarios y profesionales unos deberes de información cada vez más detallados y amplios. Estos deberes de información conforman una especie de catálogos, a veces de gran extensión, en los que el legislador establece todos los datos y cuestiones sobre los que habrá de informar al empresario: la identidad del empresario, las características de los bienes o servicios, su precio, la duración del contrato, los derechos más trascendentes del consumidor, donde ejercitarlos, los servicios de reclamaciones, etc. El establecimiento de estos catálogos de contenidos y explicaciones que debe transmitir el empresario a los consumidores se combinan, casi siempre, con la técnica del formalismo contractual. El legislador trata de garantizar, imponiendo al empresario una forma o determinadas formalidades, que la información llegue efectivamente al consumidor (v.gr. la entrega de la información por escrito o en otro soporte duradero, tanto antes como después de la celebración del contrato). Tanto si falta el contenido –no se comunica alguna de las informaciones establecidas obligatoriamente en la ley– como si no se cumple con la forma prevista, el empresario/ profesional habrá infringido su deber, con consecuencias negativas para él tanto jurídico-públicas como de Derecho privado.
En correspondencia con la especial desigualdad informativa que existe en el mercado financiero entre empresarios y consumidores, el derecho financiero de consumo está plagado de normas estableciendo catálogos y formalidades relacionadas con el derecho a la información del consumidor. Así sucede, v.gr., en la Ley 28/1998, de 13 de julio, de Venta a Plazos de Bienes Muebles (arts. 6 y 7, en adelante LVPBM), en las normas sobre transparencia bancaria y de protección del cliente bancario15, en la Ley 22/2007, de 11 de julio, sobre comercialización a distancia de servicios financieros destinados a los consumidores (arts. 7, 8 y 9, en adelante LCDSFC), en la en la Ley 2/2009, de 31 de marzo, por la que se regula la contratación con los consumidores de préstamos o créditos hipotecarios y de servicios de intermediación para la celebración de contratos de préstamo o crédito (arts. 4, 5, 6, 12 a 14, 15, y 19 a 21), en la Ley 16/2011, de 24 de junio, de contratos de crédito al consumo (arts. 8 a 13 y 16, en adelante LCCC), o en la Ley 5/2019, de 15 de marzo, reguladora de los contratos de crédito inmobiliario (secciones 1.ª y 3.ª, en adelante LCCI).
Si algo ha demostrado la crisis financiera de 2008 y los años posteriores de lenta recuperación es que la frondosa y abundante legislación sobre los deberes de información no consiguió, en absoluto, el objetivo de que los consumidores (o los clientes, en el caso de la normativa sobre transparencia bancaria) estuviesen informados. El consumidor de productos financieros de 2008, al que se le entregaban hojas y prospectos informativos de toda índole, en papel o en soportes digitales, antes de concertar la operación, no estaba más informado que el de 1995. Seguía, en gran cantidad de ocasiones, sin conocer las características esenciales del producto que compraba, su precio y los riesgos que asumía. Este fracaso de la política legislativa consistente en el establecimiento de deberes de información lo asumía el Parlamento Europeo ya en 2012. En su Resolución de 22 de mayo de 2012, sobre una estrategia de refuerzo de los consumidores vulnerables16, el Parlamento reconocía abiertamente este fracaso, haciendo especial hincapié en varios mercados (telecomunicaciones, transporte, energía y servicios financieros).
¿Cuáles son las causas del fracaso? La respuesta a esta pregunta no es sencilla. Los estudios efectuados sobre la cuestión en los últimos años apuntan a varias causas. Algunas de ellas tienen que ver con defectos en el trabajo del legislador (mala selección de la información a transmitir, falta de idoneidad de los medios elegidos, establecimiento de sanciones ineficaces contra las infracciones), otras con el suministrador de la información (falta de comprensión de la normativa, interpretación errónea de la misma, intereses contradictorios con la presencia de consumidores informados), y gran cantidad de ellas, lógicamente, están directamente relacionadas con la figura del consumidor17. Estas últimas son las que más nos interesan ahora mismo porque, en su mayoría, se refieren a la primera situación de vulnerabilidad que hemos identificado en este estudio: la consideración del consumidor como “consumidor medio”.
El problema, en concreto, radica en que los deberes de información de los empresarios y profesionales están definidos y diseñados a partir de la idea de que el que los recibe es el “consumidor medio” del Derecho europeo. Es decir, se presupone que quien recibe la información es una persona perspicaz, razonablemente informada y atenta a las indicaciones y contenidos que le hace o presenta el empresario. Cualquiera que se asome a lo que realmente sucede, por lo menos en los mercados financieros, sabe que esta presuposición vive de espaldas a la realidad. Como gráficamente señaló PRIGDEN en relación con el consumidor estadounidense de crédito, “es tan poco realista pensar que los consumidores reales pueden ser educados, en la medida necesaria para adoptar decisiones correctas de crédito, simplemente por el uso de hojas informativas, como lo es asumir que pueden convertirse en sus propios abogados, médicos o mecánicos”18. En realidad, la perspectiva que adoptó el legislador europeo descansa sobre “premisas equivocadas acerca de cómo la gente vive, piensa y toma decisiones”19.
La realidad del comportamiento de los consumidores de productos financieros (fundamentalmente los estudios se han centrado en los mercados bancario y de valores, pero entendemos que son también aplicables al mercado asegurador) no tiene nada que ver con lo que se supone que hace el consumidor razonablemente informado, perspicaz y atento. Por el contrario, como se ha expuesto en el primer apartado de este estudio, los consumidores tienen graves dificultades para adquirir, asimilar y comprender la información que les proporciona el empresario20. Así mismo, se ha demostrado que existen importantes sesgos cognitivos, absolutamente insuperables, que hacen que los consumidores –especialmente en algunos mercados como los financieros– no sean capaces de tomar decisiones correctas ni siquiera cuando están bien informados21.
Las últimas reformas de la normativa de consumo aplicable a los mercados financieros en materia de derecho a la información del consumidor han tratado de mejorar el contenido y la eficacia de los deberes de información. Por un lado, el legislador ha impuesto un nuevo modo documental de organizar y seleccionar la información que se debe entregar al consumidor: las llamadas hojas o fichas de “información normalizada” (vid. anexo II LCCC y anexo I LCCI). Estos documentos no son más que unos formularios obligatorios para los comercializadores de los productos a los que afectan, en los que el propio legislador ha elegido la forma y los contenidos que deben presentarse al consumidor en cada apartado. Además, en la LCCI, el legislador ha tratado de salir al paso de la posible manipulación de la información por parte del prestamista, obligando al notario que interviene en la formalización del crédito hipotecario a convertirse en un sujeto activo de la transmisión de la información al consumidor (arts. 3, 14 y 15 LCCI).
En nuestra opinión, ninguna de estas medidas ataca de raíz el mal que impide que los deberes de información desplieguen la eficacia que se esperaba de ellos. Ese defecto originario está en la deficiente construcción del estándar de conducta que se le presupone al consumidor. Un consumidor confiado, como es el verdadero consumidor medio, caracterizado por las notas de credulidad, buena fe y sometimiento a un empresario experto en su mercado, no va a dejar de tomar decisiones incorrectas por el simple hecho de que la información se le presente mejor organizada o más clara. Ni tampoco parece que vaya a suponer un cambio radical la intervención de un notario que, desde el punto de vista de la decisión microeconómica adoptada, poco tendrá que aportar al consumidor. La superación del problema de la vulnerabilidad del consumidor a la que nos estamos refiriendo exige cambiar la perspectiva del consumidor medio y comenzar a construir el derecho de consumo aplicable al mercado financiero desde una perspectiva realista.