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1.2.2. Las limitaciones del derecho de desistimiento y de otros derechos irrenunciables del consumidor

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Junto a las normas sobre deberes de información y a los controles del contenido contractual (fundamentalmente los de contenido y transparencia), el derecho de desistimiento del consumidor siempre se ha considerado uno de los pilares básicos del Derecho de consumo europeo. Este derecho de desistimiento, cuyo régimen general se encuentra hoy en los arts. 68 a 79 del TRLGDCU, consiste en el poder del consumidor de decidir, libremente y sin necesidad de alegar causa alguna, desvincularse del contrato tras un breve período de reflexión (el plazo general es de catorce días, según el art. 71 TRLGDCU). Se trata, en fin, de permitir que el consumidor se arrepienta de haber contratado un producto o servicio (en este caso un producto financiero) y que pueda liberarse de la carga de cumplirlo. Se supone que el consumidor, armado con esta facultad de salirse libremente de un contrato que no le interesa días después de la interacción con el empresario y/o su organización de medios (libre, por tanto, de presiones o influencias distorsionantes), estará mejor dotado para tomar las decisiones racionales que se le suponen23.

Sin embargo, cualquier conocedor del Derecho de consumo aplicable a los mercados financieros al que se le pregunte por la eficacia del derecho de desistimiento, dará necesariamente una respuesta poco halagüeña. Dentro de este sector, el derecho de desistimiento está, en primer término, muy poco extendido. En realidad, este derecho sólo existe cuando se celebra un contrato de intermediación para la celebración de un contrato de préstamo o crédito (art. 22.2 de la Ley 2/2009, de 31 de marzo, por la que se regula la contratación con los consumidores de préstamos o créditos hipotecarios y de servicios de intermediación para la celebración de contratos de préstamo o crédito), cuando se contrata un producto financiero a distancia (art. 10 de la Ley 22/2007, de 11 de julio, sobre comercialización a distancia de servicios financieros destinados a los consumidores –LCDSFC–), y cuando se contrata un crédito al consumo (art. 28 de la Ley 16/2011 de contratos de crédito al consumo). En todos los demás productos del mercado bancario, del mercado de valores o del seguro no existe derecho de desistimiento, salvo que se dé el extraño caso de que se haya incluido voluntariamente en el contrato por la entidad financiera.

Pero lo más importante, a nuestro modo de ver, no es que el derecho de desistimiento no esté a disposición de todos los consumidores de productos financieros. Por el contrario, lo fundamental es que ni siquiera cuando sí está a disposición de un determinado consumidor es verdaderamente útil para combatir la vulnerabilidad a la que estamos haciendo referencia. Ya hemos señalado que la finalidad del derecho de desistimiento es la de permitir que el consumidor pueda reflexionar con tranquilidad sobre el contrato celebrado y sobre el interés e idoneidad del producto o servicio concertado. Se trata, por lo tanto, en un instrumento que descansa sobre la misma idea que provoca la vulnerabilidad: la idea del consumidor medio como persona perspicaz y atenta que contrata de forma razonablemente informada. En el fondo, con el desistimiento lo que se pretende es que esa perspicacia y atención que se le presuponen al consumidor no se vean afectadas por presiones o distorsiones propias del modo de contratación elegido.

Sin embargo, los datos empíricos, como hemos visto, sugieren un panorama acerca de la actuación de los consumidores que poco tiene que ver con esa idea del “consumidor medio” que se encuentra detrás del derecho de desistimiento. En efecto, la complejidad y la dificultad para comprender tanto el producto o servicio financiero que se adquiere, como el contenido del contrato que se celebra, no desaparecen una vez que se ha superado la interacción con el empresario. Las dificultades que los consumidores tienen para comparar las ofertas de las entidades que compiten en los mercados financieros no dejan de existir durante el breve plazo de desistimiento. Es ingenuo pensar que un número mínimamente relevante de consumidores vaya a mejorar su educación sobre finanzas en ese corto plazo, o que los sesgos cognitivos que inducen a tomar decisiones inadecuadas al consumidor vayan a esfumarse durante el mismo. Ni siquiera es razonable pensar que la confianza en el asesoramiento del personal de la entidad oferente va a diluirse en los catorce días del plazo para desistir. Por todas estas razones –nacidas en realidad de una misma idea falsa acerca del comportamiento de los consumidores– el derecho de desistimiento tampoco constituye un mecanismo trascendente para terminar con la vulnerabilidad a la que me estoy refiriendo.

Más allá del derecho de desistimiento, las leyes que regulan ciertos tipos de productos financieros (como los créditos inmobiliarios, el crédito al consumo o los contratos financieros a distancia) establecen otros derechos irrenunciables del consumidor (o del prestatario, cliente bancario, o del tomador del seguro). El derecho a un crédito cuyos intereses no sean usurarios, las limitaciones respecto del pacto de interés de la LCCC (arts. 19.4 y 20), los derechos de amortización anticipada de la LCCC y LCCI, el derecho a cobrar anticipadamente el importe mínimo de la indemnización o el derecho a cobrar los intereses punitivos del art. 20 de la Ley 50/1980, de 8 de octubre, de Contrato de Seguro, son algunos ejemplos señeros de este tipo de derechos. Cabría preguntarse si este tipo de derechos que se imponen al empresario o profesional de forma imperativa son eficaces para luchar contra esa vulnerabilidad que estamos tratando y que afecta a la toma de decisiones por parte del consumidor.

A nuestro modo de ver, la respuesta es, una vez más, negativa. Todos estos derechos, plasmados en normas imperativas, constituyen ejemplos de la intervención del Estado en la determinación del contenido de los contratos y negocios del sector financiero. El Estado, con el objeto de proteger a una clase de personas afectadas por una desigualdad estructural (como son los consumidores con respecto a los empresarios o profesionales del sector financiero) decide directamente ciertos extremos del contenido de los contratos que se celebran en el mercado bancario o en el mercado de seguros. No se puede negar que esta intervención estatal, al sustraer ciertos contenidos importantes del juego de la autonomía de la voluntad, evita que los consumidores contraten productos con un contenido menos ventajoso que el establecido imperativamente por el Estado. Sin embargo, la eficacia de este tipo de intervención, en el mejor de los casos, está limitada al contrato concreto y al aspecto concreto regulado por el derecho irrenunciable o la norma imperativa de que se trate. En un mercado como el financiero, en el que aparecen de manera constante nuevos productos y modalidades contractuales, esperar que el Estado regule e intervenga regulando cualquier nuevo ingenio financiero, tipo de crédito o póliza de seguros no es ni razonable ni conveniente. En una economía de mercado, en el que el derecho a la libre iniciativa económica está garantizado a nivel constitucional, no sería admisible que el Estado pretendiese determinar el contenido de todos los productos y servicios que se pueden ofrecer. Son los actores privados del mercado quienes deben interactuar para crear, ofrecer, competir y adquirir esos productos, de manera que el sistema funcione.

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