Читать книгу Mecanismos de protección del consumidor de productos y servicios financieros - Natalia Álvarez Lata - Страница 16
1.3. La obligación de evaluar la solvencia del consumidor ¿un cambio de paradigma?
ОглавлениеEn los años posteriores al surgimiento de la crisis económica de 2008, en la legislación europea y española apareció un nuevo principio jurídico, el principio del crédito responsable, que tenía el objetivo de inspirar las nuevas normas con las que se quería reaccionar frente a la crisis. En aquellos momentos, tanto la Unión Europea como –en cierta medida– el Estado español parecían haber reflexionado sobre los motivos de la crisis y, lo que es más importante, daban la impresión de querer tomar cartas en el asunto. El nuevo principio del crédito responsable y su manifestación concreta más trascendente, la evaluación de la solvencia, se presentaban como muestras de un posible cambio de paradigma en el modo en que la legislación iba a regular la actividad de las entidades financieras (fundamentalmente la de la banca).
El origen del principio está directamente relacionado con la superación de la idea de que las entidades financieras (esencialmente las bancarias) eran las principales interesadas en la solvencia de sus potenciales clientes y que, por lo tanto, no era necesario vigilar este aspecto de su actividad. La concesión de las llamadas hipotecas subprime en EEUU y en Europa, en las que la expectativa de devolución del crédito nada tenía que ver con la solvencia del cliente, dejó bien claro que no podía confiarse en ellas para mantener la estabilidad del sistema. Por esta razón, las nuevas normas ya no dejarían este aspecto de la actividad financiera al albur del juego de la autonomía privada, sino que sería un nuevo principio jurídico: el principio de crédito responsable, el que regiría sobre la decisión de conceder crédito. La evaluación de la solvencia del consumidor se presentaba así, ya no como una actividad que razonablemente cabía presumir que realizaban, por su propio interés, las entidades bancarias, sino como una obligación de esas entidades que, todos entendíamos, debía tener consecuencias jurídicas negativas para quien la infringiera.
En concreto, con la obligación de evaluar la solvencia se quiere imponer a las entidades bancarias el deber de asegurarse de que el producto financiero que va a contratar el consumidor es adecuado y conveniente para él. Un crédito será adecuado para el consumidor cuando exista una “correspondencia entre la situación financiera del consumidor y la carga económica del contrato”24. Se desplaza así, en gran medida, la “carga” de elegir “el crédito que le conviene” desde propio cliente o consumidor hacia la entidad financiera. Con la evaluación de la solvencia ya no es el consumidor el que tiene que asegurarse de que el producto es seguro para él, sino que tal responsabilidad recae sobre el empresario.
Es fácil deducir de lo anterior que la obligación de evaluar la solvencia y el principio del crédito responsable constituyen también –y esto afecta directamente al objeto de nuestro estudio– una reacción frente a la figura del “consumidor medio”, perspicaz, atento e informado. Con ella, se deja de lado la idea –tan poco realista– de que el consumidor informado es capaz de seleccionar el crédito que se ajusta a sus necesidades y situación económica. En realidad, la obligación de evaluar la solvencia parte de una consideración realista de los consumidores y traslada al Banco o entidad financiera la responsabilidad de adoptar el comportamiento informado y económicamente racional que se presuponía que podían realizar los consumidores. La consecuencia de este desplazamiento a la entidad financiera de parte de la decisión acerca del producto financiero que debe contratarse sería –así lo suponíamos al menos– que, si finalmente el crédito contratado no era adecuado y seguro para el consumidor, quien iba a sufrir las consecuencias de ello era la entidad financiera y no el cliente.
Se trataba, en definitiva, de una medida que iba en la dirección correcta: como la vulnerabilidad del consumidor de productos financieros desaconseja dejar por completo en sus manos la decisión acerca de lo que es un producto seguro para él, lo mejor es trasladar esa responsabilidad a quién sí puede asumirla con pleno conocimiento (el empresario). Un mecanismo jurídico que podría permitir superar una buena parte de las causas de la vulnerabilidad que estamos considerando.
El problema es que, cuando se contempla cómo se ha regulado la obligación de evaluar la solvencia en la LCCC y en la LCCI, es imposible no concluir que buena parte de la voluntad reformadora de los poderes públicos parece haberse disipado. El cambio de paradigma que podía representar esta nueva normativa se ha quedado en prácticamente nada. La obligación de evaluar la solvencia se ha convertido en una de tantas normas sobre actividad bancaria cuya infracción produce como única consecuencia la imposición de una sanción administrativa, y ello en el hipotético y muy poco frecuente caso de que se persiga por la autoridad competente. Parte de la culpa es del legislador europeo, responsable de la progresiva pérdida de fuerza y protagonismo de la evaluación de la solvencia durante la tramitación de las Directivas sobre crédito al consumo y sobre crédito inmobiliario, y parte del legislador español que aparentemente ha decidido que, si finalmente esta obligación va a jugar algún papel relevante en el control de la actividad bancaria, habrán de ser otros –la jurisprudencia española, el TJUE– quienes lo promuevan.
En efecto, como pone de relieve el trabajo de COLLADO-RODRÍGUEZ25, a diferencia de lo acontecido en otros Estados miembros de la Unión Europea, como Francia o Bélgica, en los que el incumplimiento de la obligación de evaluar la solvencia tiene como consecuencia la imposición de sanciones eficaces y disuasorias de Derecho privado; en España, el legislador ha preferido obviar por completo la cuestión de las consecuencias privadas de la contravención de esta obligación. La obligación de evaluar la solvencia que se establece en la LCCC y en la LCCI, parece haber sido concebida como un simple trasunto de la obligación del mismo nombre regulada en la normativa administrativa sobre control de las entidades financieras y de protección del cliente bancario. Todo apunta a que el legislador, influido por la jurisprudencia decididamente protectora de los consumidores de productos financieros emanada de nuestro Tribunal Supremo en los últimos años, ha decidido no incrementar el arsenal jurídico-privado de los clientes bancarios.