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Capítulo 6

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Y Ricitos de Oro devoró al lobo feroz…

Y lo hizo tantas veces y durante tanto tiempo

que el pobre lobo se olvidó de que podía asustarla…

EFRÉN VENTURA (CIRCUNSTANCIAS ATENUANTES), Ricitos de Oro.

Era la primera vez que se presentaba en casa de una mujer sin haber sido invitado, pero su amistad con Verónica estaba plagada de primeras veces. Armándose de valor, llamó al timbre del portal y espero a que respondiera. Eran las ocho de la tarde, lo que auguraba éxito y muchas posibilidades de que ella estuviera en casa.

—¿Quién es? —preguntó por el telefonillo del portal. Su voz sonó demasiado nasal, como si hubiese estado llorando.

—Soy Efrén, ¿puedo subir? Tengo que hablar contigo.

Para su completa sorpresa Verónica ni se molestó en responder. Directamente le abrió la puerta para que entrara en el portal y subiera.

«¡Bien!», se dijo. Primer obstáculo superado: no le había dado con la puerta en las narices. Quizás, después de todo, reconciliarse con ella iba a ser más fácil de lo que había esperado. La idea lo animó lo suficiente como para dejar de lado el ascensor y subir por las escaleras. Además, estaba tan impaciente por verla y solucionar el malentendido que esperar a que el ascensor llegara a la planta baja se le hizo demasiado largo.

Cuando llegó al segundo piso, Verónica estaba en la puerta con los ojos rojos, un pañuelo de papel frente a su nariz y una tarrina de helado con una cuchara dentro en la otra mano.

—¡Dios mío! ¿Estás así por mi culpa? —preguntó, más para sí mismo que para obtener respuesta.

La rubia no atinó a dar con una respuesta rápida y burlona sino que lo miró como si de repente tuviera ante ella a un príncipe transformado en rana, e inmediatamente el helado se le revolvió en el estómago.

—¿Te encuentras mal? —volvió a preguntar, esta vez esperando una respuesta.

—Se puede decir que he tenido un mal día —explicó ella, apartándose de la entrada para dejarlo pasar, y deshaciéndose del helado dejándola sobre la mesilla del recibidor—. ¿Qué haces aquí? Eres la última persona a la que esperaba ver en mi piso.

Llevaba toda la tarde pensando en lo que había sucedido en el restaurante, avergonzada de su reacción. Y había llegado a la conclusión de que se había equivocado desde el primer momento. En primer lugar, no debería haber perdido la perspectiva: Efrén solo era un amigo, y si no se hubiera olvidado de ello no se habría llevado el disgusto tras el concierto, ni mucho menos esa misma tarde en la cafetería. No tenía ninguna duda de que había llegado el momento de cambiar el chip, y ese era el momento perfecto para hacerlo y recordarse que Efrén era un gran amigo. Nada más. Lo que sentía por él tenía que pasar a un segundo plano si pretendía conservar la cordura.

—Eso no es muy halagador —se quejó, pero la siguió por el pasillo y entró tras ella a lo que parecía ser su despacho.

Se trataba de una acogedora habitación pintada de rosa pálido, con las cortinas en fucsia y cubierta de estanterías. Pero lo que llamó la atención de Efrén no fueron los libros, que parecían ordenados alfabéticamente, sino los enormes tarros de cristal llenos de lápices de todos los colores y tamaños posibles. De hecho, había más lápices de los que había visto nunca, ni siquiera en una papelería.

—¿Coleccionas lápices?

Verónica asintió con la cabeza.

—¿Por qué? ¿Por qué lápices y no bolígrafos? Son infinitamente más cómodos y, desde luego, hay más variedad.

—Porque los lápices son baratos. Al principio comencé a comprarlos como recuerdo de los lugares en los que había estado. Era más económico comprar un lápiz que un souvenir, y después se convirtió en una afición. Me atrae lo que significa. Lo que está escrito en lápiz se puede borrar y reescribir. Con la debida atención todo se puede mejorar.

—¿Coleccionas algo más?

—No exactamente. Pero soy una obsesa de las pulseras —explicó, alzando las manos para que viera sus muñecas.

Efrén sonrió con picardía.

—Sí, de eso ya me había dado cuenta.

—Perfecto, entonces ya sabes con qué regalo acertar —bromeó, un poco incómoda con que hablaran de ella tan abiertamente.

—De eso nada. Cualquiera puede regalarte una pulsera, yo pretendo ser más original que eso.

—Seguro que sí —aceptó, señalándole el sofá color café para que se sentara—. Dime, ¿a qué debo tu visita, teniendo en cuenta que apenas nos conocemos? —dejó caer, todavía molesta por el incidente tras el concierto, y molesta consigo misma por no haberse mordido la lengua. «Cambia el chip», se dijo, «cambia el chip».

—¿Que no nos conocemos? —inquirió, asombrado por el comentario—. Llevamos más de un año hablando casi todos los días.

—Supongo que tienes razón. Somos amigos.

—Respecto a eso, quería disculparme contigo por lo que pasó tras el concierto y también por lo de esta mañana. Yo…

Verónica lo cortó antes de que pudiera seguir.

—No tienes que disculparte por nada, tienes todo el derecho del mundo de escoger con quien quieres hablar y con quien no. —Alzó la mano para acallar la réplica que él tenía en los labios—. Respecto a mi reacción de esta mañana, admito que fue un poco exagerada, pero estaba alterada por algo que me había sucedido y necesitaba hablarlo con un amigo, y cuando vi que Elba me había dicho que no podía comer conmigo, pero sí contigo… Me enfadé porque necesitaba desahogarme.

—Cuéntamelo a mí —pidió con seriedad.

—¿Perdón?

—Has dicho que necesitabas hablar con un amigo, y hemos determinado que yo soy un amigo. Así pues, cuéntamelo a mí.

Verónica sintió un pinchazo en el pecho. Él acababa de confirmar lo que tanto había temido, ¿y no era eso exactamente lo que se había buscado por insistir en el tema?

—No quiero molestarte con mis problemas, además, tal vez te parezca una tontería —dijo Verónica, pero lo cierto era que necesitaba desahogarse y Efrén era tan buen oyente como conversador.

—¿Voy a tener que arrastrarme para que me perdones y me lo cuentes?

—No hay nada que perdonar, ya te lo he dicho.

—Pero no me lo vas a contar —dijo—. De acuerdo, te contaré yo primero un problemilla a ver si tú te animas con el tuyo. Verás… No estoy acostumbrado a buscar a las mujeres. Normalmente no tengo que hacerlo, así que no sé cómo hacerlo —confesó sin rastro de vergüenza.

—Mi hermano me odia —soltó, de sopetón, alterada por lo que él le estaba confesando—. Bueno, en realidad es mi medio hermano. Mismo padre, madres distintas.

—¿Y lo has descubierto hoy? —preguntó Efrén, completamente perdido.

Verónica lanzó un suspiro resignado y se lanzó a contarle la historia de su vida. Cuando su padre se casó con su madre no era la primera vez que pasaba por el altar. Siendo muy joven se había casado con una mujer, la madre de su hermanastro, pero la relación no funcionó y se separaron.

Cuando los padres de Verónica se casaron, el niño se adaptó a los cambios sin más problemas. Tras el divorcio de sus propios padres, se estipularon las visitas entre sus dos progenitores, de modo que Guillem pasaba la mitad de las fiestas con su padre y su nueva esposa, y la otra mitad con su madre. Lo mismo sucedía con los fines de semana, que iba alternando entre una casa y otra.

Cuando nació Verónica, Guillem, que tenía cinco años, descubrió que se había convertido en el hermano mayor y que eso entrañaba cierta responsabilidad. Desde la primera vez que la vio, tan pequeña y sonrosada, comprendió que la querría siempre. Guillem adoraba a su hermana, jugaba con ella y estaba deseando que llegara el fin de semana en casa de su padre para verla. Al vivir en la misma zona los dos niños iban al mismo colegio, y Guillem y Verónica ya no tenían que esperar a que llegaran las vacaciones para estar juntos. No obstante, cuando Verónica cumplió los seis años, Guillem comenzó a distanciarse de la familia de su padre, azuzado por una madre vengativa que odiaba ver que su hijo quisiera a alguien tanto o más que a ella.

El tiempo siguió pasando y la distancia entre los dos hermanos se hizo mayor, casi insalvable. A pesar de que todo el mundo en el colegio sabía el parentesco que les unía, los niños dejaron de actuar como hermanos, y la distancia entre ambos acabó por matar esos lazos.

—¿Por qué te preocupa eso ahora?

—Luis me ha encargado un artículo sobre los valencianos más influyentes.

Efrén la miró sin comprender.

—Mi hermano es Guillem Campos.

—¿El músico que ganó un Óscar? ¡Vaya! Entiendo.

—Hay más… He intentado ponerme en contacto con el cocinero Roberto Machado, con Alberto Figueroa, Elena Márquez y un largo etcétera. Todos están demasiado ocupados como para atender a una periodista que está empezando. No tengo contactos y nunca voy a tenerlos si no escribo este artículo.

—¿Y qué hay de mí? Yo aceptaría que me entrevistaras —ofreció con una sonrisa tímida. Después de la reacción a sus bromas lo mejor era ser cauteloso—. Incluso podría darte una exclusiva.

—Para serte sincera, tú y Guillem estabais vetados en mi lista —confesó, con una sonrisa de disculpa.

—Para serte sincero, lo imaginaba, pero ahora que somos oficialmente amigos ya no estoy vetado.

—Supongo que lo somos —admitió ella, fingiendo que le resultaba difícil estar de acuerdo con él—. Y no, ya no estás en mi lista negra.

Ambos rieron, aligerando un poco la tensión del momento. Se habían dado cuenta de que su relación era más fácil cuando fingían que no eran nada más que amigos y, dadas las circunstancias, esa era la táctica que ambos seguían.

—Me encantará entrevistarte. El problema es que no puedo escribir un artículo sobre valencianos influyentes y de éxito con un solo protagonista —bromeó, mucho más relajada.

—Eso se puede arreglar con facilidad. Cena conmigo el viernes y acabaré con tus problemas.

—Serás… —Su expresión pasó de la tristeza al enfado en menos tiempo de lo que tarda el motor de un fórmula uno en llegar a los cuatrocientos kilómetros por hora—. Eres engreído y prepotente. ¿De verdad crees que cenar contigo será tan maravilloso que me olvidaré de que mi carrera se va al traste?

—Eres mucho más fiera de lo que pareces a simple vista, Ricitos de Oro.

Verónica bufó, sin ocultar su disgusto, pero se abstuvo de contestar.

—Lo que quería decir, antes de que me atacaras con tu aguda labia, era que si cenas conmigo te llevaré al Endgame y te presentaré a Roberto Machado, y quizás se quede con nosotros lo suficiente para que le puedas hacer un par de preguntas para tu artículo.

La rubia se quedó callada, contemplando la posibilidad de esconderse hasta que Efrén no tuviera más remedio que marcharse de su casa. Se había dejado llevar por su malhumor, algo lógico teniendo en cuenta lo horrible que estaba resultando su día.

—Lo siento. Normalmente soy más calmada. No sé qué me ha pasado.

—Tranquila, Ricitos de Oro. Suelo ejercer esa influencia con las mujeres. A mi lado siempre sacáis a la tigresa que lleváis dentro —se jactó, para pincharla.

—Será porque las sacas de quicio con tu ego. Desde que has entrado no has hecho más que hincharte como un gallo. —Verónica volvió al ataque.

—Lo has vuelto a hacer. —Se rio Efrén.

—Pues deja de provocarme.

—No puedo, es muy divertido verte sacar las garras. Me gusta esta nueva versión tuya, Ricitos de Oro.

—Ha sido culpa tuya. Eres una mala influencia para mí.

—Qué cosas más bonitas me dices —comentó, fingiéndose encantado.

—En cualquier caso, cenar en el Endgame es una locura —afirmó, cruzándose de brazos.

—¿Y eso por qué, Ricitos?

—Por si no lo sabes, el restaurante está en Madrid, y esto —dijo señalando a su alrededor—, es Valencia.

Efrén se rio sin disimulos.

—¿No es fantástico que vayamos a pasar el fin de semana juntos? —preguntó sin dejar de sonreír.

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