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Capítulo 11
ОглавлениеEran pasadas las cinco de la tarde cuando, por fin, terminaron las grabaciones del programa. Eso significaba que tenían que pasar más de veinticuatro horas antes de pudieran asistir a su cena en el Endgame y dar por finalizado su fin de semana juntos, cuyo motivo no era otro que entrevistar al cocinero jefe del restaurante para el artículo de Verónica en el periódico. Las amenazas de Efrén de besarla para seguir con la farsa de su noviazgo se habían reducido a eso, amenazas, lo que tenía a Verónica debatiéndose entre la decepción y la tranquilidad.
Gracias a Efrén había conseguido que Mario le respondiera a sus preguntas, lo cual, unido a la entrevista telefónica que Alicia Bru le había concedido justo antes de salir para Madrid, suponía algo de material con el que comenzar a trabajar. No obstante, eso no era suficiente.
Como si hubiera adivinado sus pensamientos, Efrén la abordó mientras se disponían a subir al coche que los había llevado hasta allí y que debía devolverlos al hotel:
—¿Dónde quieres que hagamos mi entrevista? Aunque te aviso que soy un profesional, capaz de responderte en cualquier parte —bromeó, mostrando su atractiva sonrisa—. ¿Qué te parece si le decimos al chófer que nos deje en el centro y paseamos por Madrid?
Verónica sopesó sus opciones. Pensar en ellos solos dentro de la suite hizo que su estómago se retorciera, por lo que encontró más acertado aceptar la invitación para hacer turismo. Así, además, podría aprovechar para hacerle unas fotos para la entrevista e incluso desconectar de lo que se le venía encima: la temida llamada a su hermano.
—Siempre he querido pararme en el punto que marca el kilómetro cero. Para ser sincera, desde que escuché la canción de Ismael Serrano sobre él. Podríamos ir.
Efrén se llevó la mano al corazón con exagerado teatralismo.
—Me hieres, Ricitos de Oro. ¿Mis canciones no te han inspirado ningún deseo tan cool? —preguntó con guasa—. Aunque Ismael es mejor que Bon Jovi, al menos es producto nacional —agregó, recordando el interés de su amiga Elba por el de Nueva Jersey.
—No seas tan susceptible. Tú música también me ha inspirado deseos, solo que más profanos —se defendió, al tiempo que le ofrecía una sonrisa como agradecimiento por haberle abierto la puerta del coche.
Efrén entró por la otra puerta y le pidió al conductor que los dejara en Gran Vía.
Verónica estaba segura de que había olvidado su anterior comentario cuando él la miró con una ceja arqueada, a la espera de que siguiera hablando.
—¿Cuéntame, qué deseos profanos te han inspirado mis canciones? Estoy dispuesto incluso a darte el tiempo que necesites para inventarte algo.
—No necesito inventarme nada. Tienes unas letras preciosas, por supuesto que me inspira escucharlas.
Él hizo un gesto con la mano, como si descartara sus palabras.
—Lo que suponía, lo has dicho solo para que me sintiera mejor —musitó, aparentemente dolido.
Durante unos minutos los dos permanecieron en silencio, como si la conversación hubiera terminado para los dos. El chófer detuvo el vehículo y, tras agradecerle, los dos se bajaron.
—De acuerdo —confesó ella, aliviada por estar de nuevo al aire libre y no sentir a Efrén tan cerca—. Tu canción Insomnio. Hizo que anhelara enamorarme. Que deseara dejarme llevar por un amor que le diera la vuelta a mi vida y me enloqueciera por completo —explicó, utilizando el mismo lenguaje que Efrén usaba en sus canciones.
—¿Y lo hiciste? ¿Te enamoraste?
—No di con la persona correcta. Es complicado encontrar a alguien capaz de enloquecerme a ese nivel. Soy demasiado práctica.
Efrén rio, divertido por el modo en que se había definido a sí misma. ¿Práctica? Pues lo disimulaba de maravilla. Porque él la veía dulce, soñadora y muy romántica. Solo había que fijarse en sus colecciones para darse cuenta de ello.
—«Me obligo a mantener los ojos abiertos, cerrarlos me trae despedidas que ansío borrar, que desgarran mi alma y encienden mi carne, que me recuerdan que tú ya no estás. Amanezco esperando encontrarte a este lado del mundo, temeroso de descubrir que te has marchado; echando de menos cada caricia que no te he dado, perdiéndome en el recuerdo de los besos que te dejé pendientes» —cantó él, al principio solo, pero más tarde fue secundado por la dulce voz de Verónica.
A pesar de que lo hizo en voz baja, hubo varios viandantes que se quedaron mirándolos con curiosidad. Efrén no era precisamente una persona que pasara desapercibida.
—Es preciosa. Y, por si te lo preguntas, me sigue inspirando del mismo modo —dijo ella, con una sonrisa tímida—. Puede que el amor y yo no seamos compatibles.
Efrén asintió con la cabeza, al tiempo que se esforzaba por pensar en algo menos tentador que la posibilidad de verla enloquecida de deseo, de pasión, de amor… De lo que fuera que la hiciera perder la cabeza.
—No sabía que cantabas tan bien —comentó dispuesto a alejar pensamientos impuros—. Voy a tener que plantearme contratarte para que me hagas los coros, Ricitos de Oro.
Ella sonrío, agradeciendo que hubiera gastado una broma para aligerar el momento entre ambos, que se había vuelto demasiado intenso.
—¿No te preocupa que te reconozcan? —inquirió Verónica, al caer en la cuenta de que, en lugar de sus gafas de pasta, llevaba lentillas, y no se había engominado el cabello como acostumbraba a hacerlo.
—No me molesta que la gente me reconozca. Soy quien soy gracias a mis seguidores, a la gente que compra mi música, que va a mis conciertos. Lo menos que puedo hacer si se acercan a mí es sonreírles agradecido y firmarles unos autógrafos.
—¿Y qué hay de tu intimidad?
—Tengo intimidad. No sé si te has dado cuenta, pero desde que hemos bajado del coche nadie se ha acercado con una cámara en la mano dispuesto a destapar nuestro romance secreto. Ni siquiera nos han mirado más de lo normal. Hay más gente respetuosa y educada que impertinentes que inventan noticias para vender más revistas. Tú misma eres una periodista íntegra. Elba, Luis… De hecho, no conozco a ninguno que no lo sea.
—Efrén Ventura, acabo de descubrir que eres un optimista, con una fe ciega en la humanidad.
—Lo dices como si eso fuera malo —apuntó riendo mientras se adentraban en Sol.
Verónica sonrió misteriosa, sin aclararle si lo veía como un defecto o como una virtud.
Casi sin darse cuenta habían llegado al punto exacto que marcaba el kilómetro cero.
—Ya hemos llegado —anunció Efrén mientras intentaba hacerse hueco entre los turistas japoneses que fotografiaban la plaza y señalaba una placa en el suelo—. La verdad es que tiene su mérito que Ismael haya hecho una canción con esto.
—La canción era la banda sonora de una película —explicó, y añadió, frunciendo el ceño—: ¿Es un poco pequeño, no crees?
—¿Qué esperabas encontrar?
Verónica se encogió de hombros.
—Esperaba algo más grande. Una escultura que señalara que desde este punto todos los comienzos son posibles. Después de todo, es aquí donde nacen todas las carreteras del país. Eso debería significar algo.
—Sí —afirmó—significa que eres una romántica. —Unos minutos antes ella lo había tachado de optimista y ahora él hacía lo propio con ella.
Verónica se rio, adivinando su estrategia, y sin dar muestras de interés.
—Tienes razón. Soy una romántica sin remedio, pero tú eres un optimista, también sin remedio.
Y, dicho esto, se dio la vuelta y lo dejó allí plantado, preguntándose si ser optimista era bueno o malo para Verónica.
Cuando la alcanzó todavía seguía preocupado por ese tema y, a juzgar por la sonrisilla satisfecha de ella, estaba claro que no pensaba decírselo en mucho tiempo.