Читать книгу Un beso arriesgado - Deletréame te quiero - Olga Salar - Страница 18
Capítulo 12
ОглавлениеMentiras que esconden verdades, que fingen desdenes y esconden pasión.
Verdades que son de mentira, que muestran ardores y ocultan amor.
EFRÉN VENTURA (CIRCUNSTANCIAS ATENUANTES), Es ley.
Cuando Verónica abrió los ojos supo que iba a tener que enfrentarse a sucesos que no le iban a agradar especialmente. Comenzando por su dolor de cabeza y las náuseas que sentía y terminando por que no estaba sola en la cama de la suite. Ese último descubrimiento hizo que se levantara de golpe. Notó como la tierra había decidido acelerar su curso lo suficiente para que ella se mareara.
De todos modos, haber pasado la noche con Efrén no era su única preocupación. Sentía una molesta picazón en su muñeca derecha. Todavía con el corazón latiéndole a toda prisa en el pecho por encontrarse compartiendo cama con Efrén, se dedicó a darle un repaso a su cuerpo, buscando alguna molestia más que le indicara qué había pasado la noche anterior. Respiró aliviada al no notar nada que se pudiera asociar a una noche de sexo desenfrenado. Parecía que podía estar tranquila, puesto que llevaba puesto el pijama, del revés, cierto, pero, al menos, no estaba desnuda. Una vez que pudo descartar lo que más le preocupaba, centró toda su limitada atención en su muñeca, inopinadamente cubierta con una venda.
Sintiéndose temblorosa y todavía con los recuerdos borrosos, se sentó en la cama, lo más lejos posible de Efrén, y se estrujó las meninges pensando en la razón del dolor y la venda.
Recién levantada, su mente solo llegaba a recordar que, tras terminar de rodar el programa, ella y Efrén habían recorrido Madrid, para terminar cenando en una tasca que Efrén conocía de sus otras visitas. Allí habían charlado y disfrutado de la mutua compañía, pero ni por asomo habían bebido tanto alcohol como para olvidarse de todo.
Como era pronto, habían ido hasta allí con intención de tomar un vermú, y al final la velada se había alargado. Habían cenado y después se dirigieron a una de las discotecas de moda donde, tras el primer cubata, no recordaba nada.
Con intención de darse tiempo para espabilarse e ir recuperando la memoria, se dispuso a quitarse la venda con cuidado. Lo primero fue deshacerse del esparadrapo que la sujetaba y, una vez suelta, le dio tres vueltas a la tela para liberar lo que escondía. Todavía no le había dado la última vuelta cuando se descubrió gritando horrorizada por lo que la gasa dejaba perfectamente a la vista.
Efrén salto como un resorte de la cama, seguramente pensando que el hotel se estaba incendiando o algo similar, a juzgar por los gritos que daba Verónica.
—¿Qué pasa? —preguntó, alzando la voz para que lo escuchara, y arrepintiéndose inmediatamente. Si ya era malo escuchar los gritos de ella, que él mismo los secundara era infinitamente peor para su resacosa cabeza.
Verónica se limitó a levantar el brazo mostrándole la muñeca y lo que había en ella, y fue en ese preciso instante cuando Efrén descubrió que la risa era igual de mala que los gritos para calmar un dolor de cabeza intenso.
—¿Te has tatuado mi nombre? —inquirió, entre sollozos producidos por la risa—. ¿Es una calcomanía, verdad? ¡Por Dios! No me acuerdo de nada y me duele la cabeza, dime que es una calcomanía de esas que se van con agua y jabón.
—Duele un montón. No puede ser de mentira —dijo, alzando la mano para ponérsela casi sobre su nariz—. ¿Cómo me dejaste hacer esto? —preguntó, completamente fuera de sí.
No solo era malo haberse tatuado el nombre de un hombre, uno que ni siquiera era su pareja, lo peor era que estaba en una zona donde era muy difícil ocultarla. Impreso en letras negras y redondeadas, muy femeninas, le ocupaba toda la cara interna de la muñeca.
—¿Yo? Ni siquiera me acuerdo de cómo llegamos a la cama. ¡Espera! ¿Hemos dormido en la misma cama? —inquirió, fijándose de repente en ello.
—No te preocupes. A pesar de lo irresistible que eres he podido contenerme y no te he atacado mientras dormías. ¿Quieres hacer el favor de centrarte? —gritó, molesta por cómo empezaba el día.
—Perdona. Tienes razón —admitió, pero, a pesar de que intentaba mostrarse serio, se notaba que se estaba aguantando las ganas de reír—. Madre mía, Ricitos, te emborrachas y te vuelves completamente loca. Y ¡maldita sea!, ni siquiera me acuerdo.
Ella le lanzó una mirada asesina.
—Mi locura no tiene nada que ver con la bebida. Ahora mismo me están acosando un par de ideas muy locas —dijo, con aire amenazante—. Y estoy muy sobria.
—Tienes razón, perdona. Dame quince minutos para que me dé una ducha y me tome una aspirina y seguro que se me ocurre algo para solucionar tu problema. Uno de los técnicos de sonido de la gira se estaba quitando un tatuaje, lo llamaré y lo solucionaremos.
Verónica asintió con la cabeza. Tenía que intentar relajarse o iba a darle un ataque de ansiedad. A pesar de que necesitaba moverse, se obligó a sentarse en la cama, cerrar los ojos y respirar con normalidad. No supo cuánto tiempo estuvo allí, concentrándose en dejar que el aire entrara y saliera de sus pulmones. El caso es que cuando abrió los ojos se topó con que Efrén se había arrodillado frente a ella y la miraba preocupado.
Había estado tan nerviosa y alterada desde que descubrió su tatuaje que no se había fijado en lo atractivo que estaba Efrén con el pelo despeinado, con una camiseta interior blanca de tirantes, que se ajustaba a sus músculos, y un pantalón gris de pijama. Descalzo y, aunque quisiera disimularlo, muy complacido de sí mismo.
—¿Te das cuenta de que no me acuerdo de nada de lo que hicimos ayer?
—¿Se supone que intentas animarme? —se burló Verónica, al tiempo que seguía con las respiraciones: inspirar, espirar, inspirar, espirar…
—Tienes razón. Ahora no es el mejor momento para hablar de ello. ¿Te encuentras mejor?
La rubia asintió con la cabeza.
—Entonces me voy a la ducha —dijo, levantándose del suelo, pero entonces lo pensó mejor y añadió—, a no ser que prefieras ducharte tú antes.
—No, ve tú primero —concedió. Necesitaba unos instantes para estar sola.
—Perfecto.
Haciendo el menor ruido posible sacó lo que necesitaba del armario y se encaminó al cuarto de baño. Una vez dentro se permitió sonreír. Sí, era una gran putada que Verónica se hubiera tatuado su nombre, pero su ego masculino tenía que salir por algún lado y, aunque lo lamentaba por ella, también le agradaba la idea de que Ricitos de Oro lo llevara en la piel. Al fin y al cabo era lo más justo, ya que él la llevaba a ella, no tan literal, pero para el caso lo mismo era.
Mientras se desvestía se preguntó qué sería lo que habría sucedido para que los dos terminaran durmiendo en la misma cama. Habían acordado ser amigos, pero dormir juntos iba un paso más allá de la amistad. Pensar en ella como amiga le amargó la mañana, ¿por qué narices no le había dicho las cosas claras desde el instante en que empezaron a hablar? Todavía con el pantalón del pijama puesto abrió el agua de la ducha y la dejó correr para que se calentara.
Verónica estaba comenzando a sentirse mejor. Todo tenía solución menos la muerte, y un tatuaje no iba a amargarle el fin de semana. Con su acostumbrado positivismo pensó que, de hecho, hacía más creíble su relación con Efrén. Por lo que, ya puestos, se lo iba a dejar a la vista esa noche cuando cenaran en el Endgame. Todo fuera por el artículo, se dijo.
Estaba a punto de preparar sus cosas para la ducha cuando escuchó a Efrén maldecir a voz en grito. Antes de que pudiera preguntarle si se encontraba bien, salió por la puerta del cuarto de baño como un vendaval, con una diminuta toalla enrollada en la cintura.
Esforzándose por mirarlo a los ojos, apenas dirigió la vista más allá de su cuello.
—¿Te has caído en la bañera? —preguntó, preocupada—. ¿Te encuentras mal?
—Verónica, ¿quieres hacer el favor de mirarme? —pidió, entre divertido y alucinado por el descubrimiento que acababa de hacer.
—Ya lo estoy haciendo. Te estoy mirando.
—Puede, pero no en el lugar adecuado. ¡Mira! —pidió, señalándose el vientre.
Verónica abrió desmesuradamente los ojos al ver allí, escrito con letras romanas: Ricitos de Oro.
Durante una fracción de segundo no supo cómo reaccionar. Estaba sorprendida, sí, pero también le hacía sentir mejor no ser la única con un tatuaje inesperado en el cuerpo. Por otro lado, él se había reído al ver el suyo. «¡Donde las dan las toman!», pensó, sintiéndose mucho mejor que al despertar.
—¡Madre mía! Vas a tener que ser célibe durante mucho tiempo —apuntó, pensando en las sesiones de láser necesarias para borrar semejante obra de arte.
—No puedo creer que pienses en eso ahora —se quejó Efrén, llevándose las manos al pelo y despeinándolo más.
—Solo intento quitarle hierro al asunto.
—Pues no veo que tiene que ver mi tatuaje con el sexo. No pone el nombre de ninguna mujer…
—No, pone «Ricitos de Oro». —Extendió el pulgar, índice y corazón y le dio la vuelta a la muñeca varias veces—. ¿Lo captas?
—Joder, sí.