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Capítulo 13

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Después del despertar que habían sufrido, la mañana llegó tranquila y pausada. Tras el descubrimiento del tatuaje todo parecía banal. ¿Qué importancia podía tener que no recordaran lo que habían hecho, que tuvieran los dos aspecto de estar enfermos o que hubieran compartido la cama? Sobre esto último ambos, secretamente, sí que se lamentaban. Los dos pensaban que era una pena haber caído prácticamente dormidos y no haber sido capaces de disfrutar de la cercanía que les ofrecían dos metros y medio de látex.

Estaban intentando recuperar el color en las mejillas, con un poco de alimento, cuando Efrén habló:

—Es una suerte que seas tan aficionada a las pulseras. Vas a poder tapártelo sin problemas —argumentó, con cierta envidia.

—Lo siento, Efrén, pero no voy a animarte ni a consolarte. Estoy segura de que lo del tatuaje fue idea tuya. A mí nunca se me habría ocurrido algo tan loco —comentó Verónica con una sonrisa velada.

De algún modo el tatuaje ya no le parecía el fin del mundo, y el hecho de que Efrén tuviera uno en el pubis, con el mote cariñoso con el que la había bautizado prácticamente desde que se conocieron, anulaba cualquier depresión que pudiera haberle sobrevenido.

—Muy amable de tu parte. No esperaba menos de ti.

Ella sonrió y le dio un sorbo a su café cargado. Después del drama de la amnesia y los tatuajes, un desayuno de antiácidos y de aspirinas con tostadas era la mejor solución.

De modo que allí estaban, sentados en una mesa para dos en el comedor del hotel, hablando y bromeando como si fueran algo más que dos amigos que compartían habitación y, ocasionalmente, cama.

—Yo no me he quejado tanto, ¿sabes? Y lo mío es peor —contraatacó Verónica.

—¿Peor que tener tatuado Ricitos de Oro en el pubis? Justo encima de mis… Ya sabes. Que no son de oro, por cierto.

Tras la declaración, a punto estuvo la rubia de escupir el café que intentaba tragar. La imagen que tanto se había esforzado por borrar de su mente, volvía a aparecer con insistencia.

—Pues yo creo que es sexy —apuntó con sinceridad, recordando su vientre plano y musculado y el hueco de las caderas. Lo recordó plantado frente a ella cubierto con una diminuta toalla.

Tosió para recuperar la cordura.

Efrén, que no había perdido detalle de su incomodidad, la miró incrédulo e intrigado.

—Lo digo completamente en serio — dijo Verónica adivinando su expresión.

El músico se encogió de hombros.

—Eso es porque te pone ver tu nombre en una zona tan íntima. A cualquiera le sucedería. El problema es que hay pocas Ricitos de Oropor el mundo —bromeó con descaro—. Y tú ya me has puesto la etiqueta de «amigo».

—No me llamo así. No entiendo cómo se te ocurrió.

Se dio cuenta demasiado tarde de lo absurdo de sus quejas porque él estaba riendo. Pero tras el comentario que acababa de lanzarle era misión imposible concentrarse y dar respuestas inteligentes. ¿Que ella le había puesto etiqueta de qué? No pudo retomar el tema porque Efrén ya estaba hablando de otra cosa.

—Tienes un nombre muy largo. Tenía que simplificarlo.

Ella arqueó una ceja.

—Es la excusa más mala que escuchado en mi vida. La gente a la que le parece largo Verónica me llama Vero, no Ricitos de Oro, que es mucho más largo.

Efrén ignoró el comentario y siguió con su lógica.

—Cualquiera puede llamarte Vero, en cambio solo yo te llamo Ricitos.

—¿Tú quién eres, Papá Oso?

—Soy demasiado joven y guapo para ser Papá Oso, obviamente soy el Lobo Feroz.

La inesperada respuesta hizo reír a Verónica, que inmediatamente después se quedó en silencio, absorta en sus propios pensamientos. Era increíble que, a pesar del desastre inminente que era el artículo que no había escrito, de la promesa a Luis de que su hermano aparecería en él y del tatuaje grabado en su piel, que le recordaba lo que no podía tener, todavía fuera capaz de reírse con despreocupación. Efrén hacía que se olvidara de todo lo malo y disfrutara del momento.

Su mente romántica le gritaba que el amor debía ser precisamente eso, compartir con el ser amado una felicidad que trascendiera a la vida y a los conflictos que, por definición, llevaba consigo.

—Ricitos, ¿estás bien?

La voz de Efrén le llegó a través de la penumbra de pensamientos y sensaciones que sabía que tendría que analizar tarde o temprano.

—Sí, perdona. Estaba pensando en que es una pena que no nos acordemos de casi nada de lo que hicimos ayer —improvisó.

—Sinceramente, visto lo visto, es posible que sea lo mejor —bromeó Efrén, intentando animar a Verónica, que de repente parecía abstraída.

—Ni siquiera me acuerdo adónde fuimos después de la discoteca. Parece que empezamos con la fiesta demasiado pronto —se quejó, sintiéndose mal por olvidar uno solo de los momentos que había compartido con él.

—Menos mal que hicimos la entrevista antes de caer KO. La grabaste, ¿verdad? No has perdido la cámara.

—¡La cámara!

De repente las preguntas de Efrén despertaron el recuerdo de Verónica de haber metido la cámara digital en su bolso tras la entrevista en la tasca. Asímismo también recordaba haberse grabado un vídeo en la disco con ella y ponerla de nuevo en su bolso... Su maravillosa cámara con pantalla delantera podría tener las respuestas que andaban buscando. Se habían grabado con ella en la disco y puede que hubiera vuelto a sacarla después y arrojara algo de luz a sus oscuros recuerdos.

Se levantó como un resorte y salió a toda prisa, sin girarse para comprobar si Efrén la seguía.

No fue hasta que se detuvo frente a los ascensores que fue consciente de que, a pesar de haberlo dejado sentado a la mesa, Efrén estaba a su lado.

—Esto da para una canción —murmuró.

—¿Qué parte? ¿La del tatuaje o la de la resaca? —se burló Verónica mientras esperaban que se abrieran las puertas de alguno de los dos ascensores que había a la salida del comedor.

—Este momento, esto de buscar respuestas en una cámara de fotos.

—Totalmente de acuerdo. No hay duda de que el momento es muy poético —siguió bromeando Verónica.

—Nuestra verdad está desnuda frente a nosotros. Mientras, la dejamos hablar sin palabras, ofreciéndonos su propia visión de ti y de mí —improvisó Efrén.

—Eres increíble —murmuró Verónica, tan bajo que Efrén no pudo notar el matiz de su tono.

—Y tú hueles muy bien —respondió él en voz baja. Su respuesta fue casi por instinto, ni siquiera había pretendido halagarla o responder a su comentario.

Ella sonrió con algo parecido a la picardía. Entonces se abrieron por fin las puertas y Verónica entró en el ascensor, ansiosa por ver lo que fuera que estuviera grabado en la tarjeta de memoria de la cámara.

—¿Soy increíble en un sentido malo o bueno? —inquirió Efrén, entrando tras ella.

—¿Perdón?

—Has dicho que soy increíble. Pero no si lo soy en el buen sentido o en el malo —insistió. ¿Qué le pasaba a esa mujer que siempre lo dejaba con la duda? Era demasiado buena eludiendo preguntas incómodas, lo que era cuanto menos inquietante, porque el famoso era él y ella la periodista. Parecía que las tornas se hubieran cambiado.

—Lo que tú prefieras, Efrén —concedió con una sonrisa inocente, saliendo a toda prisa del ascensor camino de la suite—. Siempre lo que tú prefieras.

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