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Capítulo 19

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Verónica no contestaba a sus llamadas y Carla estaba comenzando a desquiciarse. Era una persona demasiado activa como para llevar bien tener días libres. Tras su guardia del viernes al sábado, no tenía que regresar al trabajo hasta esa misma noche, lo que le había dado demasiado tiempo libre para pensar y sentirse culpable.

No solo porque todavía no le había contado a su mejor amiga que estaba tratando a su hermano, sino porque, además, tampoco tenía muy claro cómo decirle que conseguía despertar cada terminación nerviosa de su cuerpo con solo pensar en él.

Por otro lado, no esperaba a Guillem hasta las doce del mediodía, lo que le daba más tiempo libre para preocuparse. De modo que, aburrida de estar en casa y esperar a que Verónica le respondiera al teléfono, cogió el bolso y salió de allí, dispuesta a personarse en el periódico y poner a su prima al día de los últimos acontecimientos.

Guillem estaba empezando a preocuparse. No podía comprender cómo había llegado a fingirse enfermo para acosar a una mujer. Desde el instante en que se topó con Carla en el hospital había sido incapaz de pensar en otra cosa que no fuera ella. Aun sin saber que la exuberante pelirroja y su nueva fisioterapeuta eran la misma persona, había estado arrepintiéndose por no haberla abordado cuando tuvo la oportunidad. El único consuelo de que disponía era pensar que trabajaba allí, a juzgar por la bata blanca que llevaba. Después, cuando había descubierto que su misteriosa pelirroja y su fisioterapeuta eran la misma persona, había pensado que cuando llegara a casa tocaría el Aleluya de Händel como agradecimiento. No obstante, el destino todavía le tenía preparada una nueva sorpresa: Carla no solo era atractiva e interesante, sino que estaba emparentada con Verónica, la hermana a la que no veía desde hacía mucho tiempo. Demasiado.

Suspiró y se levantó de la cama para meterse en la ducha. Quizás, después de todo, había llegado el momento de retomar su relación fraternal con ella. Siendo sincero consigo mismo, no era la primera vez que la idea se le pasaba por la cabeza, el problema era que se sentía tan avergonzado por haberse dejado llevar por el odio de su madre que no sabía cómo reparar lo que el rencor había roto.

Y ahora, además de una hermana y un padre abandonados, tenía que lidiar con el deseo que Carla despertaba en él. Era algo tan primitivo y sexual que dudaba que tuviera algo que ver con el amor. Esclavizaba mucho más que él. Se moría por hundirse en ella, por meterle la lengua en la boca y saborearla. Jamás en su vida había deseado tanto a una mujer y, para colmo de males, le sucedía con una que se pasaba sus buenos cuarentaicinco minutos tocándole sin ningún pudor.

Definitivamente la ducha iba a tener que ser de agua fría, pensó, entrando en ella y abriendo el grifo azul. Si saliera congelada, mejor que mejor.

Carla bajó del metro y cruzó la calle hasta detenerse delante del edificio del periódico. Al tratarse de un edificio comercial el portal siempre estaba abierto, por lo que ni siquiera tuvo que llamar para entrar. Sabiendo perfectamente a dónde encaminar sus pasos se dirigió al ascensor y presionó el botón. En su trayecto en metro había ensayado varias frases con las que confesarle a su prima el lío en que se había visto envuelta:

«Me obliga el juramento hipocrático». Mentira, porque dicho juramento implicaba solo a los médicos, rezaba para que Verónica no lo supiera. «Venía recomendado por mi jefe», algo que además era absolutamente cierto. «Puedo remitirlo a otro compañero si tú quieres…». Llegados a este terreno cruzaba los dedos para que su prima no le pidiera nada semejante, lo que la llevaba al punto más delicado de su discurso: contarle a su mejor amiga que se sentía profundamente atraída por la persona que más daño le había hecho en su vida.

El ascensor llegó tan inoportuno como siempre y Carla tuvo que dejar aparcados sus pensamientos unos instantes. Salió de él todavía sin tener claro cómo debía actuar.

Respiró hondo y llamó al timbre. Escuchó pasos a través de la puerta cerrada y unos segundos después esta se abría y una jovencita le cedía el paso con una sonrisa educada.

—Hola, Carla —saludó Elba, que fue la primera en verla.

—Hola, espero no pillaros mal —comentó, saludando con la mano a su prima quien había alzado la cabeza de la pantalla de su ordenador y la había visto.

Verónica le hizo un gesto para que se acercara, pero tuvo que esperar a que Elba y ella se saludaran.

Cuando las dos mujeres terminaron de hablar Carla recorrió la sala hasta llegar a ella.

—¿Qué haces aquí?

—Te he estado llamando al móvil, pero no me lo has cogido.

Verónica se ruborizó al recordar el motivo por el que había obviado las llamadas de su prima.

—Tengo algo muy importante que contarte.

—Yo también —se adelantó, ansiosa por relatarle todo lo que había dado de sí su fin de semana en Madrid con Efrén.

Durante diez minutos la rubia hizo un monólogo, interrumpido en contadas ocasiones por Carla que quería conocer más detalles de algunas situaciones que estaba escuchando, sobre su nueva relación con Efrén.

—Que quiera ir despacio es toda una declaración de amor —apuntó Carla.

—¿Tú crees?

—Sí. Lo creo. Y hablando de amores… Tengo que decirte algo.

—Verónica —gritó Luis, sentado a su escritorio. Ni siquiera se levantó para acercarse a la puerta.

Nadie se escandalizaba ya por sus gritos. Bueno, quizás Ángela, la becaria, pero ya se acostumbraría.

La aludida dio un respingo en su silla y miró a su prima, sentada enfrente de ella.

—Lo siento, Carla, tengo que ir o seguirá gritando.

—Ve. No te preocupes, seguiremos hablando después.

—Espérame, no tardaré mucho. Y lo que ibas a contarme es importante y yo me he liado a contarte lo mío sin pensar en ti.

La voz de su jefe la interrumpió.

—Ya voy, Luis.

—Tengo un paciente a las doce. Te llamaré. Lo prometo.

—De acuerdo —dijo, levantándose y dirigiéndose al despacho de Luis.

Se quedó en la puerta viendo como su prima se despedía de Elba y se marchaba. Fuera lo que fuera lo que Carla quisiera decirle, era algo lo bastante importante como para que la impasible pelirroja estuviera alterada.

—¿Piensas entrar hoy o mañana?

La recriminación la sacó de su ensimismamiento.

—Perdona, Luis —dijo, entrando y sentándose en una silla frente a él—. Dime para qué me necesitas.

—Error, Vero. Tú me necesitas a mí. Soy yo el que te va a hacer un favor.

—Por supuesto.

El hombre arqueó una ceja mientras decidía si el comentario había sido sarcástico o sincero. Pareció que el veredicto fue positivo porque abrió un cajón de su escritorio y sacó un papel que le tendió a una silenciosa Verónica.

—¿Qué es? —inquirió. En la hojita no había más que un número de teléfono móvil sin nombres ni nada que indicara a quién pertenecía.

—Es el número de teléfono de tu hermano.

—¿Cómo sabes que yo…?

La interrumpió con intención de ahorrarle la incomodidad de confesar que no lo tenía ni sabía cómo conseguirlo.

—Yo lo sé todo.

—¡Gracias!

Hizo un gesto con la mano para restarle importancia al asunto.

—Vete a escribirme el mejor artículo de tu carrera. ¡Anda! —La echó, fingiéndose molesto.

—Eres el mejor jefe del mundo.

Él parpadeó sorprendido antes de poder ocultar que le habían afectado sus palabras.

—Eso ya lo sé.

Con una sonrisa Vero se levantó de la silla y se encaminó a la puerta.

—Oye, Vero, ¿tu prima está soltera? —inquirió Luis con visible incomodidad.

La rubia se tragó una carcajada.

—Sí, ¿por qué?

—Simple curiosidad —se excusó como si la respuesta no le importara lo más mínimo.

Verónica salió del despacho con una sonrisita divertida en los labios. Su prima era una seductora de primera categoría, entonces ¿por qué narices seguía soltera?

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