Читать книгу Banner, historia de una ardilla - Ernest Thompson Seton - Страница 11
ОглавлениеLa primera cosecha de frutos secos
Aquel año, la cosecha de frutos secos fue un fiasco. Los robles rojos solo producen cada dos años y aquel no tocaba. Además, los frutos de los robles blancos los había congelado una helada tardía. Hayas había muy pocas y una plaga acabó con las castañas. Los nogales no habían dado mucho y las dulces jicorias, las mejores de todas, habían sufrido la misma helada que los robles blancos.
Llegó octubre, la época en que se cosechan los frutos secos. Las hojas secas caían al suelo y, de vez en cuando, se oían ruidos sordos que anunciaban la caída de frutos gordos, a veces por sí solos, y a veces porque los cortaban los cosechadores, pues, a pesar de que no se viera ninguna otra ardilla gris por ningún lado, Banner no estaba solo; por la zona también había un par de ardillas rojas y media docena de ardillas listadas buscando los preciados y escasos frutos secos.
Los métodos de las ardillas rojas y de las listadas eran muy diferentes de los que utilizan las ardillas grises. Las listadas llevan lo que obtienen en los carrillos hasta almacenes subterráneos. Por su parte, las ardillas rojas se apresuran con su cargamento hasta árboles huecos que estén bastante alejados y guardan en ellos todo lo que han encontrado a lo largo del día. Las ardillas grises, en cambio, actúan de manera diferente y entierran cada fruto seco en un agujero que excavan en el suelo, a una profundidad de entre ocho y doce centímetros; un fruto en cada agujero. Es un instinto esencial y muy preciso el que regula este plan; es algo que las ardillas grises tienen grabado a fuego. Pero a Banner no le estaba funcionando muy bien. Hasta el hábito heredado más fuerte necesita que algo lo ponga en marcha.
¿Cómo aprende a picotear un pollito? Es cierto que tiene una predisposición muy fuerte a hacerlo, pero está claro que el impulso debe estimularlo la madre, a la que el pequeñuelo debe ver picotear o no lo desarrollará. En una incubadora es necesario tener como líder a un pollito destacado o los pollitos que hay en la madre-máquina morirán, porque no sabrán cómo alimentarse. Aun así, el instinto es tan fuerte que la nimiedad más absoluta lo activará y hará que se haga con el control de la situación; una nimiedad como golpear en el suelo de la incubadora con la punta de un lápiz, rasgará ese velo endeble, romperá la atadura que lo constreñía y dejará que ese instinto salvavidas se exprese.
Como en el caso de estos pollitos, a los que el entrometido ser humano les ha arrebatado ese derecho de nacimiento, Banner estaba ciego al vago deseo de enterrar los frutos secos. Nunca había visto cómo se hacía y el ejemplo de los demás cosechadores de frutos secos de nada le servía; de hecho, le resultaba desconcertante.
Confundido entre el impulso innato y el estímulo de los ejemplos externos, Banner cogía el fruto, le quitaba la vaina y lo escondía en cualquier sitio a todo correr. Algunos frutos los escondía debajo de la maleza, otros debajo de matas de hierba; algunos los enterraba debajo de hojas caídas y les echaba tierra encima; otros, los menos, y ya hacía el final de la cosecha, los escondió en agujeros poco profundos. Sin embargo, al instinto enérgico y bien ideado de enterrar los frutos a una buena profundidad bajo tierra, donde no fuera fácil alcanzarlos, aún le faltaba mucho para despertar, entre otras cosas, por la confusión que le estaba creando ver cómo se comportaban al respecto las ardillas rojas y las listadas que había a su alrededor, que los almacenaban, pero no los enterraban.
Por ello, su recolección fue pobre, corta y, lo que no le robaron otros animales, se lo escondieron los árboles debajo de capas y capas de hojas caídas.
En las alturas, en un viejo roble rojo, Banner había encontrado una rama rota que había dejado entrar las inclemencias del tiempo, lo que había provocado que el árbol se pudriera. La ardilla había ido excavando la madera a base de mordiscos y arañazos hasta que había conseguido una cueva amplia y acogedora, cálida, a prueba de lluvias, vientos y heladas.
Los brillantes y cortantes días de otoño pasaron. Las hojas estaban todas en el suelo, por todo el bosque, embargado por una sequedad ruidosa y una fastuosa abundancia. Los pájaros del verano se habían ido y la ardilla listada, muy sensible a la nueva frescura de las mañanas, fue rindiéndose tranquilamente al primero de noviembre, del que se despidió con un sencillo «adiós» antes de echarse a dormir. Así se apagó una vocecilla más en el bosque y el sentimiento general entre los nerviosos habitantes de los árboles pasó a ser: «¡Chist! ¡Silencio!», mientras se preparaban para la llegada de los tentáculos de un nuevo acontecimiento que consideraban siniestro. Un año más, se encogían, se escondían y esperaban.