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El cortejo de cola argenta

Cola Argenta avanzó ondulando entre las ramas más altas que llevaban al siguiente árbol y de cerca la siguieron los otros dos. Entonces, los machos se encontraron en la rama que había seguido la dama gris y no tardaron en engancharse. Forcejeando como gatos, se clavaron los dientes en los hombros, allí donde la piel es más gruesa y el daño que se podían hacer era menor.

Debido al fragor de la pelea, no prestaban atención al entorno. Sí, se estaban agarrando muy bien el uno al otro, pero se habían olvidado de hacerlo a la rama, por lo que, de pronto, cayeron al abismo.

De haber sido dos gatos, se habrían aferrado el uno al otro con la esperanza de que fuera el otro el que aterrizara debajo. Pero las ardillas se comportan de manera diferente. En cuanto notaron que caían, se separaron de inmediato, extendieron la cola —su paracaídas natural— todo lo que pudieron y aterrizaron sin problemas, lejos el uno del otro y sin que la caída les hubiera pasado la menor factura. Por encima de ellos la dama del torneo los observaba, y los dos fuertes caballeros andantes salieron disparados tronco arriba y volvieron a encontrarse en la estrecha rama, a enzarzarse, a agarrarse y a clavarse aquellos dientes que más bien parecían cinceles. De nuevo fueron imprudentes y de nuevo cayeron del árbol. Volvieron a separarse y uno de ellos aterrizó en tierra firme, pero el otro, el eco, ¡cayó en la parte más profunda del arroyo que por allí corría! En no más de diez latidos de su corazón, sin embargo, la ardilla estaba a salvo en la orilla. En cualquier caso, el agua fría es como un calmante mágico que sofoca todo fuego, ya sea de los que provocan humo, de los del amor o de los de la guerra, y, mojado, el cantante del eco se sentía con un humor muy diferente. Banner, no obstante, subió tronco arriba a toda velocidad, esta vez, en solitario.

Haber superado a un rival es un gran paso hacia la victoria, pero no es la victoria en sí misma. Mientras saltaba de rama en rama, cada vez más cerca de Cola Argenta, Banner se sintió poseído por el salvaje anhelo del amor. El macho la miraba y le parecía encantadora. Sin embargo, ella salió huyendo como si le tuviera miedo y Banner se vio obligado a correr tras ella.

Nadie tiene una manera más bella de trepar que las ardillas, y aquellas dos, a medio salto de distancia la una de la otra, serpenteando, ondulando, ondeando por los más altos tejados del bosque, se parecían a una culebra larga, argentada y sinuosa que destellaba aquí y allí alrededor de los árboles, con una gracia y una seguridad infinitas.

¡Quién diría que Cola Argenta corría tanto como podía y que Banner hacía cuanto estaba en su mano para alcanzarla! Él era fuerte y rápido y sabía que, antes o después, la carrera tocaría a su fin. En un momento dado, ella se enfrentó a él simulando enfado, con gesto amenazador. Banner se acercó un poco más y ella le marcó el cuello con sus propios cinceles. Él se quedó quieto y no se resistió. Ella dejó de apretar con tanta fuerza, pero, claro, ¿acaso no se había rendido él? Se miraron el uno al otro y adoptaron una actitud neutral, solo eso.

Separados por la timidez, pero juntos, fueron de aquí para allá todo el día y comieron cuando era hora de comer. Ahora bien, en todo momento, ella estaba preparada para recordarle a él cuál era la distancia que debía mantener.

Se entendían gracias a innumerables signos y cuando cayó la noche ella entró en un árbol hueco que conocía muy bien y le dejó bien claro que él debía irse a su propia casa.

Al día siguiente, volvieron a encontrarse, y al siguiente, dado que esta es la ley del cortejo en el bosque: el macho ha de ofrecerse en tres ocasiones y en tres ocasiones ha de rechazarlo la que podría acabar convirtiéndose en su pareja. Si el macho pasa esta prueba, la cosa tiene visos de salir bien.

Banner y Cola Argenta, pues, superaron la tradición del bosque y empezaron a buscar un hogar.

Banner, historia de una ardilla

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