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La nueva vida, la vida solitaria

Todo se debió al horror rojo y a que las personas se marcharan. Las vallas y los edificios están bien para algunas cosas, pero los altísimos árboles de las lejanas colinas boscosas empezaban a llamarle y, aunque el capa gris volvió en muchas ocasiones al jardín mientras aún había fruta y al campo en el que estaba el maíz, cada vez pasaba más tiempo entre los árboles y menos en campo abierto.

El otoño acababa de empezar, así que había comida en abundancia y, aunque no tenía a nadie que le dijera qué comer y qué era mejor dejar, tenía dos guías que resultaron más que suficientes: su instinto, la sabiduría que había heredado de sus ancestros; y su fantástico y refinado olfato.

Un día, mientras trepaba a un tocón podrido, sin querer, desprendió un pedazo de corteza y dejó al descubierto tres larvas gordas, redondeadas, jugosas, que avanzaban en fila. Fue el instinto lo que le llevó a cogerlas y el olfato el que justificó que lo hiciera. Lo que no está claro es qué le llevó a desechar la parte de color marrón oscuro que había en uno de los extremos de cada una de ellas. Aquello de que arrancando pedazos de corteza podía encontrar comida deliciosa se le quedó grabado en la memoria.

En otra ocasión, mientras intentaba soltar uno de aquellos pedazos de corteza con la esperanza de encontrar algo de comida, dio con un ciempiés largo de color marrón. El insecto olía a tierra, sí, pero también tenía un olor extraño... y todas aquellas patas y aquellas antenas que levantaba en señal de advertencia... y que resultaban tan asombrosas, tan misteriosas. El olfato no las tenía todas consigo, pero el guardián del instinto le recomendó que no lo tocara. La ardilla se apartó un poco y observó de lejos a aquel ser malvado que soltaba su gas pestilente y se perdía de vista contoneándose como una serpiente. En un instante, Banner había interiorizado una enseñanza típica de los suyos que no olvidó en toda la vida; una enseñanza que, de hecho, pasó a otras ardillas: «Deja en paz a los ciempiés». Al fin y al cabo, ¿no pertenecen a una aterradora raza venenosa?

Cada día iba aprendiendo alguna de las lecciones del bosque. Aprendió, por ejemplo, que las gotas gomosas que salen de las heridas de los abedules dulces son muy ricas y que los paragüitas de color marrón deslavazado que hay en los árboles son indicativo de que hay un pepino blanco en las bodegas que estos tienen bajo tierra; que los panales de las abejas salvajes tienen miel —pero que hay que andarse con cuidado, ¡porque las abejas pican!—. Aprendió que eso pequeño que cuelga de las vides y de las ramitas de otros árboles contiene una criatura con una especie de concha blanda que está deliciosa; que las manzanitas verdes que crecen en los robles no son bellotas, pero que, aun así, son sabrosas; y que, en otoño, casi todos los arbustos se llenan de unas bayas cuya pulpa está riquísima y cuyas semillas interiores son tan dulces como cualquier nuez. Así iba aprendiendo qué comer e iba creciendo y prosperando, porque, aparte de las numerosas ardillas rojas y ardillas listadas, había pocos animales que compitieran con él por los generosos regalos del bosque.

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