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El expósito

Se trataba de un árbol viejo, pero robusto, que se alzaba tieso, alto, en aquel bosque repoblado con ejemplares esbeltos. Los leñadores le habían perdonado la vida porque tenía tantísimos nudos que les resultaría demasiado complicado talarlo. No obstante, los pájaros carpinteros, y una hueste de habitantes del bosque que aprovechan los agujeros del pájaro carpintero para alojarse, hacía años que lo habían elegido como morada. Cada una de las grietas y agujeros del árbol estaban habitados por alguna pintoresca y delicada criatura del bosque. El primero de los agujeros, el más grande de todos, justo por debajo de la primera rama, había alojado a dos familias de pájaros carpinteros, que eran los que le habían dado forma, pero ahora era el hogar de una ardilla gris que acababa de ser madre.

Parecía que la ardilla no tenía pareja porque, desde luego, no se la veía por ningún lado. No hay duda de que los furtivos podrían haber contado una historia al respecto —siempre que hubieran estado dispuestos a admitir, claro está, que salían a cazar en primavera—. Así, la viuda hacía lo que podía para sacar adelante a su familia en aquel árbol viejo y nudoso. Todo había salido bien durante un tiempo, hasta que un día, quizá porque iba con prisa, quebrantó la regla de oro de las ardillas: trepó a su casa directamente en vez de subir a un árbol vecino, saltar después al suyo y descender hasta su hogar desde las ramas superiores. Un joven granjero que la vio no pudo reprimir un gritito de triunfo —gritito que, en realidad, profería su naturaleza cavernícola—. A su lado tenía palos y piedras, y, con la punta de uno de esos palos, ensartó a la ardilla madre mientras el animal intentaba escapar con uno de sus pequeños en la boca. Aquel muchacho no habría gritado más fuerte si lo que hubiera abatido fueran dos enemigos peligrosos. A continuación, trepó por el árbol y no tardó en dar con el agujero en el que aún se encontraban los otros dos pequeños. Se los metió en el bolsillo y descendió. Una vez en el suelo, se dio cuenta de que uno de ellos estaba muerto —pues había perdido la vida aplastado mientras el muchacho bajaba del árbol—. Así pues, solo quedaba una ardilla con vida, porque, de la familia de cuatro, a la inofensiva madre y a dos de las inocentes e indefensas crías las tenía muertas en las manos.

¡¿Por qué?! ¿Qué beneficio le había reportado destruir toda aquella preciada vida silvestre? Ninguno, pero él no lo sabía. Seguro que ni siquiera se había parado a pensarlo. Él, sencillamente, se había rendido al ancestral instinto salvaje de matar cuando se le había presentado la oportunidad. En su descargo hay que decir que, cuando ese instinto quedó implantado en nuestra cabeza, los animales salvajes eran, bien enemigos terribles, bien comida que había que obtener a toda costa.

Pasado el momento de excitación, el muchacho se quedó mirando a la pobre ardillita indefensa, que hacía lo imposible por escapar, y sintió una oleada de remordimiento. No tenía comida para darle, por lo que el animal acabaría muriendo de hambre. Deseó saber dónde había otro agujero de ardillas para dejarla allí. Se encaminó al granero como ido. El maullido de una cría de gato llamó su atención. Se acercó al comedero. Allí estaba la vieja gata con el único gatito que le habían dejado de la camada que había parido hacía dos días. El muchacho se acordó de todos los ratones de campo, ardillas listadas y ardillas grises que había matado aquella vieja cazadora de ojos verdes, lo que le llevó a pensar que daba igual lo que acababa de hacer, porque la gata habría acabado matando y devorando a aquella ardilla huérfana de todos modos.

Entonces, se rindió a un impulso repentino y soltó:

—¡Toma, cómetela!

Tras lo que dejó a la pequeña extraña junto al gatito. La vieja gata la miró, la olió con recelo, le lamió la espalda, la cogió entre los dientes y se la puso debajo de una pata, donde el muchacho se la encontró media hora después, comiendo con su hermano de acogida, mientras la vieja gata, maternal, yacía con la barbilla en alto, con los ojos medio cerrados y ronroneando de felicidad, orgullosa de volver a ser madre. El futuro del expósito estaba asegurado.

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