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El sueño frío

Al día siguiente hubo una gran tormenta de nieve y Banner no sabía si el sol había salido o no, así que se quedó en su nido y se dejó llevar por esa ancestral manera que tienen los suyos de pasar el tiempo, que consiste en acurrucarse y dormir; un sueño que se vuelve más profundo con el frío. En parte, este es un sueño deliberado. El animal se deja caer en él de forma voluntaria, pues sabe que la vida exterior ha dejado de resultar atractiva. Él mismo, por propia voluntad, se induce el sueño frío, que es como un capítulo dedicado al olvido, en el que uno carece de hambre o de deseo y, después del cual, no siente arrepentimiento o remordimientos de ningún tipo.

La tormenta duró dos días y, cuando los copos blancos dejaron de apilarse sobre árboles y colinas, empezaron a soplar cortantes ráfagas de viento que levantaban caballos de nieve que recorrían los campos e iban amontonándose junto a las cercas.

Aquello ocultaba la Madre Tierra de los hambrientos ojos de las ardillas, lo que les complicaba la vida; aunque, en cierta manera, el viento les resultaba de utilidad, porque desproveía de nieve los brazos de los árboles, que sirven de puente a sus habitantes.

Durante dos días, la ventisca no dejó de sisear. El tercero hizo mucho frío. El cuarto, Banner decidió echar una ojeada a aquel mundo blanco y cambiado. El viento, una maldición para la vida salvaje que habita los árboles, había cesado y el cielo estaba despejado y brillaba el sol, aunque débil e inseguro, tanto que no producía entusiasmo alguno en el capa gris. De hecho, la ardilla no entonó su saludo al sol ni una sola vez. A medida que avanzaba, Banner se sentía agarrotado y somnoliento, y con un poco de hambre, que fue en aumento con el mero ejercicio de moverse. Si hubiera sido capaz de pensar de manera racional, habría exclamado: «¡Menos mal que el viento ha quitado la nieve de las ramas!». La ardilla galopó por las ramas y saltó de una a otra hasta que un amplio espacio entre las copas de dos árboles la obligó a descender. Una vez abajo, fue a saltos por el extenso suelo del bosque, cubierto ahora por una brillante alfombra blanca, hacia su amada zona de nogales y pacanas. Las piñas de los pinos proporcionan comida, igual que los botones de los olmos y los botones floridos del arce. Las bellotas rojas son amargas, pero se pueden comer, las blancas son mucho mejores y las castañas y los hayucos son deliciosos; ahora bien, con lo que uno se da un festín digno de reyes es con los dulces frutos de las grandes jicorias, aunque tienen una cáscara tan dura que solo los dientes más fuertes, los mejores cinceles, son capaces de abrirlos. Son unos frutos tan deseados que la naturaleza los encierra en una fortísima caja de piedra y los envuelve en un cuero grueso. Son tan apreciados que ninguno de ellos escapa de las hambrientas criaturas del bosque en invierno, excepto los que hayan sido capaces de esconderse para pasar la mencionada época. Banner buscó por toda la superficie nevada, por entre los árboles de ramas desnudas, olisqueando, oliendo, alerta ante la aparición del más leve olorcillo a comida.

Un perro no habría sido capaz de dar con ella, pero es que su nariz está entrenada para localizar otras presas. Banner se detuvo, movió a uno y otro lado su hábil «varita de adivinación», avanzó dando unos pocos saltitos, se movió hacia aquí, luego hacia allá y, entonces, poseído por el más seductor de los olores, empezó a excavar más y más profundamente en la nieve.

La ardilla desapareció enseguida de la vista, porque allí la nieve había alcanzado una altura de casi sesenta centímetros. Banner, sin embargo, siguió cavando, con las patas traseras en un momento dado, que empezaron a lanzar sobre la blanca nieve hojas marrones primero y marga negra después. En un momento dado, no se veía nada excepto su cola y pedazos de hojas mohosas. Maravillado por el dulce aroma, cada vez más fuerte, excavó la tierra congelada hasta que le cupo el brazo entero. Por fin, consiguió la gorda nuez pacana y la cogió con los dientes. Era una de las que él mismo había enterrado. Luego, con la cola ondulada, subió hasta una rama que crecía a la altura de una persona, donde se sintió a salvo, y serró la cáscara del fruto con suma habilidad, tras lo cual se dio un banquete con la comida que más gusta a las ardillas grises de entre todas las que tienen a su alcance.

Una segunda búsqueda del tesoro le llevó a otro fruto, comió después una bellota, visitó una fuente que nunca se helaba para saciar la sed, y más tarde regresó ondulando por entre los árboles, por encima de la nieve, a su acogedor castillo del roble.

Banner, historia de una ardilla

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