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Toca mover a los pequeñuelos

Era muy pronto por la mañana, justo después de que hubiera salido el sol, cuando decidieron correr el riesgo de mover a los pequeños. Cola Argenta los había alimentado y había mirado por aquí y por allí, se había marchado, había vuelto y de nuevo había mirado por todos lados. Luego, había cogido por los pliegues del cuello al más próximo y se había acercado a la puerta. De pronto, en el bosque se oyó un gran estruendo. Cola Argenta se retiró, dejó al pequeño donde estaba antes y asomó la cabeza. El ruido fue en aumento, como el pisar de criaturas muy pesadas. La ardillita se echó hacia atrás hasta que tan solo le asomaba el morro y observó. En su campo de visión no tardaron en aparecer una suerte de criaturas enormes, rojas y blancas y con cuernos. No era la primera vez que las veía, de hecho, las había visto a menudo y las consideraba inofensivas. Pero ¿por qué se movían tan rápido? También se oían otros ruidos, no tan estruendosos... pero, ¡oh, qué peligrosos eran los dos que seguían y dirigían la manada!... un chico con un sombrero de estopa y un perro con la capa amarilla. Aquellos dos, que estaban en guerra constante con los inofensivos habitantes del bosque, dejaban siempre tras de sí un rastro de cadáveres, pues sus armas eran tan letales como sus deseos. De modo que Cola Argenta se metió en su guarida, se colocó sobre los pequeños y pasó de madre adorable a guardiana violenta preparada para arañar con las patas de atrás, o para morder algo pequeño y brillante que reptase por entre la cama o entre el pelo de alguno de los chiquillos.

El sol ya estaba por encima de los árboles y el arrendajo azul no dejaba de cantar: «¡Turrut-el-turrut-el!», que significa: «todo despejado». El halcón rojo cantor, por su lado, hacía grandes picados al ritmo de sus propias notas, «¡Kyo, kyo, kyooo!». El ave volaba en círculos y se regocijaba no solo de cómo cantaba, sino de cómo volaba.

«¡Todo despejado! ¡Todo en orden!», cantaban el cuervo y el arrendajo azul, siempre alerta por fuerza porque, dada su manera de hacer, dadas sus rapiñas constantes, habían llenado su mundo de enemigos. Cola Argenta se preparó una segunda vez para el peligroso viaje. Cogió al bebé que más cerca tenía, con cuidado pero con firmeza, fue hasta la puerta y se detuvo a escuchar y a observar. Luego, pegó un salto y echó a correr tronco abajo. Una vez en el suelo, hizo una nueva pausa, miró adelante y atrás, miró el viejo nido... y vio que su pareja entraba en él y salía con otro de los pequeños en la boca como si supiera a la perfección qué era lo que estaba haciendo y hasta qué punto era necesaria su ayuda. Ella, sin embargo, dio media vuelta, subió tronco arriba y, enfadada, justo delante de Banner, le soltó un «¡Quar!» mientras sacudía innecesariamente al pequeñuelo que llevaba en la boca. Enfadada no, iracunda: «¡Quar, quar, quar!», y le saltó encima. El macho era incapaz de entender qué estaba pasando, así que dejó el cachorro a salvo en una horqueta ancha y se volvió a toda prisa para mirarla con inconmensurable sorpresa. «¡Pero ¿no era esto lo que querías, cabezota?!», parecía que le dijera. «¡¿Acaso no habíamos planeado cambiar a los niños de nido?!». La única respuesta de ella fue un siseo, seguido de otro «¡Quar!». A continuación, se acercó al pequeño que el padre había dejado en la horqueta, hizo uno o dos intentos vanos por cogerlo en la boca —ya llevaba un cachorro en ella—, corrió a su antiguo hogar con su carga, la dejó y volvió corriendo a por el segundo, lo cogió, se lo llevó también a casa y le soltó a Banner un colérico y largo «¡Quaaaaaar!» de advertencia que significaba: «¡Deja a los chiquillos en paz! ¡No necesito tu ayuda! ¡No confío en ti! ¡Esto es cosa de madres!».

Cola Argenta se quedó un rato en el nido y empolló a sus crías durante un momento antes de hacer un tercer intento, precipitado por las cosquillas que le hacían los bichitos que había en la cama. La ardillita se asomó y vio a Banner en un alto, desconcertado por no poder más. Le soltó un «¡Quar!» de advertencia, cogió al más cercano de los pequeñuelos por tercera vez y salió corriendo para ver si empezaba con la importante migración de una vez.

El bosque estaba en silencio excepto por aquellos más felices que viven en él y la ardilla, a mitad de camino de su nuevo hogar, subió a una rama alta y gruesa y dejó su carga en ella. ¿Fueron las irritantes cosquillas de algún bicho lo que la impulsó a hacerlo o fue debido a la sabiduría que albergaba en los lóbulos que había detrás de aquellos ojos líquidos? Aunque es imposible saberlo, lo que está claro es que empezó a revisar a aquel cachorrillo de pies a cabeza. La madre dio caza e hizo añicos con sus dientes a una decena de aquellos bichitos que se habían convertido en una plaga. Después, ella misma se rascó y buscó por entre su pelo, de pies a cabeza, en el cuello, allí, incluso, donde no alcanzaba a verse, se peinó y se peinó, hasta que estuvo segura de que ninguno de aquellos insectos que los incordiaban, que les hacían cosquillas, llegaba con ellos al nuevo hogar. Luego, volvió a coger al bebé por el cuello y reemprendió la marcha y, en diez saltos, lo había tendido en su nueva y fragante cama.

Durante un rato, la madre se acurrucó allí con él, para que el pequeño se acostumbrase a aquel nuevo hogar, «para engañarle», como acostumbran a decir los leñadores. Luego, le dio un lametón en la cabeza y dejó el nido a toda prisa para ir en busca del resto de la camada.

Banner había entendido la advertencia y seguía sentado en el mismo sitio de antes, observando, pero sin intención alguna de acercarse siquiera a la vieja guarida.

Cola Argenta llegó, cogió al segundo de los pequeñuelos e hizo lo mismo con él, incluso lo de despiojarlo a mitad de camino, en la misma rama, tras lo cual lo dejó con el primero. Con el tercero hizo exactamente lo mismo y, entonces, se acurrucó con los tres y allí se quedó, en el nuevo y alto nido.

En un momento dado, Banner, después de haber estado esperando y observando con suma paciencia, al ver que su pareja no regresaba se acercó a la vieja casa y se dio cuenta de que estaba vacía, fría, abandonada.

El capa gris se sentó y se puso a pensar en aquello. Entonces decidió ir a asearse a una rama alta y soleada, que es donde suelen hacerlo las ardillas sanas, y capturó todos los bichitos —uno o dos— que se le habían subido en el viejo nido. Bebió de la fuente, salió en busca de algo de alimento y, después, se acercó al nuevo hogar y, con cautela, tímidamente, con miedo a recibir un bufido, entró. Sí, allí estaban. Ahora bien, ¿lo aceptaría ella? Banner soltó su grave, suave y convincente «Er-er-er-er», que sirve para expresar toda la gentileza y dulzura que las ardillas son capaces de sentir. No hubo respuesta. Banner no se movió, pero soltó un nuevo y persuasivo «Er-er-er». Después de una larga pausa, la forma peluda que había en lo alto de la nidada soltó un suave «Er» y Banner, sin reservas, se deslizó adentró y se acurrucó junto a su familia.

Banner, historia de una ardilla

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