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El canto al sol de banner

El sol se elevaba entre una niebla rosada y las ramas más altas, brillantes por el rocío, mientras por el verdeante bosque se extendía un sonoro «¡Cua, cua, cua, cuaaaaaa!». Como si se tratara del sumo sacerdote del sol, subido a lo más alto del templo, Banner se dejaba llevar por una necesidad recién nacida. Ahora que era una ardilla gris salvaje y madura, la llamada de la naturaleza se había apoderado de él y vitoreaba hacia el glorioso este con un «¡Cua, cua, cua, cuaaaaaa!» cada vez más largo.

Corría la estación de los días más cortos, pero aún no había nieve que cubriera la tierra marrón. Quedaban ya pocos de los alegres pájaros veraniegos. El cuervo, el trepador, el carbonero y el pájaro carpintero verde eran los únicos que seguían por allí, lo que se debía a que el mordisco del frío no era aún lo bastante agudo como para que atendiesen la llamada del calor. Sin embargo, a Banner, que ya era una gran ardilla gris, le encantaba aquella luz, al parecer debido a lo tarde que llegaba. La ardilla no dejaba de cantar aquel «¡Cua, cua, cua, cuaaaaaa!» que, en el lenguaje del ser humano, equivaldría a un «¡Hip, hip, hurra!».

Banner se había levantado de la cama que tenía en el roble vaciado para saludar al sol. En ese momento, la ardilla estaba llena de vida, de una vida vigorosa, y aquella vida le gustaba más y más cada día que pasaba. «¡Cua, cua, cua, cuaaaaaa!», cantaba una y otra vez. El carbonero dejó de buscar insectos durante un momento, levantó la cabeza y gritó: «¡Yo también!». El trepador, con la cabeza baja y la cola alta, respondió con un tono grave y nasal: «¡Escuchad! ¡Escuchad!». Hasta el malhumorado cuervo se unió por fin con un: «¡Cra, cra, cra!». El carpintero verde, por su lado, contribuyó con un largo tamborileo.

«¡Hip, hip, hurra!», gritaba Banner mientras aquella gloria bendita iba elevándose por encima de los árboles del este y el mundo quedaba inundado por la sonrisa dorada del dios sol.

La ardilla había cantado, exultante, una veintena de veces aquella tonada y se había adecentado la cola en otras tantas ocasiones cuando, de pronto, a lo lejos, entre los sonidos de los pájaros, oyó un grave «¡Cua, cuaaa!». ¡Era la voz de otra ardilla gris!

Los suyos eran muy escasos en la zona de Jersey y, además, que se tratara de otra ardilla gris no significaba que fuera a ser amistosa, pero gracias a su fino oído, Banner percibió en aquel lejano «¡Cua, cuaaa!» unas modulaciones delicadas, que el canto era un poquito más suave que el suyo, un poco más agudo y que estaba mejor entonado, y enseguida tuvo claro que se trataba de una ardilla gris y que el animal no tenía nada en contra de él. No obstante, la lejana voz no volvió a responder, así que Banner se dispuso a ir en busca de su desayuno.

El roble en el que había dormido esa noche no era sino una de la decena de camas que tenía por aquel entonces. Era un roble rojo, así que sus bellotas eran de mala calidad y además se alzaba en el linde del bosque. Los mejores comederos estaban lejos de allí, pero conocía el camino muy bien. Aunque Banner se sentía muy cómodo en los árboles, descendía al suelo cuando tenía que recorrer largas distancias. La ardilla bajó por el amplio tronco, corrió por campo abierto hasta un tocón, hizo una pausa en él para ahuecarse la cola y mirar en derredor, dio unos saltitos hasta una valla, la recorrió dando saltos de unos treinta centímetros hasta que llegó a un hueco y pegó un gran salto volador a través del mismo. Se enorgulleció de aquel salto de casi dos metros y recordó que, no hacía tanto, se dejaba caer sin ninguna gracia y caminaba para ir de un árbol a otro. Se dirigía al roble blanco, que estaba en el bosque de nogales y pacanas cuando, de pronto, su excelente olfato le avisó de que había una enorme bellota roja debajo de unas hojas. Se acercó, escarbó en su busca y la olió... ¡Estaba buena! Le quitó la cáscara y, allí dentro, instalada sin pudor, encontró una larva blanca y bien gorda que iba a estar tan rica como el fruto... ¡o más! De modo que Banner empezó desayunando larva y bellota. Luego olisqueó el aire en busca de las nueces y de las pacanas que tenía ocultas, aunque eran pocas. Aún no había encontrado ninguna cuando una serie de ruidos cada vez más fuertes anunciaron la llegada de una de las maldiciones de las criaturas de los bosques, uno de esos perros de caza que deciden ignorar las órdenes de su dueño. Un gran estrépito por entre las hojas secas y la maleza, ladridos ruidosos, estupidez mayúscula cada vez que daba con un rastro que le parecía ligeramente fresco. Banner se acercó en silencio a un olmo cercano para poner el tronco entre la bestia y él. Del olmo saltó a un tilo y acabó el desayuno con unos botones de tila. Sin quitar ojo a la bestia, trepó hasta una plataforma que había construido hacía cosa de un mes y allí se tumbó a holgazanear, al sol, pero alerta ante los movimientos del agitador que andaba por allí abajo.

El gigantesco bruto acechaba hacia adelante y hacia atrás y no tardó en dar con el rastro de Banner olmo arriba y en ponerse a ladrar. Ahora bien, estaba ladrando al árbol equivocado y acabó dándose por vencido y marchándose. La ardilla lo observaba divertida en cierto modo y, después de un rato, bajó a toda prisa por el tronco y salió corriendo por entre los árboles como un corcho corriente abajo.

Regresaba a casa por una ruta que le resultaba familiar, por el suelo, dando saltos, haciendo pausas cada vez que llegaba a una atalaya, cuando, de repente, sonó la alarma... Se trataba de otro perro que se acercaba, husmeando y ladrando, y de un cazador, que andaba algo más lejos. Banner se acercó al árbol alto más cercano y trepó por él, siempre poniendo el tronco entre el peligro y él. El perro, uno de esos que huelen las ardillas a distancia, no tardó en llegar y en dar con su rastro. Se puso a ladrar. En lo alto del árbol había un nido de ardilla, una plataforma que Banner había utilizado en algunas ocasiones y que había construido en parte, y decidió estirarse en él y mirar por el borde al bruto que había abajo. El perro no dejaba de ladrar tronco arriba y estaba muy claro qué era lo que quería decir con aquello: «¡Ardilla! ¡Ardilla! ¡Allí arriba!». Cuando llegó el cazador, estiró tanto el cuello que a punto estuvo de darle un calambre, pero no vio nada a lo que dispararle. A continuación hizo lo que algunos cazadores suelen hacer a veces: disparar al primer nido que ven. De no ser porque este tenía algunas ramas fuertes y descansaba en una gran horca, la aventura podría haber acabado muy mal para Banner. La madera se llevó la peor parte, sí, pero algo atravesó la punta de la oreja de la ardilla, como una picadura. Aquello le dolió y le asustó, e hizo que se dividiera entre el impulso de salir huyendo en busca de refugio o el instinto de quedarse tumbado, quieto. Por suerte, decidió hacer lo segundo y el cazador se marchó, dejando tras de sí una ardilla más sabia en varios sentidos, puesto que ahora Banner sabía lo peligrosos que eran los nidos cuando llegaban los cazadores, y lo inteligente que era permanecer quieto cuando no tenía muy claro qué hacer.

Banner, historia de una ardilla

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