Читать книгу Banner, historia de una ardilla - Ernest Thompson Seton - Страница 23
ОглавлениеEl nuevo hogar
Ahora, para alimentarse, Cola Argenta dejaba a los pequeños solos dos veces al día, una de ellas en cuanto había salido el sol y la otra antes de que se escondiera. En la salida de la mañana aprovechaba para buscar una nueva casa y Banner la acompañaba. Una vez más, el capa gris ofreció a su pareja el confortable hogar que tenía en el roble rojo, pero hay un derecho que está muy interiorizado en la costumbre, en la lógica y en el instinto femenino, que es el privilegio de seleccionar, preparar y gobernar el hogar. Cada una de las sugerencias de él parecía digna de risa o, si Cola Argenta le prestaba atención y se acercaba a ver, siempre acababa respondiendo con desdén. Ella iba eligiendo este o aquel lugar y, por raro que parezca, acabó quedándose con un sencillo nido de ramas que había hecho un halcón de alas grandes, abandonado por aquel entonces porque el halcón, junto con su pareja de garras largas, estaba atado al granero.
Las tormentas de invierno y el sol habían purgado y purificado la irregular y vieja casa colgante, que estaba en lo más alto de un árbol imposible de escalar, escondido en el bosque, y fue allí donde Cola Argenta dejó de buscar. La ardilla recorrió el nido, lo rodeó, trepó al árbol por aquí y por allí, lo olisqueó para dar con las marcas de sus antiguos ocupantes, en busca del almizcle, de los mordiscos... —si es que de eso había allí—, de todas esa marcas, en definitiva, que le indicaran si el sitio volvía a estar ocupado o no. Pero no, allí no había marca alguna. El lugar estaba inmaculado y lo único que había en él era el olor limpio y dulce del bosque y de la madera.
Y así es como Cola Argenta tomó posesión del nido. La ardillita se frotó por todo el borde del mismo, mordisqueó las ramitas salientes para igualarlas con el resto y subió y bajó del árbol por aquí y por allí para dejar el olor de sus piececitos y de su cuerpo por todos lados. A continuación, cogió un gran bocado de ramitas de primavera, con sus hojas verdes y suaves, y revistió el suelo del nido con ellas.
Luego, se alejó un poco y encontró un sasafrás, con su glorioso y fuerte olor a incienso, la fragancia de la pureza, y, embargada por la alegría, la ardilla recogió montones de las dulces y fuertes ramitas del árbol y, de vuelta en el nido, las extendió por el suelo a modo de alfombra, de estera. Banner decidió hacer lo mismo que ella y, durante un tiempo, trabajaron en armonía. Poco después, no obstante, sonó una nota dura y desafinada.
Un día, mientras cruzaba el bosque, Banner encontró un trapo, un mitón, que algún leñador de invierno había abandonado y, obsesionado aún con la decoración de su hogar cuando era pequeño, cuando había sido un gato en la granja, lo cogió emocionado y lo llevó al nido que estaban construyendo. Pero ¿qué le dijo Cola Argenta cuando apareció con aquella tela endiablada? La ardilla no sabía qué había sucedido en la malhadada casa anterior, era incapaz de encontrarle la lógica a lo que había pasado; es decir, no podía decirle a Banner: «Había algo en ella que traía mala suerte y, para mí, esa tela desgarrada también nos la va a traer». Sin embargo, tuvo una reacción muy extraña: «El olor del otro nido era como el de esta tela y es un olor que me trae muy malos recuerdos. No lo quiero aquí». Su instinto, la sabiduría heredada de sus ancestros, respaldaba aquel punto de vista y, cuanto más olía aquel olor, más hostilidad le inspiraba, una hostilidad que en el otro nido había quedado en cierto modo amortiguada por el aroma de su querida camada, pero allí, donde resultaba de lo más extraño y hostil, no era lo mismo. A Cola Argenta se le erizó el pelo del cuello, empezó a temblarle un poco la cola y, actuando de acuerdo con aquel novedoso impulso de desagrado violento, lanzó la tela maldita tan lejos como pudo de su nido. El mitón se estrelló contra el suelo y Banner, que no entendía muy bien lo que había pasado, consideró que había sido un accidente, así que bajó a toda prisa, cogió el mitón hecho jirones y lo subió de nuevo a la casa. Pero el instinto de Cola Argenta, aunque hubiera tardado en despertar, era ahora dominante en la ardilla que, enfadada, le echó la bronca y lanzó el trapo sucio, una vez más, tan lejos como pudo. Después, soltó un resoplido con el que dejó claro que «no vamos a tener ese tipo de cosas en casa».
Así de extenuante fue la construcción del nuevo nido y estos no fueron sino algunos de los incidentes y de los pensamientos incomprensibles que la rigieron.
La pareja acabó el nido en tres días. Por encima de todo lo demás, las ardillas dispusieron una tejavana de hojas frescas y planas para protegerse de la lluvia, y, además, revistieron el nido de corteza de cedro mordida, pusieron sasafrás aromático en abundancia y tuvieron una o dos peleíllas más debido a un par de telas que Banner siguió trayendo. Al final, cuando acabaron el nido, puro y dulce, emanaba de él un olor consagrado a cedro y a sasafrás que mantendría alejadas todas las plagas y sería su ángel guardián.