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El hogar en la alta pacana

Banner estaba muy satisfecho con la casa que tenía en el roble rojo y había dado por hecho que llevaría allí a su prometida. Pero no había tenido en cuenta un detalle importante —es decir, cierta ley—, aunque ello se debía, únicamente, a que nadie se lo había explicado: en el bosque, son las féminas las que tienen toda la autoridad en asuntos del hogar, y durante la luna de miel ningún macho se atreverá siquiera a poner en duda el derecho de ella a gobernar.

De modo que la guarida del roble rojo quedó abandonada y la búsqueda entre los nogales y las pacanas no tardó en dar sus frutos. Un pájaro carpintero había hecho un agujero en lo alto de una pacana, en el tronco, allí donde este ya estaba muerto. Una vez superada la corteza exterior, la madera interior estaba podrida, por lo que al pájaro carpintero le había resultado muy sencillo trabajarla, y también lo iba a ser para las ardillas grises. La pareja se entregó, pues, a la faena de agujerear la blanda madera podrida hasta que la cámara resultó de su agrado, mucho más grande de lo que la habría hecho el pájaro carpintero.

La luna del gusano, la de marzo, se la pasaron construyendo el hogar y revistiéndolo. Tiras de corteza, agujas de pino, pedazos de plantas que habían desafiado al viento y a la nieve, trozos de tela que los leñadores de invierno habían dejado atrás, plumas, algodón y ramitas de tilo —muchas, con sus botones y todo—, y algo de olmo, además de una o dos bellotas gordas de la cosecha del año anterior —sí, Cola Argenta no había sido capaz de resistirse al impulso—, que la hembra escondió en lo más profundo del revestimiento del nido. No hay momento más feliz para los vigorosos animales salvajes que cuando trabajan codo con codo con su pareja para construir su nidito de amor. Su día a día se llena de alegría, el tiempo mejora, la caza es buena, hay comida suficiente y el instinto se apodera de ellos sin piedad, sin medida, pero de forma gratificante y sana. Banner era feliz y, desde lo alto de su nuevo hogar, recibía cada uno de los amarillos soles con el más potente de sus cantos. Sus «¡Cua, cua, cuaaas!» llegaban muy lejos y sus vibrantes notas expresaban la felicidad que estaba viviendo, lo que, en sí mismo, intensificaba aquel sentimiento. Parecía que nada pudiera acabar con aquello. Hasta las nieves de marzo resultaban una nimiedad; no marcaban sino hitos en aquella felicidad que embargaba a las dos ardillas.

Banner, historia de una ardilla

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