Читать книгу Banner, historia de una ardilla - Ernest Thompson Seton - Страница 26

Оглавление

Los jóvenes y la guardería

Las ardillas no ponen nombre a sus crías tal y como hacemos nosotros, no piensan en ellas por un nombre, pero aun así cada una de ellas tiene algo que la distingue de las otras —el aspecto, la manera de comportarse—, en especial para la madre, lo que, en cierta manera, es como tener nombre. Así, la más grande de las tres tenía la cabeza de un marrón muy oscuro y el resto del cuerpo muy gris. Era más fuerte que sus dos hermanos, saltaba algo más lejos que ellos y no estaba tan dispuesta a morder cuando jugaba. El segundo hermano no era tan grande como Cabezamarrón y tendía a rebelarse a las primeras de cambio ante cualquier situación que no le gustase. Acostumbraba a soltar un chillido, un explosivo e impaciente «¡Cray!», que es una conocida exclamación entre ardillas, solo que él la soltaba molesto, enfadado. Hasta a su padre y a su madre les chillaba «¡Cray!» cada vez que hacían algo que no era de su agrado. La tercera de las ardillas, la más pequeña de todas, era una mujercita muy tímida y muy dulce. Le encantaba que la acariciaran y a menudo se acurrucaba junto a su madre y gimoteaba «Nyek, nyek»; lo hacía incluso cuando sus hermanos estaban jugando o cuando era la hora de comer.

Así que ellos mismos se habían puesto nombre: Cabezamarrón, Cray y Nyek-nyek.

La primera lección que aprenden todos los seres salvajes es: «Haz lo que se te dice». El castigo por desobedecer acostumbra a ser la muerte, no siempre inmediata, no siempre como clara consecuencia de haber desobedecido, pero, antes o después, acontece. Esta es la ley que se ha instaurado en los hogares después de años de experiencia: «Si no obedeces, mueres».

Si la familia está repantigada al sol y la madre, con su aguda vista, ve un halcón y exclama: «¡Chik, chik!», las crías más inteligentes entrarán en casa. Es decir: obedecen y sobreviven. Las rebeldes se quedan fuera y el halcón desciende y se da un magnífico banquete con ellas.

Si la familia está trepando por un árbol y uno de sus integrantes intenta subir por una zona lisa porque en esa parte del tronco no hay corteza, la madre grita «¡Chik, chik!» para advertirle de que corre peligro. El obediente volverá con los suyos y sobrevivirá, pero el rebelde seguirá adelante y, claro, como en esa parte del tronco no hay dónde agarrarse, caerá al suelo y pagará el precio debido.

Si a uno lo están alejando de una zona peligrosa, conflictiva, y se deja llevar a peso muerto, si se comporta de forma sumisa en la boca de su madre, esta pronto lo dejará en un sitio en el que esté a salvo. En cambio, aquel que forcejee, que se rebele, podría acabar cortándose con los dientes de su madre o haciendo que esta lo suelte y que alguno de los enemigos que anden cerca lo atrape. En el mundo animal siempre hay quienes están alerta para aprovechar ocasiones así. O si la cría se acerca a beber a la fuente de la familia y no ve lo que su madre ve, una serpiente negra al acecho en una rama, o no presta atención a su agudo: «¡Ten cuidado!», beberá, sí, pero será la última vez que lo haga.

Si una de las crías, confundida por su color brillante, se empeña en comer y comer el fruto de la letal belladona e ignora el «¡Quar, quar!» de advertencia de su madre, comerá, sí, pero al día siguiente su madre tirará su cadáver desde el nido y, en el suelo, las plantas, que con sus hojas la esconderán de la vista, irán reclamándola poco a poco, con gentileza.

Sí, así es la ley, más antigua que el día en que el sol dio a luz a la Tierra. Y, aunque el astro rey dejó que nuestro planeta siguiera su propio camino, le recomendó que se atuviera a la ley: «Obedece y vivirás, rebélate y morirás».

Banner, historia de una ardilla

Подняться наверх