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2. LOS PRIMEROS OBJETIVOS COMUNITARIOS PRÁCTICAMENTE CUMPLIDOS, AUNQUE NO EN TODAS SUS DIMENSIONES (ESPAÑA HA CONTRIBUIDO HACIENDO SUS DEBERES CON ÉXITO)

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Con una sorprendente facilidad la UE ha logrado cumplir los objetivos propuestos en la producción de energía renovable y en su penetración sobre el consumo de energía eléctrica, incrementando sucesivamente las cuotas de renovables. En 2019, último año del que se tienen datos confirmados, la cuota de energía limpia fue del 19,7%, cuando para 2020 el objetivo era el 20%, teniendo en cuenta que la Directiva de 2001 citada fijaba un 14% que se aumentó al 20% por la Directiva 2009/28. Aun con notorias desigualdades entre Estados20, la trayectoria seguida por España, en este extremo, no deja de ser admirable, pues ha dado cumplimiento a las exigencias impuestas en cada momento por el Derecho comunitario. Así, en nuestro país el Plan de Fomento de las Energías Renovables (PFER), de 1999, establecería aquel objetivo de crecimiento para cubrir al menos el 12% del consumo de energía primaria en el año 2010, compromiso que mantendría el Plan de Energías Renovables (PER) 2005-2010 que incorporaba los otros dos objetivos comunitarios indicativos de lograr el 29,4% de generación eléctrica con renovables y 5,75% de biocarburantes en transporte para 2010. Objetivos que, se alcanzaron, en esos dos requerimientos respecto a las renovables. Otro tanto, aunque este extremo no sea aún definitivo por falta de confirmación oficial, de acuerdo con el Plan de Energías Renovables (PER) 2011-2020, que contempla que esas fuentes representen en 2020 un 20,8% del consumo final bruto de energía en España, lo que supone un consumo de esas energías de un 39% sobre el total del consumo eléctrico21.

Esas cuotas parecen modestas, teniendo en cuenta el actual marco normativo comunitario (formado por la Directiva (UE) 2018/2001, del Parlamento Europeo y del Consejo, de 11 de diciembre, relativa al fomento del uso de energía procedente de fuentes renovables, refundición de la Directiva de 2009 y de las modificaciones posteriores, y el Reglamento (UE) 2018/1999, del Parlamento Europeo y del Consejo, de 11 de diciembre de 2018, sobre la gobernanza de la Unión de la Energía y de la Acción por el Clima, entre otras normas), que fija el objetivo de que en 2030 el 32% de todo el consumo final de energía debe ser de origen renovable, y que según las últimas informaciones22, se propone elevar al 40%. Esto es, un crecimiento que multiplica por dos en una década la cuota y presenta por tanto un aumento espectacular, sin precedentes. Todo ello, con el fin de avanzar con mayor rapidez en la reducción de emisiones, al incrementar este compromiso del 40% (fijado a efectos del Acuerdo de París) al 55% respecto a los niveles de 1990, en dicha fecha.

En el caso español, los objetivos mínimos nacionales para el año 2030, que precisa el art. 3 de la LCCTE (“sin perjuicio de las competencias autonómicas”), se concretan en que dichas energías han de representar, al menos un 42% en el consumo de energía final y, en concreto, en el sistema eléctrico han de representar al menos un 74% de su generación23. Junto a ésta espectacular apuesta, esas energías habrán de contribuir decisivamente a reducir las emisiones de gases de efecto invernadero del conjunto de la economía nacional (en, al menos, un 23% en la misma fecha respecto del año 1990, lo que habrá de ajustarse), y en todo caso con el desiderátum de lograr tanto la neutralidad climática antes de 205024 como un sistema eléctrico basado, exclusivamente, en fuentes de generación de ese origen25.

Si es o no realista alcanzar esta meta, que nos parece a primera vista muy difícil, pero que sin duda estará –como siempre– muy bien fundamentada por las instancias comunitarias, habrá tiempo para ir comprobándolo. Lo que es claro en estos momentos es que la UE pretende elevar lo que denomina “el nivel de ambición mundial (e) intensificar la respuesta global”, y que para ello está convencida de que resulta esencial tanto la utilización masiva y generalizada de energías limpias, como la transformación digital, la innovación tecnológica y la investigación y el desarrollo.

De momento debemos valorar los resultados logrados, que son enormemente satisfactorios por encima de cualquier otra consideración y suponen en ese sentido un progreso sin paliativos en los ambiciosos objetivos comunitarios y nacionales. En el caso español es preciso felicitarse por los compromisos como Estado en dar cumplimiento a las exigencias comunitarias que, por otra parte, evidencian cómo, pese a la complejidad y las singularidades de nuestro ordenamiento –y los limitados mecanismos de cooperación y cooperación utilizados– se han superado todos los inconvenientes de modo favorable, contribuyendo a ello todos los poderes públicos implicados, a través de las respectivas políticas concernidas. En otras palabras, las distintas instancias públicas han actuado con corresponsabilidad y cada una de ellas ha posibilitado en sus ámbitos competenciales un funcionamiento más que razonable en la misma dirección. No es tan evidente, a nuestro juicio, que otros efectos asociados (como la creación de empleo y sobre todo la mejora de la cohesión social) hayan progresado, poniendo de este modo en tela de juicio los supuestos beneficios socioeconómicos. En ese sentido, suscita una cierta perplejidad que, en tanto grandes espacios de suelo agrícola o baldío, o de montes, cerros y oteros, están ya ocupados por islas de relucientes placas solares o de altos aerogeneradores, los municipios en los que localizan (salvo excepciones, quizás algunos de Extremadura) no hayan resurgido de su ostracismo en estas dos décadas, a pesar de las inversiones económicas realizadas por los promotores o del supuesto aumento de la población dedicada a su instalación y mantenimiento.

Tampoco, a nuestro juicio, son satisfactorios, en el plano nacional, otros efectos directamente relacionados con el despliegue de las energías renovables, así, por ejemplo, respecto al grado de implantación de según qué energías renovables y su desigual y heterogénea localización en según qué partes del territorio nacional, obedeciendo más que a razones objetivas (orografía, viento, sol, etc.) a decisiones de las políticas autonómicas26, requiriendo seguramente una mejor redistribución a nivel global del Estado y una mayor implicación autonómica27.

Sin desconocer (ni minimizar) los problemas de diferente naturaleza y grado, que en estos veinte últimos años se han producido en relación con esa progresiva e imparable implantación de instalaciones de energía, la sociedad europea, en general28. y en particular la española, se ha posicionado de manera muy favorable a pesar de los relevantes impactos y afecciones, sobre todos paisajísticos de las mismas. Y es de suponer que seguirá haciéndolo, si bien también es posible que llegue un momento en el que tantas estructuras e instalaciones (en particular eólicas) puedan propiciar, al afectar de forma tan relevante los paisajes o las bellezas naturales (terrestres o marinas), severas reacciones de oposición o rechazo. Desde luego, es obvio, que tan ambiciosos propósitos como los que se prevén en tan corto espacio temporal, van a incrementar la problemática inherente o asociada, en especial, a centrales fotovoltaicas y parques eólicos, instalaciones ambas que son las dos más desarrolladas, productivas y rentables. Los espacios más idóneos se van reduciendo, en concreto para las eólicas (las que mejor cumplen esas tres calificaciones), aunque los mismos espacios pueden ser reaprovechados para incrementar los impactos, por ejemplo, visuales, ya existentes, con las innovaciones tecnológicas29. Sin duda, desafíos mayúsculos como los que han de lograrse a través de estas energías, al margen de otros factores (como la producción para el autoconsumo, las comunidades u otras fórmulas descentralizadas, o la interconexión entre Estados) están condicionados por los esperados avances en las innovaciones tecnológicas, particularmente en los relativos al almacenamiento eléctrico, pero con todo y con eso, resultará innegable que es preciso un incremento excepcional de las instalaciones y, por tanto, una amplísima ocupación de suelo (y de zonas marítimas) con esa finalidad.

La problemática territorial y urbanística de esas ocupaciones no ha sido objeto de especial preocupación en el derecho comunitario que enmarca esas políticas de acción por el clima. Sus previsiones en ese sentido son livianas, genéricas y de escasa relevancia, salvo quizás las relativas a las infraestructuras energéticas transeuropeas (RTE-E), lo que es explicable, con reservas, por no formar parte la competencia de ordenación territorial de las políticas incorporadas a los Tratados UE, aunque sí haya consagrado el principio del “desarrollo sostenible”.

Con las lógicas diferencias, esa problemática la padece asimismo el ordenamiento español, dada la compleja distribución de competencias que deparan los arts. 148 y 149 de la Constitución, y la interpretación que de sus diferentes cláusulas viene realizando el Tribunal Constitucional (TC). Muchos aspectos en torno a esas prescripciones constitucionales resultan evidentes y otros no tanto, y en lo que ahora es preciso adelantar, lo que no cabe duda es que la CE no atribuye directamente y en exclusiva al Estado, competencias singulares o específicas para luchar contra el cambio climático. Tampoco para formular una determinada política territorial en ese sentido y posibilitar que desde el título competencial “ordenación del territorio”, pueda articularse el despliegue de las energías limpias. Ello explica la apelación constante desde las instancias estatales a la imprescindible implicación activa y la colaboración con las Comunidades Autónomas30, que la LCCTE plasma reiterando en el art. 1 (segundo párrafo) que la Administración General del Estado, las Comunidades Autónomas y las Entidades Locales “en el ámbito de sus respectivas competencias, darán cumplimiento al objeto de esta ley, y cooperarán y colaborarán para su consecución”, y en el art. 2, letra ñ), como uno de los principios rectores por los que se regirán las actuaciones derivadas de la misma (los últimos que consigna), los principios de “cooperación, colaboración y coordinación entre Administraciones Públicas”31, al margen de recordarnos que los objetivos que persigue son mínimos, por tanto “sin perjuicio de las competencias autonómicas” (art. 3.1. y 2)32.

Estas innecesarias precisiones junto a algunas novedades, como las relativas a la gobernanza, con la creación del Comité de Personas Expertas de Cambio Climático y Transición Energética (art. 37) o la fórmula destinada a mejorar la cooperación interadministrativa en la materia (art. 38), pueden seguir pareciendo insuficientes –cuando no deficientes– para responder con éxito a esos desafíos. Máxime al asumir a nivel legislativo la amenaza y el riesgo, e incluso advertir que en el caso de España, el aumento de la temperatura “es superior a la media en casi 0,5° C” o que “numerosos estudios, incluidos los propios del IPCC, coinciden en señalar a la región mediterránea como una de las áreas del planeta más vulnerables frente al cambio climático” y que “España, por su situación geográfica y sus características socio-económicas, se enfrenta a importantes riesgos derivados del cambio climático que inciden directa o indirectamente sobre un amplísimo conjunto de sectores económicos y sobre todos los sistemas ecológicos españoles, acelerando el deterioro de recursos esenciales para nuestro bienestar como el agua, el suelo fértil o la biodiversidad y amenazando la calidad de vida y la salud de las personas” (citas del Preámbulo de la LCCTE).

Abruma, en cualquier caso, que si “los próximos diez años van a ser determinantes para poder tener éxito en preservar nuestra seguridad” (como señala ese mismo texto), las grandes medidas a acometer no hayan merecido planteamientos más amplios y ambiciosos, con las consiguientes reformas, incluidas las constitucionales, para reforzar la organización y la gobernanza, tratando así de estar en mejores condiciones de garantizar el éxito en su integración en la política territorial. Hemos de confiar en que, como hasta ahora, la producción descentralizada por Comunidades Autónomas cumpla los objetivos de producción de energía renovable, y lo haga con las fórmulas y medios que, a nivel estatal, hagan posible alcanzar asimismo los diversos fines que establece la nueva ley. El optimismo, en lo que se refiere a la producción de energías renovables, se puede basar en la trayectoria ya indicada, aunque la preocupación e incertidumbre, no cabe evitarlas por el descomunal reto que demanda o demandará la UE.

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