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EL FIN DEL REINO DE TOLEDO Y EL SENTIDO DE LA TRAICIÓN

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Después de la muerte de Recesvinto, el miércoles 1 de septiembre de 672, el nuevo rey Wamba olvida la historia. No la quiere su corazón, habitado por el genio del morbus godo; no la quiere su entendimiento, que pretende sustentarse en el officium palatino, y por tanto en un desprecio absoluto a las sugerencias procedentes de los nobles locales, en especial de Paulo, que desde Septimania proponía un nuevo modelo territorial para el Regnum. Todo eso unido al desmesurado carácter de los reyes visigodos, que a menudo convertían en enemigo al adversario político. Cuando las reflexiones dejan paso a los hechos, en el momento de evaluar la campaña contra Barcelona, Gerona y Narbona, cuando la totalidad de la historia de los visigodos es simplemente un artificioso ejercicio de conservar el poder, aparecerán los clásicos y desoladores rasgos de una civilización en el ocaso, la fractura social, la crispación política, la traición.

La tensión que provocan los excesos de Wamba corresponde al momento en que debería producirse la construcción definitiva del Estado visigodo ideado por san Isidoro. Se nota la tensión en todos los lugares porque se siente la culpa de haber malogrado un sueño. Abadal creía que la sociedad del siglo VII no estaba madura para un procedimiento político tan sofisticado y que la máquina se rompió en este momento por haber querido elevarse demasiado sin atender a las circunstancias de la época. El morbus del que hablan los contemporáneos no es solo un estado de ánimo entre los grupos dirigentes; también es una insidiosa y a veces huidiza pasión por debilitar al adversario mediante la destrucción de todo. Cuando se convierte en arma política, el morbus exige devorar la civilización que lo hace posible: es la voluptuosidad del error que sustituye al conocimiento de la historia. Menos de cuarenta años separan la emergencia del morbus al primer plano en la vida política y la batalla de Guadalete, donde el último rey de los visigodos, Rodrigo, fue vencido, y al parecer muerto, por un contingente de bereberes al mando de Tariq. Unos años pródigos en conspiraciones en los que aparece inadvertidamente la pesadez asesina de los visigodos con sus personajes forzados, insistentes, empastados, apegados a sus deseos, a sus pasiones, a sus vicios, a sus virtudes, a sus justificaciones.

Cuando se nombró a Julián de Toledo metropolitano de la sede real, el 30 de enero de 680, le fue asignada una misión: la convocatoria de un concilio para determinar la sucesión del rey Wamba, que mostraba muestras de fatiga. En el punto más álgido del debate político, cuando las facciones tomaban posiciones para asaltar el trono, la noche del 14 de octubre, el rey caía enfermo. Al pensar que se moría, decidieron tonsurarle y vestirle con el hábito monástico en presencia de los seniores de palacio. Era un gesto que le apartaba definitivamente del trono, incluso en el caso de que se repusiera, como en realidad ocurrió. Se nombró a Ervigio como nuevo rey, en medio de una creciente sospecha de ilegitimidad. Atenazados por las quejas de los nobles, nadie se preocupó por gobernar en los tres espasmódicos años siguientes, hasta la muerte de Wamba el 4 de noviembre de 683. Al fin, Ervigio podía ser aclamado verdadero rey. Julián de Toledo, convertido en el biógrafo oficial del fallecido rey, valoraba esos hechos como el efecto de la mano de Dios sobre la vida humana.

Ervigio era un adusto visigodo, no peor que otros muchos, y desde el primer momento mostró mano dura contra los judíos y contra quienes no aceptaran las normas conciliares. Así que a él le correspondió, sin saberlo, extender los delirios de omnipotencia de los obispos, en cuyas suntuosas residencias urbanas se gestaba la mayor parte de la cultura literaria y jurídica de la época. Cuando Ervigio decidió dejar el trono a su yerno Égica (estaba casado con su hija Cixilo), la tensión subió de tono incluso entre los miembros de su propia familia. Ya para entonces el general sirio Abu Abd ar-Rahamân Mûsà ibn Nusayr había conquistado Cartago en nombre de los califas de Damasco. El imperio estaba cada vez más lejos, y el Regnum de los visigodos entregado a su suerte. Lo que pasó en los siguientes nueve años (702-711) parece tomado del argumento de una novela helenística. La trama es un juego de tres contra dos: Égica, su hijo Vitiza y Mûsà ibn Nusayr contra Rodrigo y el metropolitano Sinderedo. Detrás de esos cinco personajes, que parecen buscar a un autor, que al final encontrarán en el anónimo escritor de la Crónica mozárabe de 754, existe un mundo en convulsión, animado por la creciente sensación del ocaso de la civilización visigoda e incluso de la tradición romana.

Nada suscita mayor animosidad en Rodrigo que la pretensión del partido vitizano de llamar a las tropas bereberes para que intervengan en sus querellas internas. Cuando le llega la noticia del paso del Estrecho de Târiq y su gente, Rodrigo se estremece como ante una impiedad e inmediatamente toma una grave decisión: salir al encuentro de esas tropas mercenarias. Después la historia se encargará de hacerle perder la aplastante apuesta; pero eso no nos indica la ceguera política de Rodrigo, como a veces se dice, sino que confirma más bien sus temores. Lo que más le inquietaba era la descomposición del Regnum, el triunfo de la herejía monofisita que veía difundirse, un peligro mucho mayor que las tropas invasoras que, al cabo, podían ser derrotadas por el ejército godo. Rodrigo presagiaba, aunque no quería decirlo en voz alta para no minar la furia contra las facciones desleales, que el peligro era precisamente la división ante el invasor. Y si cabalgaba a su encuentro lo hacía porque la providencia le indicaba que en esa jornada se iba a decidir el destino de su mundo.

Ese hecho se grabaría en la memoria de los derrotados, no de los cómplices, que pronto aceptaron a los invasores con una sonrisa, y exigiría en el futuro un derramamiento de sangre enormemente incrementado, una ordalía sin fin, con la que se iniciaría una nueva época. Rodrigo no sería su protagonista, pero sí Sinderedo, el metropolitano de Toledo.

Sinderedo, obispo, escritor, hombre de Estado, se había marchado a Roma unos meses antes de la derrota; quizás huyendo del peligro, se comentó. Es posible. Una vez allí conspiró para formar parte de un importante sínodo que se reunió el 721, diez años después de la batalla de Guadalete. La memoria no le falló entonces, como quizás le había ocurrido a sus fuerzas. Y Sinderedo firmó las actas del sínodo con el atronador título de «obispo de España». Los otros prelados no le preguntaron por el significado de esa palabra, porque les parecía incorrecto cuestionar la legitimidad de uno de los suyos. Pero el título decía mucho más en la memoria; si Sinderedo era obispo de España, quería decir que en el río Guadalete se había perdido algo más que una batalla, se había perdido España.

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