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GANAR CONFIANZA

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Cuando, en el año 956, el embajador de Otón I aprovechó la estancia en Barcelona para resumir rápidamente las intenciones del poderoso emperador del Sacro Imperio Romano Germánico de llegar a una paz perpetua con ‘Abd al-Rahmân III y su hijo al-Hakam II, se estaba creando un nuevo orden internacional que afectaba a las dos civilizaciones que en esos años sostenían los territorios de la península Ibérica. El califato de Córdoba se convertía en el único poder legítimo de las tierras que en tiempos de Roma se llamó Hispania, liquidando así los derechos de los visigodos, si es que realmente existían; en el otro lado, el que se concentraba en torno al Sacro Imperio Romano Germánico, se mostraba una abierta disposición a reconstruir los valores de la Antigüedad, en especial la urbanitas, aceptando por completo las fronteras surgidas de la expansión árabe que culminó en el 711.

La política entonces se convierte en una transmisión de signos de un lado al otro de la frontera cultural: la capa pluvial del emperador sajón simbolizó el dominio del mundo, limitado naturalmente a la cristiandad latina, y el pacto con los califas omeyas les alejó de los abasíes, que habían sido los principales aliados de los carolingios. Por su parte, ‘Abd al-Rahmân III se reservó la posibilidad de entrar en litigio con los fatimíes de Egipto (que eran chiítas) por el Mediterráneo. Todos descubrieron entonces que formaban parte de un lado u otro, sin que pudieran hacer nada para evitarlo. Se ponía fin así a más de dos siglos de resistencia asentados en la legitimidad visigoda. Esta diplomacia es un ejemplo representativo de la política basada en la ejemplaridad celeste al estilo de Macrobio: una estructura primordial fundamentada en la estrecha relación de lo visible y lo invisible que, gracias a los teólogos irlandeses en un lado y a los alfaquíes marroquíes en otro, era capaz de producir una ilusión de poder universal completamente alejada de la realidad del momento. Otra característica singular de esta diplomacia es que suprime el presente a favor no solo de un pasado mítico, sino también de un futuro estelar, donde todo el mundo obedece las consignas de unos personajes de cuentos de hadas propios en un caso de la Jerusalén celestial y en otro del mundo de Las mil y una noches. ¿Puede haber una política más escapista que la propugnada por Otón I y ‘Abd al-Rahmân III para los diversos territorios de España?

Borrell II, descendiente de una de las más antiguas familias de Cataluña (incluso de condes soberanos, al menos en la práctica), era el mayor de dos hermanos, nietos ambos del mítico Wifredo el Velloso. Más de una vez se sintió inclinado a usar el título de marqués de Gotia, como si quisiera indicar a sus poderosos vecinos del norte (Otón I) y del sur (‘Abd al-Rahmân III) que su legitimidad procedía precisamente de la herencia visigoda. Ibn Hayyân, el gran historiador, presenta a Borrell II y a los suyos con lacónica sequedad, poniendo inmediatamente una llaga al desnudo cuando relata la visita de los embajadores del conde a Córdoba.

Las negociaciones llevadas a cabo por el vizconde Guitardo, al que califican de «adelantado de Borrell II», pertenecen al territorio de la casualidad de la historia y de la fortuna: a los cuatro años de haber firmado un acuerdo de no agresión, la muerte del califa al-Hakam II cambia el escenario y un poderoso ejército avanza hacia la ciudad de Barcelona con la intención de destruir sus poderosas murallas y con ellas el orgullo de sus habitantes. Con esa derrota Borrell II alcanza la legitimidad que le había sido negada y a partir de entonces reconocerá «otra» herencia, del más alto origen en la escala de la vida. Será la «sangre real» de la estirpe merovingia la que recorre sus venas, condenada siglos atrás por un pacto entre los mayordomos de palacio y los obispos de Roma. La tierra se vivifica con ese sacrificio convirtiéndose en la raíz de todos los desarraigados, de los hombres que llevan armas y defienden la frontera. Tras la pantalla del conflicto político, se estaba gestando una verdadera revolución en la cultura del poder en toda la península Ibérica, desde Sevilla a Gerona, desde Murcia a León. Era el fin de una época, y pocos estaban convencidos de ello. Salvo los que creían que con la llegada del milenio se acabaría el mundo.

España, una nueva historia

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