Читать книгу España, una nueva historia - José Enrique Ruiz-Domènec - Страница 58

EL EMIRATO Y SUS RIVALES

Оглавление

Desde su desembarco en la costa de Almuñécar el 755 y hasta su muerte el 788, la función de ‘Abd al-Rahmân I fue la de un líder árabe en una época dominada por los pactos de los yunds sirios y los nobles visigodos, aunque a veces interviniera a favor de la consolidación de la dinastía omeya frente a los ataques procedentes de los abasíes, los mejores aliados de los carolingios. Durante décadas, a excepción de alguna pausa impuesta por las rebeliones de los fihríes, el emir cordobés no cesó de favorecer, con alguna discreta sugerencia, a sus clientes junto a los bereberes y norteafricanos que formaban su ejército privado. Hizo entrar en la sociedad andalusí a los ulemas, una casta religiosa contraria al cristianismo, y promovió su consolidación a base de concesiones económicas. Y casi cuarenta años después, ya viejo, inició la construcción de una imponente mezquita en Córdoba de cien metros de longitud por setenta y cinco de anchura, siguiendo el modelo de la mezquita de al-Aqsa con once naves perpendiculares al muro de la qibla. Al entrar en ella todavía hoy sobrecogen las columnas superpuestas y la doble hilera de arcos de herradura y arcos lobulados en perfecta armonía que dan la impresión de un movimiento continuo hacia Dios. A los ojos del emir, la mezquita era un símbolo del mundo y por eso la rodeó de unos fuertes muros flanqueados por cuadrados bastiones y rematados por merlones. De todos modos, había que crear la ilusión de un oasis o paraíso terrenal y ordenó plantar naranjos y otros árboles frutales en el patio que daba acceso a la mezquita.

‘Abd-al Rahmân sentía un justificado temor por el repentino desarrollo de la arquitectura de tradición visigoda en Santa María de Melque, una iglesia en la actual provincia de Toledo, cerca de San Martín de Montalbán, en la margen izquierda del Tajo. Así que se dedicó a profundizar en el estilo de la gran mezquita de Damasco en la confianza de que el mensaje se entendiera. El emir lo preveía todo, lo sabía todo, lo había visto más de una vez: las rebeliones sociales se aplacan con un poco de arquitectura. Al cabo, la mezquita de Córdoba será a partir de ese momento el emblema de su dinastía. El icono de lo que los omeyas soñaron para al-Andalus. Un gesto político, sin duda. Con él comienza esa pasión española de construir sobre un monumento arquitectónico el sentido de un país. Al-Andalus se identificó desde el 786 con la mezquita de Córdoba.

En tiempos de ‘Abd al-Rahmân II, bisnieto del fundador de la dinastía omeya de Córdoba, la teocracia de los ulemas alcanzó a los mercaderes del bazar. Resultaba cada vez más evidente que el futuro de al-Andalus sería una umma, cuya mirada estaba puesta en el islam. Y fue entonces cuando logramos descubrir muchas cosas que el celo doctrinal quiso ocultar: se creía que lo importante eran los pactos y las alianzas entre sirios y visigodos y ahora ambas comunidades se encontraban frente a frente, separadas por una cortina de recelos mutuos. Pensábamos que el emirato de los omeyas descansaba en una sociedad contenta de su destino, solo salpicada por unos cuantos disidentes sin apenas relieve y de repente descubrimos que la realidad es bien distinta, un mundo estridente y horrible, como una tragedia clásica interpretada por hombres sin piedad.

¿Cómo fue posible a mediados del siglo IX un renacimiento de la resistencia entre los hispani y los goti de al-Andalus? Esta es la historia de Eulogio de Córdoba, autor de una obra apologética que lleva por título Memoriale Sanctorum, escrita al parecer entre los años 853-857. Eulogio amaba la vida de Córdoba de otra época, como podía vivirla un hombre de su condición y de sus cualidades: era un ferviente católico y un nostálgico del reino visigodo, y así fue como los omeyas encontraron el primer enemigo serio en su proceso de legitimación. Le encontraron dotado asimismo de una anormal capacidad de seducción para que los miembros de la comunidad cristiana apostasen por la vía del martirio. Y en esa capacidad reside toda su inteligencia política. El purificador rito de la persecución formaba parte de la historia del cristianismo primitivo tal como se relataba en unos maravillosamente terribles relatos, conocidos como «martirologios», que hombres como Eulogio enseñaban a leer a sus feligreses.

Los cordobeses de mediados del siglo IX encontraron en esas historias ejemplares un apoyo a su actitud insurgente frente a las autoridades árabes, que para ellos eran un ejército de ocupación. Los mártires eran individuos como el famoso Aurelio y su esposa Sabigoto, que abandonaron las comodidades y los placeres de la sociedad andalusí, y mostraron su disconformidad con las leyes y los procedimientos de gobierno. Entre las colecciones de relatos hagiográficos que Eulogio les había dado, encontraron los ejemplos de individuos enfrentados al poder del tirano, convertidos en los árbitros de su comunidad al inventar una forma de santidad que les acercaba a la comunión con Jesucristo, el hijo de Dios hecho hombre.

Hay un magnífico texto en latín, atribuido a uno de los líderes de este movimiento de insurgencia social, aunque de raíces religiosas, Álvaro de Córdoba, en el que casi podemos rastrear la historia de este movimiento de los mártires cordobeses del siglo IX. En el Indiculus luminosus, Álvaro enumera los motivos por los que vivían en unos «tiempos mortíferos». La decisión de esos ciudadanos de clase alta de ofrecer su vida antes de que se la quitase el verdugo debe verse como una crítica a la legitimidad de los omeyas de Córdoba. Eulogio, Álvaro, Anastasio, Félix, Digna, Benilde y el resto no pueden soportar que se les quite su dignidad y su estatus social, pero sí perder la vida, sobre todo si lo que se ofrece en esa terrible encrucijada es un testimonio veraz sobre la iniquidad de un régimen. Al donar a sus herederos esa valiente actitud ante el opresor se vengaban del aspecto taimado de una forma de gobierno que perseguía a los cristianos haciendo ver que no lo hacía.

Detrás de la resaca de las ejecuciones tras un discutible proceso y detrás de las delaciones de sus vecinos y amigos, se encuentra también alguna fidelidad tenaz de los mártires a los principios de la encarnación del hijo de Dios. Determinadas percepciones del hecho religioso parecen haberse impuesto en ese momento y nada de lo que vino después consiguió alterarlas. En primer lugar, el reconocimiento precoz del carácter ilegítimo de la ocupación musulmana del reino visigodo, y por consiguiente el reclamo a una huida hacia el norte para comenzar luego la reconquista del territorio perdido. Determinadas señales de la fuerza coercitiva del emirato cordobés serían vistas a partir de entonces como pruebas de que el martirio no había sido en vano. En segundo lugar, que la homogenización de la sociedad andalusí se hizo no para impedir esas convulsiones sino para mitigar el golpe político, creando una pedagogía del buen ciudadano leal a las leyes emanadas del Corán. Y, sobre todo, quitándole la base social a los insurgentes, no atribuyéndoles más que un tono residual, nostálgico de unos tiempos de injusticia y desorden, los del reino visigodo: en una palabra, haciendo ver que el martirio no era más que una extravagancia doctrinal. Aun sin la liturgia guerrera ulterior, las dos comunidades religiosas que convivían en España se movían en direcciones opuestas, una hacia una orientalización de las costumbres y la cultura literaria, y la otra hacia una europeización de los sistemas de valores y las normas de conducta social.

Bien pronto, las «desiertas» tierras al norte del Duero demostraron ser capaces de albergar las comunidades cristianas que huían de la persecución omeya, porque llegaban gentes de todas las ciudades de al-Andalus con el propósito de situarse bajo la protección de algún monasterio para aprender lo que los monjes tuvieran a bien enseñarles. El movimiento repoblador procedente del sur, que abre las puertas a los insurgentes de Córdoba, no es, por otra parte, tan excéntrico respecto a las formas de vida religiosas de la época. Sin duda, eso fue lo que llevó a calificarlo de mozarabismo, primero por Simonet y después por Ignacio de las Cajigas. Pero la sociedad civilisé del siglo IX en al-Andalus, Asturias, Barcelona o Narbona que percibe la llegada de estos contingentes enfervorizados parece sentarse en una lápida de plomo, la de todos aquellos que dirigían la mirada hacia el martirio como el testimonio de su fe. Los mozárabes siguen proliferando, pero ahora se adaptan a los guerreros que se preparan para la lucha definitiva; y en todo caso prefieren alejarse de la inclinación al martirio a cambio de fomentar una cultura de combate ideológico a través de las crónicas. Desde la corte de León se enseña fundamentalmente —decía el anónimo autor de la Albeldense— a delimitar el campo, expulsar al enemigo, dejar al contrario tocado con la imagen negativa de sus actuaciones.

‘Abd al-Rahmân II nunca ha suscitado la misma consideración que su bisabuelo ‘Abd al-Rahmân I o que su bisnieto ‘Abd al-Rahmân III. Desde que era un joven influido por los alfaquíes hasta las horas de la agonía, se arrojan sobre él críticas sobre su lujoso tren de vida, su despótico régimen o sobre su concepción de la familia (llegó a tener cuarenta y cinco hijos). Musa ibn Musa, jefe de la familia Banu Qasi, se enfrentó a él con la ayuda de los reyes de Pamplona, convencido de que era indigno del cargo. En pleno conflicto con los mozárabes cede a la presión de los sectores integristas y ordena derribar el mercado de vinos. Eso no le impidió mantener una brillante corte donde sobresaldrían el músico Ziryab y el poeta ‘Utmân ibn al-Mutannâ, quien no ahorró elogios a la hora de comparar la ampliación de la mezquita de Córdoba con la Kaaba. Su decisión más controvertida fue el nombramiento del eunuco Nâsr como jefe de la administración del emirato. Las familias de mawâlî omeyas, que no ven bien su elección, le desprecian obstinadamente, y el obispo Eulogio le califica de claviculario proconsule. Es un lacayo maquillado de la dignidad del poder, como Máximo fue un fatuo gobernante, elogiado por los poetas áulicos, tan necios como corruptos, que servía fielmente las directrices del emir alejando del poder a hombres capaces como el hâyib ‘Isà ibn Suhayid. Pero los cálculos le fallan tanto como la inteligencia. La conspiración por situar como heredero al hijo de Tarûb, una de las favoritas del emir, le lleva a infravalorar a los rivales. Y al fin un día hasta la furia del emir se abatirá sobre él. Nâsr es ejecutado y su caso crea un desprestigio de la clase política de los eunucos y con él una seria dificultad para consolidar un Estado centralizado.

Los reparos de los aristócratas omeyas a los eunucos culminan, sin embargo, unos años más tarde, en los tiempos del emir ‘Abd Allâh, con el intento de promocionar a Badr como hâyib. Devotos de los derechos del clan, todas las figuras relevantes de la amplia familia omeya quieren dar un puntapié notorio a los eunucos como sobrevenidos de una época que no les pertenece, porque les pertenece a ellos. Aquí se escuchan los clásicos prejuicios de clase, la indignación hacia los eunucos se proyecta al futuro, rodea a todos los padres de la familia omeya venideros, habla en nombre de todos los jóvenes que aspiran a ocupar un cargo en la administración. Además, los alfaquíes que rodean a ‘Abd al-Rahmân II en los últimos días de su vida le insisten para que amplíe la mezquita de su bisabuelo. La solución adoptada consistió en derribar el muro de la alquibla, continuando las arquerías y las naves en dirección sur unos veintiséis metros, utilizando para ello material procedente de otros edificios, en particular viejas iglesias visigodas. Es como una apropiación del espacio simbólico del otro, el rival católico con el que se tienen graves diferencias doctrinales y al que se le teme. La ampliación se hizo en un tiempo relativamente corto, y fue una catarsis ante las revueltas sociales o los saqueos de los normandos. Mientras se ampliaba el edificio, y se daban los últimos toques a la puerta de «los visires», en cuyo tímpano una inscripción cúfica nos indica que fue terminada el 855, los cordobeses agradecidos y ahítos asimilaban las nuevas ideas. Y finalmente se produjo un esfuerzo sin precedentes por importar desde Oriente los principios de la práctica y de la normativa musulmanas. El rechazo a la cultura mozárabe y la ampliación de la mezquita de Córdoba fueron dos de los muchos pasos obligados en el proceso de consolidación de una umma islámica, una premonición de lo que se haría décadas más tarde con la llegada del califato.

España, una nueva historia

Подняться наверх