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EN LA CUEVA PROTECTORA

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Asturias había sido hasta ese momento una región periférica del Imperio romano, de espesísimas malezas, ásperas y fragosas, decía de ella Valerio del Bierzo, cuya importancia había crecido notablemente a lo largo del siglo VII, pero bajo una sombra de sospecha, porque le faltaba legitimidad. Para tenerla, habría de cambiar de política e interesarse por los asuntos hispánicos. Con la campaña del general Alqama, un noble de la región llamado Pelayo evocó el mito de la caverna protectora al refugiarse en la Cova Dominica (Cueva de Santa María), que representa el indomable espíritu de resistencia ante el islam, lejos de la civilización visigoda y de su morbus del que hablaba Gregorio de Tours. Ese mismo espíritu ya estaba a punto de manifestarse en el interior de Europa; con eufemismo diplomático se llamaría batalla de Poitiers. Así que había llegado el momento de ceder el poder a la única fuerza que prometía defender al pueblo cristiano, aunque por entonces eran pocos los convencidos de ello: ver el mundo desde la cueva protectora era la forma que tuvo Pelayo de reclamar la legitimidad para su empresa. El tiempo ya se encargaría de esclarecer los detalles y de inventar los significados.

Los bereberes vagaban por los campos entre el Duero y el Cantábrico, de Lugo a Amaya, pasando por Astorga y León. Para la mayor parte de la población, el gobernador musulmán de Córdoba era la única autoridad legítima de un país que, en lengua árabe, comenzaban a llamar al-Andalus. Las iglesias derribadas en el transcurso de las campañas se extendían en aquellas vastas llanuras. El recuento de los vestigios de la civilización visigoda comenzó a cambiar la actitud del recio montañés, buscando el modo de acercarse a una legitimidad que no fuera solamente la que le daban las armas. El paso era enorme, por lo que deberían conocerse bien los motivos. ¿Acaso Pelayo recurre a la memoria familiar para argumentar que su gesto de defenderse en Covadonga responde a los ideales de su padre Favila, antiguo duque de Asturias? Esa idea, envuelta en leyendas de tono heroico, atravesó los años hasta formar parte inicial de las primeras crónicas que describieron la batalla de Covadonga, la Albeldense y la Rotense, a finales del siglo IX. Ciertas ideas, al ser repetidas sin parar, se convierten en verdad histórica. El aguerrido astur se revela entonces como el heredero de la legitimidad visigoda (Alfonso X incluso le hizo descendiente del rey Chindasvinto), el custodio del legado cristiano y romano y el guía espiritual de un pueblo que se levanta contra el infiel. Los meandros de la vida de Pelayo (muere en Cangas de Onís en 737) y de su incipiente círculo de amigos y conmilitones sirvieron de marco para la elaboración de un mito que la sociedad astur primero, leonesa después, y castellana finalmente se encargaría de repetir. Pelayo es el icono de la resistencia ante la invasión árabe, el padre de la patria; y su gesta, el origen de la nación española.

España, una nueva historia

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