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BEATO DE LIÉBANA

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La espaciosa iglesia de estilo gótico está demasiado restaurada para que podamos hacernos una idea de lo que fue el valle de Liébana para la cristiandad latina del siglo VIII. Este conjunto monumental, pegado a la montaña, fue construido, según dicen, para albergar una reliquia de la cruz de Cristo que convirtió el lugar en centro de peregrinación, certificado por la bula del papa Julio II en 1512. A su manera, este lugar es sagrado. La búsqueda de las claves secretas de Dios corrió aquí con más intensidad que las exhortaciones religiosas. Los signos e indicios del fin de los tiempos se esparcieron por la hierba. Entre sus muros, en sus prados, algunos hombres santos reclamaron un arbitraje sobre el sentido de la vida; también lo reclamaron sobre la presencia musulmana. El lignum crucis, que hoy el viajero puede ver en una capilla barroca que fue mandada construir por Francisco Gómez de Otero y Cossío, inquisidor de Madrid y arzobispo de Santa Fe de Bogotá, fue en el siglo VIII un hermoso estímulo para levantarse y volverse a poner en marcha. Incluso cuando, en ocasiones, debido a los ataques musulmanes y a veces a la desidia de los nobles, la valiosa reliquia estuvo en peligro.

En este valle de Liébana y por la misma época que Fruela I llevaba la frontera hasta el Miño, un monje de unos treinta años pensaba en la situación de la cristiandad y leía con entusiasmo el Evangelio de San Juan, aunque tuviera que velar noches enteras, con un candil de aceite sobre los tablones de madera donde al amanecer guardaba los libros. Es Beato. Sus ojos se asemejan a los de Daniel, el profeta intérprete de los sueños de Nabucodonosor. Tras él hay ya una larga tradición de anacoretas: ha buscado y buscará en los libros las claves de lo que estaba sucediendo; descubrirá un día los secretos de Dios y los códigos para salvarse. Si el interés por la vida política le hubiera llevado hasta Cangas de Onís, por no decir hasta Oviedo, o si hubiera perecido en alguno de los peligrosos ataques musulmanes, nadie se acordaría hoy de ese hombre, del que apenas sabemos nada de su vida, ni siquiera dónde nació y a qué familia pertenecía. No puede imaginarse en su retiro en el valle de Liébana que será algún día la mayor gloria de la Asturias del siglo VIII, como tampoco presiente el valor que tendrán las glosas de sus lecturas, ni siquiera que será aclamado como uno de los principales visionarios de la historia de la humanidad. Su ejemplo demuestra el acierto total de la máxima popular: más vale no morir demasiado pronto.

El encuentro con el libro del Apocalipsis de San Juan fue para Beato una visión. ¿Visión? Siempre he tratado de distinguir lo más exactamente posible la lectura del Apocalipsis de Beato de las visiones en la que participan, hasta cierto punto, una emotividad confusa, apremiada por el desencanto, suerte de arrebato místico, que embelesa a quien la practica, en particular mujeres. ¿Por qué la visión de Beato no es éxtasis o delirio? Para empezar, el esfuerzo por fijar los códigos ocultos de la divinidad no responde a una alucinación, ni a una alteración de la mente, sino a un deseo de comprender el Más Allá. Beato ofreció a los guerreros de la montaña de Covadonga, y a sus hijos que perseguían a los jinetes bereberes por las llanuras al norte del Duero, una alternativa viva. Es posible ser valiente, luchar por la tierra y los ideales y ser un hombre de profundas y arraigadas raíces cristianas. La espada forma parte de la visión escatológica de Beato porque ha puesto su destino en manos de Dios Todopoderoso. Así como había en la psique astur del siglo VIII una hendidura entre lo visible y lo invisible, entre el miedo a la muerte y el valor ante el adversario, de igual modo podemos discernir en los Comentarios al Apocalipsis de Beato otras dualidades que nos proporcionan excelentes claves para conocer el temperamento de esta raza de guerreros aparentemente preocupados por el destino de la fe cristiana. Por ejemplo, en todas las miniaturas de los llamados Beatos, se nos aparece el fenómeno escatológico de la mujer con la copa portadora de desgracias, un efecto que por lo visto el monje de Liébana daba por hecho de la misma manera que hoy aceptamos la idea del Big Bang como origen del universo. La presencia de señales en el cielo era la capacidad de un hombre santo de interpretar los mensajes de Dios. Pero, por maravillosas que hoy nos parezcan, estas miniaturas tienen también su lado oscuro porque sugieren que la realidad depende de un modelo celeste. En esta imagen del mundo se esconde un corolario terrorífico: que la vida humana es un mero tránsito hacia la vida eterna. Es el ideal del homo viator, del hombre en camino, en tránsito desde lo efímero a lo eterno. Por supuesto, los guerreros astures no tenían manera de discutir esas ideas. Se necesita una cierta preparación teológica para poder quejarse de un sistema de valores que conduce directamente a la dependencia de los hombres santos de la Iglesia. Esta maravillosa y a la vez terrorífica visión del mundo se percibe en todos los libros miniados que copian los comentarios de Beato, incluso los de épocas posteriores. El mismo torbellino de ideas envolvió a los escritores de las crónicas que relataron la invasión islámica y la destrucción del reino visigodo.

España, una nueva historia

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