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EL HOMBRE DE LA ROCA

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Târiq ibn Ziyâd es bereber. Un africano recién convertido al islam, al servicio del gobernador árabe Musa ibn Nusayr, en cuyo nombre pone pie cerca de la roca que hoy llamamos en su nombre Gibraltar, vale decir, Roca de Târiq. Fue el responsable directo de la conquista del reino visigodo. Las diferencias con su jefe contienen algunas de las observaciones más lúcidas sobre el significado de la presencia árabe en España en el decisivo 711; pero, de momento, quiero recordar que la sucesión de campañas realizadas por Târiq tras su victoria en el Guadalete van más allá de una mera aplicación del jihâd promovido por el Profeta como medio de extender el islam. Que el rudo bereber frío, en busca de una tierra prometida, logre en pocos meses la ocupación del reino visigodo es un misterio. Ignacio Olagüe ha sentenciado memorablemente que «los árabes no invadieron la Península», y que ese honor debe concederse a una confusión de la gente que aceptó a los musulmanes pensando que eran monofisitas, a quienes respetaban desde los viejos tiempos del arrianismo de los primeros visigodos.

Con todo, esa no es la forma de abordar la cuestión. Los bereberes de Târiq llegaron a la península Ibérica (hay pocas dudas al respecto), luego le siguieron tropas regulares al mando de Musa y finalmente, aunque en fecha tardía (hacia el año 740), un ejército sirio con sus emblemas y organización social. Olagüe tiene razón al señalar que los detalles de esa conquista proceden de crónicas tardías, cristianas y árabes, con una clara intención propagandística, repletas en la mayoría de los casos de leyendas difíciles de aceptar como la traición de don Julián, el gobernador visigodo de Ceuta, ofendido por el estupro causado por el rey Rodrigo a su hija; la del tesoro de Salomón escondido en una casa de Toledo; o la no menos fantasiosa de los juristas mâlikíes de Egipto propensos a interpretar los hechos como señales de Alá; o la de los cronistas áulicos árabes cuya intención era halagar a las dinastías gobernantes, fueran las que fueran. A pesar del interés que nos puedan suscitar las crónicas como expresión de un estado de ánimo en la vida política de dos civilizaciones enfrentadas entre sí, no podemos olvidar que esas fuentes tienden a la invención.

La sociedad española actual merece un relato acorde con lo que probablemente ocurrió en los primeros años posteriores a 711, porque una narración de los hechos ajustada a la realidad de la época forma parte del derecho a comprender aquel pasado y sus efectos en la conciencia política y social durante siglos. Una vez más Olagüe no se achica ante las evidencias aportadas por la arqueología, una ocupación del suelo y el reparto de propiedades por parte de los invasores con el beneplácito, más o menos pasivo, de la población hispana, si bien tiene argumentos para explicarlo sin recurrir a la presencia de tropas árabes. Sin embargo, el espíritu de la guerra está presente en la aplicación de las leyes sobre la propiedad agraria y el ganado; incluso cuando se habla de coexistencia entre vencedores y vencidos se hace sobre la base de una aceptación sin fisuras de las leyes islámicas, dramatizando la situación extrema de los que no estaban dispuestos a aceptar de buen grado esa imposición. Eso debió ocurrir en la población de El Bovalar, cerca de Serós, en la ribera del Segre, cuyos restos arqueológicos denotan una destrucción violenta a comienzos del siglo VIII. Târiq pertenece a una generación de bereberes que, para evitar el recelo de los gobernadores árabes, se convirtieron en fervorosos islamistas. Después, las crónicas transformaron los pactos con los obispos y aristócratas visigodos seguidores de Agila II en el modo habitual de la instalación del islam en el antiguo reino de los visigodos. ¿Por qué tanta desidia? Este es uno de los enigmas de la historia de España, difícil de resolver y que aún requiere no solo de nuevas investigaciones de campo sino de atinadas lecturas de los escasos textos conservados sobre la invasión árabe.

España, una nueva historia

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