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PERFIL DE LOS REINOS CRISTIANOS

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Reino de Asturias hacia 850. Mientras los cronistas áulicos promueven con énfasis la recuperación de la legitimidad visigoda, Alfonso II y su hijo Ramiro I se disponen a consolidar un territorio que habían heredado de los defensores de la causa católica en las montañas cántabras. Sentían a sus espaldas la tranquilidad de los scriptoria monásticos y una creciente confianza en los guerreros a caballo, vestidos a la moda mozárabe que vemos en las miniaturas de los Beatos. Nunca habían pensado en atacar el emirato de Córdoba, ni siquiera las fortalezas de la marca superior, pero repetían a menudo la opinión que los monjes se hacían de las impías doctrinas que regían el islam peninsular. Veían en ellas la acción del maligno acompañado de la lujuriosa presencia de Babilonia, en una mezcla hecha para suscitar miedo entre la gente. Unas ideas, y sobre todo unas imágenes, llenas de presagios sobre el futuro del mundo; unas reglas de comportamiento provistas de soluciones a los problemas cotidianos que sirvieron para cimentar una economía rural sobre la base del trabajo campesino y la adopción de los nuevos utillajes agrícolas, la collera rígida para el caballo, el arado con reja y ruedas o la rotación trienal.

La difusión de esas ideas y de esas pautas de comportamiento consolidó el reino de Asturias en el momento preciso de afrontar el profundo conflicto por el dominio del espacio simbólico que los emires de Córdoba habían forjado en el momento de construir la mezquita. La respuesta fue de extraordinario valor. Se la conoce con el nombre algo vago de arte asturiano. Comienza con la edificación de la Cámara Santa de Oviedo por Alfonso II y poco después la iglesia de San Julián de los Prados. Los elementos arquitectónicos puestos en juego en esta ocasión son una fuerte mampostería de piedra y ladrillo sobre la que reposa una altiva bóveda de cañón reforzada a menudo con arcos fajones. Y su función va unida al inmenso poder de los reyes: a una capacidad de multiplicar los recursos, de repoblar los yermos, sin que nadie haya explicado de modo satisfactorio, al menos de momento, cómo de esos jirones del espíritu guerrero de unos reyes atemorizados por el inmenso poder del simbolismo cordobés se originó el prodigioso monumento que conocemos hoy como Santa María del Naranco. Probablemente el Aula Regia de Ramiro I. Un edificio de dos plantas con diversos ámbitos en su interior, donde sobresale sin duda el gran salón rectangular del piso superior con bóveda de cañón y arcos fajones abierto en uno de sus extremos por una triple arcada. Si los emires cordobeses tenían la mezquita de Córdoba, los reyes de Asturias contaban con Santa María del Naranco. Mucho más que otras obras de la misma categoría, al menos como San Miguel de Lillo, ese edificio permite afrontar la lucha por el espacio simbólico creado por la arquitectura en el sur del reino visigodo. Tal vez con esa convicción se plantease la necesidad de trasladar los ideales arquitectónicos asturianos a las tierras andalusíes. Para hacerlo era obligada la reconquista y para hacerla contaban con la ayuda de Santiago. El círculo de la bóveda de cañón parecía cerrarse.

Navarra, siglo IX: revelación de la dinastía de los Arista desde la entronización de Íñigo Iñíguez en el monte Ezkaurre hasta la coronación de García Sánchez, hijo de la poderosa Toda. El reino de Pamplona siente la presión del emirato de Córdoba como del Imperio carolingio, y esa presión conforma territorio con una marcada entidad cultural. Los Arista intentan inventarse una aristocracia, ya que en tanto que reino de la voluntad vascona debe poder inventarse todo; los pactos familiares acordados con los Banu Qasi del valle del Ebro, con sus nobles godos islamizados, muestran hasta qué punto se instaura un reino alejado de los vascones occidentales, de Álava, Vizcaya y Orduña, proclives a los pactos con los reyes de Asturias. En Pamplona, con la precariedad propia de la época, se imprime el sello de la legitimidad dinástica por medio de unas complejas alianzas matrimoniales. La prisión en Córdoba durante veinte años del heredero Fortún Garcés coincide con la llegada a Jaca del conde Aznar de Aragón y las cabalgadas por Segorbe del conde Bernardo. Luego la historia arrastrará a todos los territorios pirenaicos hacia el sur. Encuentro entre las tierras altas y los valles, siguiendo el curso de los ríos que de un modo u otro desembocan en el Ebro: un largo proceso que se renueva a cada generación, por motivos quizás diferentes, pero con el mismo objetivo: buscar la legitimidad en la conquista de un territorio que una vez creyeron suyo.

Construida sobre las aspiraciones de los carolingios, Cataluña se convierte durante el siglo IX en un territorio forjado también sobre la legitimidad, respondiendo a los deseos expansionistas de Aquisgrán pero fundado en la ausencia de un poder unitario. ¿Puede la voluntad de un pueblo suplir la ausencia del emperador? Para responder, intentaré unir los diversos temas que afectan a la construcción de una identidad catalana en ese siglo: creación de una dinastía propia, alejamiento de los emperadores carolingios y ocupación de los valles del sur. Pierre de Marca y después los benedictinos De Vic y Vaissete creyeron ver en este territorio la Marca Hispánica, un espacio defensivo europeo frente al emirato de Córdoba. En ese sentido, Cataluña ha sido un territorio carolingio, consciente de su europeidad frente al carácter hispánico del reino de Asturias, del reino de Pamplona o del condado de Aragón. La idea de una marca remite a un diploma de Carlos el Calvo de 865 que Joseph Calmette calificó de acta de nacimiento de Cataluña. Nobles pirenaicos, ciudadanos de Barcelona, campesinos de los valles del interior, todos participaban de una misma concepción de la soberanía vinculada primero a los emperadores carolingios; y sin embargo, todos portaban las manchas mestizas y migratorias de los hispani y de los goti del sur del Ebro, que entre otras cosas llevaron consigo una visión arquitectónica que aún podemos ver en Sant Miquel de Cuixà, con sus fascinantes arcos de herradura.

Los viejos clichés dicen que el arte mozárabe llegó hasta las tierras pirenaicas conducido por hispani huidos de la represión del emir ‘Abd al-Rahmân II y que su respuesta fue la creación de un arte autóctono basado en las bóvedas de cañón y las iglesias de una sola nave con ábside, calificado de prerrománico por Puig i Cadafalch. Pero la verdad de ambos clichés es que las tierras de Cataluña en el siglo IX buscaban una forma de gobierno acorde con sus deseos de expansión y que solo un hombre excepcional logró aunar en un mismo principio legitimidad y conquista. Se trataba de Wifredo, del linaje de los condes de Carcasona y Razès.

Al acudir a la dieta de Quierzy-sur-Oise en 877, Wifredo era consciente de que su vida estaba a punto de cambiar para siempre. El emperador Carlos el Calvo avanzaba por una región atestada de nobles ansiosos de obtener algún privilegio vitalicio y que parecían haberse reunido para una fiesta y no para la entrada de un ejército con el que se proponían conquistar el reino de Italia. En esa ciudad, que durante unos días concentró a los principales potentes del imperio, Wifredo buscó inmediatamente la confirmación de su poder sobre el condado de Barcelona: el título que le ofrecía una legitimidad delante de los nobles locales y de los hispani. El joven velloso de los Pirineos, el aristócrata de los gestos demasiado envarados, de las leyendas ulteriores (la más conocida es la entrega de las cuatro barras como emblema de soberanía), ávido de conectar sus nuevos dominios marítimos con sus viejas tierras pirenaicas, decidió atravesar como conquistador la plana de Vic. Fue una decisión de su voluntad política, aunque Abadal la califique de producto del cambio de coyuntura de la década de 880. Restauró iglesias, concedió títulos de propiedad, repobló yermos, aseguró la fidelidad de los hacendados locales, ocupó y reconstruyó las fortalezas musulmanas, se rodeó de una extrema aura, de un nimbo protector, y confió todos los cargos civiles y religiosos a los miembros de su extensa familia. Pero se trataba justamente de dar una pátina de antigua costumbre a un gesto escandaloso, el del vencedor franco que visita al poder visigodo derrotado como a un viejo amigo para sentirse seguro. Poco tiempo después, en cualquier situación, Wifredo y su extensa familia, en especial las mujeres, se reservaron el derecho hereditario sobre la tierra y transformaron unos simples distritos administrativos del imperio en un país. En la frontera sur, apoyados en las ciudades de Tortosa y Lérida, pululaban los jinetes musulmanes. La historia catalana no había hecho más que comenzar.

España, una nueva historia

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