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ECOS EN EUROPA DE LA INVASIÓN ÁRABE

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Las voces de algunos peregrinos, como Arnulfo de Périgord, reclamaron la atención de los nobles francos, perezosos hasta ese momento para comprender el significado de la expansión islámica. Confiaban en las eficaces columnas de infantería para detener en caso necesario a los jinetes árabes y bereberes. Arnulfo, brillante observador del ritmo de la historia, incluso en medio del viaje, se mantuvo firme en sus ideas: el peligro era real, y las conquistas no se pararían en el reino de los visigodos. Esa advertencia, envuelta con detalles bastante fiables de la actitud de los califas ante las iglesias del Oriente Próximo, atravesó los valles y las cadenas montañosas y se convirtó en el argumento de los mayordomos de palacio para preparar un ejército con vistas a una posible invasión musulmana de la región del Loira. Muchos obispos, fieles partidarios de la dinastía merovingia, comenzaron a inclinarse a favor de la familia de Pipino de Herstal y de su hijo Carlos Martel. Los mayordomos de palacio se convertían así, poco a poco, en los jefes efectivos no solo de Austrasia sino también de Neustria. Los avatares de la política internacional a comienzos del siglo VIII se prestarán a servir de marco a una representación de la legitimidad del poder gracias a una victoria militar que desde entonces se repite, aunque con mudable fortuna entre los historiadores, en lugar del mito del nacimiento de los merovingios de la sangre de Cristo, que la sociedad olvidó interpretar adecuadamente.

En los salones del palacio episcopal de Orleans que envolvían con su lujo prestado por la Antigüedad a la aristocracia franca, durante el verano de 732, el debate político se centró en el alcance de las incursiones musulmanas. No se trataba únicamente de un debate sobre la finalidad del ataque y de lo que luego los libros de historia denominarían la superioridad militar de la infantería franca sobre los jinetes árabes; se planteaba sobre todo una cuestión decisiva, el papel de los europenses en esa crisis, como se apresura a señalar el anónimo continuador de la Crónica de San Isidoro. Todo había comenzado el día en que un grupo de guerreros visigodos fueron derrotados y muertos a causa de sus divisiones internas y de su escaso sentido de la realidad histórica. ¿Qué hacer para que un crisol de tribus galas, germánicas y de ciudadanos romanos se uniera en una causa común? ¿Cómo construir un espacio nuevo para hacer frente al imperio árabe? Fue entonces cuando elevaron la voz más de lo habitual y pronunciaron la palabra clave, «Europa»; no iban a enfrentarse al islam con la frivolidad de los visigodos. En cualquier caso, urgía resolver el problema de la legitimidad. ¿Quién debía llevar la corona, los reyes que reinan pero no gobiernan o los mayordomos de palacio que gobiernan pero no reinan? Antes de hacerse la pregunta era urgente para ellos detener el avance de los jinetes árabes y bereberes, sobre todo tras el saqueo de la iglesia de Hilario de Poitiers.

El sábado 11 de octubre del 732 Carlos Martel se encontró con el ejército musulmán en la calzada romana que unía Tours con Poitiers. Dispuso a sus hombres para la inevitable batalla a campo abierto. Los nobles descendieron de sus caballos y, junto a un gran número de propietarios agrícolas convertidos en soldados de infantería, se desplegaron unos junto a otros erguidos como un muro, y así se mantuvieron firmes durante horas soportando los ataques. Al caer la tarde, ante la imposibilidad de atravesar ese muro humano, los jinetes árabes y bereberes retrocedieron hasta su campamento. Entonces ocurrió el milagro, dice la Crónica de Fredegario: Carlos pidió a sus hombres un último esfuerzo y ordenó perseguir a los enemigos como haría Judas Macabeo, por lo que desde entonces recibió el apelativo de «el martillo» como el héroe bíblico. Los francos arrasaron el campamento, mataron al general ‘Abd al-Rahmân y dispersaron a sus tropas «como si fueran rastrojo». Así terminó la batalla de Poitiers y con ella la conquista árabe. El éxito fue enorme, por lo que se debía difundir por todos los rincones de la cristiandad. La noticia llegó también al antiguo reino de los visigodos, que por esos años andaba sumergido en conversiones en masa y en fatigosas querellas dinásticas, cuando no domésticas. Resistencia era el último nombre tranquilizador, un grito de rebeldía entre las herbosas ruinas. Pero detrás de la resistencia se ocultaba un reino: el reino astur, que con el tiempo se convertiría para los cristianos en una alternativa ante el emirato de Córdoba.

España, una nueva historia

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