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REINO DE ASTURIAS

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¿Cuándo comenzó el verdadero reino de Asturias? Dejadme recordar... sí, fue en tiempos de Alfonso I (739-757), cuando los guerreros de la región salieron de la cueva protectora para instalarse en Cangas de Onís, más tarde lo harían en Oviedo (en tiempos de Fruela I), y fundar el reino de Asturias. Eran los años imprudentes de la rebelión de los bereberes contra la política fiscal de los árabes en el norte de África, cuando los omeyas de Damasco fueron masacrados por sus rivales abasíes, cuando ‘Abd al-Rahmân I fue recibido en Córdoba por los nobles yemeníes y los yunds sirios, con los mantos colmados de arabescos, en una corte de estilo romano (sí, porque todavía no se había adoptado el arte árabe), lívida ante la llegada de un personaje tan ilustre, los años de los últimos pactos con la aristocracia visigoda, cada vez más desilusionada por el rumbo de los acontecimientos: los años de la creación del emirato independiente.

Como un campamento militar entre telas robadas en las incursiones al otro lado del río Duero, así era el Oviedo de entonces. Los reyes Alfonso y Fruela soñaban con una corte a la altura de sus ambiciones, pero carecían de recursos; a cambio se mostraban como los representantes del pueblo libre, es decir, sin control fiscal por los musulmanes, siempre a punto para emprender una expedición en las provincias septentrionales del emirato, con sus tropas ávidas de riqueza y de venganza. Llegaron así hasta el Miño: usque flumine Mineo, populata est Gallecia, dirá una crónica posterior en referencia a la tarea de Fruela; fomentaron también por los mismos años la repoblación de la costa cántabra, crearon ciudades y puertos marítimos como el de Altube. En los escasos trescientos kilómetros de largo por sesenta de ancho que se extienden desde el Navia hasta el Nervión se llevó a cabo una intensa y decidida ocupación del suelo agrícola y ganadero calificada por las crónicas de época de populatio patriae et restauratio ecclesiae. Las expediciones por los bordes exteriores fueron un largo deslizamiento por viejas calzadas romanas, vados, cerros y fortalezas bereberes aún lo bastante desprovistas de historia como para parecer centros de aculturación. Aún no había llegado el momento de la ganadería trashumante, pero la presencia de pastores con ovejas y cabras, en los riscos y en los valles de la región, ya lo presagiaba. Todo está allí: los campesinos repobladores, los guerreros que aspiran a ser nobles gracias a los privilegios reales, la Iglesia con sus dispensas, las ciudades de la frontera mantenidas en una tensión excitante y siniestra, mucho más que en tiempos de los romanos, cuando existían leyes contra el robo y el asesinato.

Este pasado del reino astur, como encogido por la distancia, ha adquirido con los eruditos estudios de Claudio Sánchez-Albornoz el encanto de una polémica sobre el ser de España. La creación de un desierto estratégico por el rey Alfonso I llevó primero al historiador portugués Alexandre Herculano de Carvalho y después al propio Sánchez-Albornoz a pensar que la existencia de una frontera militar es el mejor indicio de una política astur consciente contra la invasión musulmana. Pues nada explica mejor el carácter que forjó nuestro país que el esfuerzo por repoblar las tierras desiertas durante casi medio siglo: «Espíritu aventurero, apetito de libertad, decisión, valor, audacia, esperanza, confianza en sí mismos, fe en el mañana...», he ahí, escribe con su peculiar estilo Sánchez-Albornoz, «los móviles humanos que hubieron de empujar a los inmigrantes hacia las tierras nuevas. ¡Extraño espécimen de hombre el que fue forjándose en el curso de los largos tres siglos que duró la colonización de la meseta superior!». Dejando de lado la polémica sobre la despoblación del Duero, que solo la arqueología podrá resolver de modo satisfactorio, me intereso por los efectos escatológicos de esa política en los hombres de cultura religiosa de Asturias en el siglo VIII.

España, una nueva historia

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