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EFECTOS DE UNA INVASIÓN

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El 19 de julio de 711 un ejército de árabes y de bereberes atravesó el Estrecho a la altura de Tarifa y derrotó tras una semana de combates al rey visigodo Rodrigo en los arenales del río Guadalete, aunque el lugar exacto es aún sujeto de debate. 711 es por tanto el umbral de una nueva época y de un debate político. ¿Comenzó en ese año el largo y tortuoso conflicto entre el islam y la cristiandad con escenario en la península Ibérica? Hay quienes creen que sí, y que además en ese suceso está la clave de la situación actual. Se puede matizar, y es posible proponer alternativas acordes con lo que en realidad sabemos, que sin embargo no es mucho, de la «invasión árabe».

En una de sus agudas observaciones sobre la historia universal, el monje Beda el Venerable, que falleció en el monasterio de Jarrow el 731, definía la expansión islámica en el último tercio del siglo VII como un hecho «detestable y hostil a todos». Beda se da cuenta de lo inútiles que han sido hasta ese momento los escudos para impedir «su dominación de la mayor parte de Asia y también hasta una parte de Europa» y sentencia que no hay reyes con valentía suficiente para hacerles frente. La derrota de Rodrigo desencantó al microcosmos cristiano; y en vez de una animosa respuesta de la población, se impuso la desidia. Sin apenas resistencia, capitularon Sevilla, Córdoba, Toledo, así como un millar de villae y de aldeas, entre muestras de júbilo de los esclavos y los siervos que ingenuamente creyeron en su pronta liberación. Después de las conquistas de Zaragoza, Barcelona y Narbona, los francos y los sajones comprendieron al fin que el peligro era real y no se limitaba al Regnum visigodo. Eso debieron pensar quienes aconsejaron por ejemplo a una dama de Britania que no viajara al Mediterráneo, posiblemente con destino a Jerusalén, hasta que «los ataques y las amenazas de los sarracenos remitiesen de la tierra de los romanos».

La situación es desesperada, escribió Arnulfo en su obra De locis sanctis, una especie de guía de peregrinación de la época, abriendo las puertas de la cristiandad latina al problema islámico. El 692, el califa ‘Abd al-Malik comenzó la construcción de la cúpula de la Roca sobre un solar perteneciente al templo judío de Jerusalén. Era una explícita declaración de que tenían el propósito de quedarse allí para siempre (de hecho ha sido así), que esa ciudad sagrada para los judíos y los cristianos también lo era, y con sobrados motivos, para los musulmanes. La nueva cúpula compite con la vieja cúpula del Santo Sepulcro erigida por el emperador Constantino, a instancias de su madre santa Helena y de otras mujeres piadosas de la región. En el interior, una inscripción árabe con un texto del Corán expone con claridad a los peregrinos musulmanes el juicio de Alá sobre el cristianismo. Ese gesto era al mismo tiempo el final de un proceso comenzado el mismo día de la Hégira (622), cuando el Profeta llamó a los fieles a propagar el islam en todo el mundo, y el comienzo de un imperio de matriz árabe sobre las cenizas del Imperio persa sasánida, otrora el rival del Imperio romano en Oriente Próximo. De todos los rincones del mundo conocido llegaban noticias de la rápida sumisión a la nueva religión. Con el paso de los años, la voz del muecín sobre el minarete, un elemento arquitectónico que se convertirá en uno de los mayores iconos del mundo musulmán, comienza a escucharse en las ciudades sirias, armenias, persas o griegas; también en Tunicia y el Magreb y, finalmente, en las ciudades hispanas. Ante la ruina de la civilización visigoda la historia se transforma en escatología.

España, una nueva historia

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