Читать книгу España, una nueva historia - José Enrique Ruiz-Domènec - Страница 57
MEDIDA DEL GLOBO
ОглавлениеEl último sabio de la Antigüedad, un monje de Northumbria de nombre Alcuino, pidió la colaboración de Carlomagno para su sueño de una renovación (renovatio) del Imperio romano. ¿Acaso la legitimidad alcanzada por Pipino el Breve delante del papa Zacarías en 754 no había sido suficiente? Al parecer no, fue la respuesta de Alcuino, y su proyecto de una unificación de Europa hubiera llegado más lejos de no ser por algunas dificultades. Hasta los edificios de Aquisgrán, como el palacio de forma octogonal, se convirtieron en parte de ese sueño imperial. La guerra educa a los individuos y los transforma; por ese motivo reclaman la participación de los pauperes qui in exercitum ire debent para las expediciones públicas con las que se fortalece el imperio. Carlos se encuentra situado en medio de un vasto mundo cuya medida la fijó el irlandés Dicuil, y construye otro dentro de él, un mundo rodeado de marcas y decorado con su imagen en las monedas que acuña para mayor gloria suya y de su familia.
En 778 Carlomagno se puso en marcha para organizar la marca meridional de su imperio europeo. El objetivo era Zaragoza. Fue una expedición diferente, a la que los cantares de gesta posteriores dieron una pátina heroica al convertir a Roldán en la víctima de la equívoca actitud de los habitantes de la región. Carlomagno quería insertar esas tierras en la cultura europea de la que hablaba Alcuino. De inmediato comprendió que la hostilidad de sus habitantes presagiaba la tragedia. Lo que sucedió a las puertas de Zaragoza y luego en el desfiladero de Roncesvalles nunca ha sido aclarado del todo; pero formaba parte de una larga resistencia de los pueblos de cultura goda a integrarse en la «Europa carolingia». De regreso al palacio de Aquisgrán, Carlomagno reflexionó sobre el incidente; le importaba poco si habían sido árabes, bereberes, vascones o godos los que le habían impedido llevar la marca hasta el río Ebro; lo que quería saber era si tendría una nueva oportunidad y dónde. Que los sajones de Widukind se mostraran hostiles, o los ávaros de Panonia no le aceptaran en su papel del rey del mundo lo podía entender, pero no que lo hicieran los godos sometidos a la asfixiante fiscalidad de los mawlas sirios y de los aristócratas yemeníes partidarios de los omeyas de Damasco. Hojeando un mapamundi su mirada cayó sobre Bagdad, y pensó en establecer relaciones con aquel lejano califa abasí, aunque solo fuera porque tenían unos enemigos comunes, los omeyas. Sin embargo, también cabía la posibilidad de acercarse a una de las facciones godas instaladas en Narbona, Carcasona y Razès. El apoyo de aquellos oscuros nobles pirenaicos era crucial para una nueva expedición al otro lado de los Pirineos. En esos años se tejieron una serie de relaciones diplomáticas de las que tenemos noticias solamente por sus efectos ulteriores. En el centro de todas las negociaciones estaba la ciudad que sería el centro político del Imperio carolingio en el sur. Descartada Zaragoza por los sucesos del 778, y Pamplona casi por lo mismo, solo quedaban Tarragona y Barcelona. En la elección de una de esas dos ciudades intervinieron razones estratégicas pero también de legitimidad. No podemos olvidar a los comites barcinonensis, que vivían en una de ellas, un título romano y por lo tanto independiente de la herencia de los visigodos de Narbona o de Toledo; así era el poder de esos hombres, incólumes entre las tempestades que silbaban a su alrededor. Carlomagno decidió que fuese Barcelona la capital de la marca meridional del imperio, la Marca Hispánica, aunque probablemente nunca tuvo entidad jurídica, apunta Ramon d’Abadal, el gran experto de estos temas.
Carlomagno cambió mucho tras la coronación en la Navidad del 800. Su actitud resultaba a veces insondable para los allegados, incluido su biógrafo Eginardo. Más de setecientos años después, Alberto Durero buscó comprenderle en un grabado que respondía a los suntuosos retratos surgidos del humanismo europeo.
En ese grabado vemos a un hombre entrado en años con una espada en la mano derecha y la bola del mundo en la izquierda, emblemas de la soberanía, diría Percy E. Schramm. Un hombre distante, ajeno quizás a las exigencias de la aristocracia franca por consolidar la frontera meridional. Su hijo Luis el Piadoso se ha puesto al frente de una expedición pública con el fin de marchar hacia Barcelona. Carlomagno contempló mucho tiempo ese ejército. Le importaba muy poco la conquista de aquella lejana ciudad; perseguía solo su sueño imperial. Contemplando el grabado de Durero, nos damos cuenta de la actitud de Europa ante unos hechos de armas que cambiarían el destino de la Hispania romana. Solo con la mirada puesta en su descendiente Carlos V, también un emperador alemán implicado en los asuntos de Barcelona (célebre fue su estancia en el año 1519), podemos hacernos una idea de lo que significó aquella expedición del 801. En el centro de las renuncias está el hecho de que no acudiera a la expedición el divertido poeta Sedulio Escoto, que probablemente hubiera ofrecido una ciceroniana descripción de los hechos de armas; en cambio, contamos con el testimonio del poeta Ermoldo el Negro. De su pluma surgiría la narración del asedio y la conquista de Barcelona. Ermoldo está convencido de que es el gesto definitivo de una soberanía sobre los derechos godos de la región. Se apoyará en los derechos de esos «condes de la ciudad de Barcelona», cuya legitimidad es incuestionable para todos, y se dispondrá a restituir su orden frente al gobernador árabe y sus amigos godos. Reclama la herencia de la otra legitimidad goda, la que quedó truncada con la muerte de Hermenegildo, precisamente en Tarragona, la que enarboló su viuda Ingunda, cuando fue a buscar al emperador Mauricio.
La historia parece repetirse, al menos en la imaginación de los escritores de palacio. Los condes de Barcelona, cuya dinastía entroncaba con los merovingios, reclamaban los derechos sobre la ciudad y su territorio apoyados en el ejército franco. Luis, convencido de las dificultades que encontrarían los condes autóctonos durante los primeros años, dejó un fuerte destacamento de pauperes ocupando las tierras pero siempre preparados para la defensa del territorio en nombre del imperio. La actitud de recelo y a menudo hostil de los potentes de la región, la mayoría contrarios a la restauración de la legitimidad de los condes de Barcelona, llegaría a provocar numerosos altercados con los pauperes: altercados recogidos en los diplomas carolingios y que fueron dirimidos en el palacio de Aquisgrán. Pero da igual: por más investigaciones y lecturas de los documentos de la época que hagamos, nuestra comprensión de lo ocurrido en Barcelona en los años que siguieron al 801 se revelará demasiado corta, demasiado pobre nuestra información sobre el tejido político instalado en esas tierras tras la expulsión de los musulmanes, demasiado limitada nuestra imaginación para que podamos hacernos una idea adecuada del conflicto sobre la legitimidad del poder. Esto explica también lo que les ha sucedido a los historiadores que han tratado de analizar esta época, desde Pierre de Marca a Ramon d’Abadal, pasando por Narcís Feliu de la Penya y Joseph Calmette.
Esta confusa red de intrigas políticas entre vitizanos, leales a Hermenegildo, seguidores de la doctrina de san Isidoro, vascones y partidarios de la alianza entre godos y bereberes, le resulta ajena al sesentón Carlomagno, quien entonces solo estaba preocupado por el reconocimiento de su imperio por parte del basileus Miguel I. Cuando al final se hizo en 812 fue una excelente ocasión para ultimar los arquetipos literarios de su concepción del poder. Y precisamente en ellos, más que en las conquistas territoriales o en cualquier otra gesta militar, Eginardo quiso aludir a esa larga vida marcada por la gloria que había acompañado al emperador en un mundo bárbaro. En el fondo, él era el único gobernante con una concepción civilizada del poder que había sobrevivido a todos, desde los primeros años del desastre ante Zaragoza y de las guerras contra los sajones hasta la vejez honorable, ceremoniosa y cargada de honores. La vejez de quien ha sabido construir un imperio propiamente europeo a partir de un conglomerado de pueblos germanos y romanos. A fin de cuentas, la creación de una única moneda, el sueldo de plata, y de una letra común, la minúscula carolina, no eran más que dos aspectos de un proyecto más ambicioso.
En Barcelona y los territorios bajo su dominio, la política de Carlomagno se trataba de conjugar con el derecho romano. ¿Civilización carolingia o legitimidad visigoda? ¿Predominio de las leyes del imperio o de la violencia de los poderosos? ¿Gobierno nacional o local? Los condes de Barcelona escogieron la marcha hacia la soberanía, según Abadal, como un mal menor entre la política conciliar y el proceso de feudalización. Semejante decisión, después de todo, contaba con la bendición de los monjes y de los obispos de la región, casi todos ellos miembros de la casa condal o, como el anónimo autor de los Anales de Uzés informa en un tono altivo, que con el gobierno de los gobernadores francos se construye todo nuevo mediante la desaparición de la legitimidad goda en aquellas tierras. La brecha entre el pasado y el futuro se sitúa en la caída del conde Berà en 820 y el nombramiento del conde Rampó.
La osada superposición de dos principios de legitimidad, el que procedía de la herencia visigoda y del derecho romano y el que se asentaba en la conquista y ocupación franca, no tardaría en ser percibida y manifestada. Fue el conde Bernardo de Septimania, vinculado a una familia franca presente en la toma de Barcelona del 801, que lo entendía casi todo y hacía lo posible para que no se notara demasiado la influencia franca, quien mostraría el deseo de alcanzar la máxima autoridad (potestas escribe el Astrónomo, biógrafo de Luis el Piadoso) sobre el territorio de lo que con el tiempo será Cataluña. Y sin embargo, su rebeldía contra Carlos el Calvo, la frialdad habitual de su carácter, en el centro de una oscura conjura política, no aspiraba a la soberanía, como quizás comenzaron a pensar sus rivales de la casa de Carcasona y Razès.