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NAVARRA, MODELO DE REINO

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En el siglo X, la realeza era un activo agente de los cambios sociales. La búsqueda de una curia real diferenció a los pamploneses de los demás pueblos vascones. Esto hizo que se crearan leyes para asentar los derechos al trono de Jimena. La exclusión de los hijos varones de Fortún Garcés por parte de Sancho Garcés I y la reclamación de los derechos al trono de Toda derivaron hacia la exigencia de un reino que se pone de manifiesto en las campañas emprendidas en Aragón y en el Ebro y culminan con la conquista de Nájera. Después de las victorias de García Sánchez I (925-970), hijo del anterior, Navarra vio garantizada su independencia frente al acoso del califato y de los legitimistas leoneses. Los reyes recurrieron en más de una ocasión a las armas para defender sus derechos, encarcelando a los nobles que se comportaran de forma violenta y abusiva. Al fin, fue Sancho Garcés II Abarca (970-994) quien consiguió la consolidación del reino gracias a sus buenas dotes diplomáticas y a las relaciones de amistad con Almanzor.

La vida de los navarros se vería condicionada durante siglos por los resultados de la política de sus reyes en el siglo X; sobre todo desde que Sancho Garcés III el Mayor subió al trono y consolidó todos esos logros mediante la inclusión dentro de su ámbito de acción de una red de relaciones políticas, no solo entre hacendados locales o nobles vascones, sino también entre los guerreros de la frontera, atraídos a los ideales del reino por medio de pactos de vasallaje. Comienza así una época en la que los hechos y las palabras afectan continuamente a la ocupación del suelo, el orden social, los ritos de soberanía y la identidad étnica. En este sentido, las crónicas andalusíes califican a Sancho el Mayor como Baskinísh, «señor de los vascos». A casi mil años de distancia, esta observación alimenta una conciencia política y se convierte así en objeto de polémica sobre una supuesta soberanía vasca alrededor del año 1000.

Mientras viajaba por el Béarn para reunir los materiales con los que redactaría el cuarto libro de sus Crónicas, el historiador Jean Froissart se preguntó por la singularidad de los navarros. Al igual que otros viajeros del pasado, o turistas en el presente, asistió a las celebraciones y a los juegos protagonizados por los jóvenes navarros, y probablemente viera esa especial relación con los toros. Resulta difícil penetrar en el fondo histórico de la fiesta de San Fermín porque las leyendas sobre el encierro de las reses bravas se superponen a los testimonios que han llegado a nuestras manos desde el siglo XIV en adelante. Los «sanfermines» han sido, y son, el gran icono de toda la historia de Navarra, una influencia que en el siglo XX se ha dejado sentir en diversas generaciones de escritores e intelectuales desde Ernest Hemingway hasta Franco Cardini, pasando por José María Iribarren.

El reino de Navarra, en tiempos de Sancho el Mayor (992-1035), es una nueva fusión entre la doctrina eclesiástica y la violencia, que prometía ser el punto de partida de la incorporación de Hispania a la dinastía Jimena según Martín Duque. Mientras tanto, una nueva especie de hombres, los guerreros de la frontera, fijaban la naturaleza del enemigo, apoyados en la visión del mundo creada por los monjes en los claustros. Se trata de un grupo social turbulento y destructor, formado en su mayoría por jóvenes, es decir, hombres célibes, sin ataduras en el seno familiar, dispuestos a derribar las fortalezas árabes que impiden el paso del Ebro, que practican la violencia y la opresión de las minorías. Y, aunque Sancho el Mayor no contaba demasiado con ellos, sus ambiciones territoriales le obligaron a utilizarlos más de una vez, sobre todo cuando establece una alianza matrimonial con los descendientes del reino de Toledo, la dinastía leonesa. Se trataba de buscar en la casa de Alfonso V de León una mujer para su hijo «menor» Fernando.

España, una nueva historia

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