Читать книгу España, una nueva historia - José Enrique Ruiz-Domènec - Страница 82
CUESTIONES MÁS URGENTES
ОглавлениеMientras los musulmanes trataban de frenar, sin éxito, las incursiones cristianas en las tierras al sur del Tajo y al sur del Alfambra, una eclosión cultural pocas veces vista surgió en al-Andalus. La sociedad acomodada prefería seguir con mucho los avances en filosofía, medicina o astronomía a las noticias que se suponía iban a cambiar su mundo, si finalmente sus ciudades caían en manos de los montaraces reyes cristianos. Cuenta Ibn Jaldûn que un día apareció en Granada el médico Ibn Tufayl (1108-1185), vale decir, Abentofail, en compañía de un cordobés con grandes dotes para la filosofía llamado Abu al-Walid Muhammad ibn Rush (1126-1198), Averroes: encontraron al gobernador de la taifa sentado, discutiendo con el jefe de la guarnición la estrategia para impedir el ataque a la ciudad sin necesidad de recurrir a los almohades, que, al otro lado del estrecho de Gibraltar, esperaban la ocasión de intervenir en los asuntos andalusíes. Un médico y un filósofo se abandonaron a la idea de una aceleración del tiempo histórico, sospechando que el final de los años de tolerancia comenzaría en el instante mismo de la destrucción de las tropas granadinas, dispuestas para la guerra. Algo parecido le había ocurrido al visir de Zaragoza en 1118, el también médico Ibn Bayya (entre nosotros, Avempace), autor del gran libro Régimen del solitario, cuando tuvo clara la derrota de los musulmanes a manos de Alfonso el Batallador.
La literatura andalusí de mediados del siglo XII es la narración de una herida y los efectos de su cicatriz en las generaciones venideras, que sin vivir la invasión almohade sintieron sus efectos educativos. Tres nombres destacan en medio de una pléyade de poetas, filósofos, médicos, astrónomos y físicos: Abentofail, Averroes y Maimónides. Dos musulmanes y un judío se convirtieron así en los principales testigos de una historia de al-Andalus distinta a la oficial, que se manifiesta de forma individual a través de cada uno de sus libros pero que, al mismo tiempo, es la manifestación colectiva de una comunidad dañada por el dogmatismo de los integristas.
El testimonio de Abentofail (1110-1185) es un canto a la esperanza en el hombre en tiempos de penuria. Eclipsado a menudo por la fama de su discípulo Averroes, poco conocido fuera del estricto ámbito del arabismo, su obra está considerada entre las mejores parábolas sobre el rumbo vital de un individuo afectado. El título original Risala Havy ibn Yaqsan (‘El viviente hijo del vigilante’) no aclara de lo que trata este interesante libro; tampoco lo aclaran el subtítulo, «Sobre los secretos de la sabiduría oriental» ni los comentarios que hizo de ella en 1349 Moisés de Narbona cuando la tradujo al hebreo; en cambio sí lo hace el título que le puso su primer editor moderno, Edgard Pococke, quien en 1671 la publicó como Philosophus autodidactus, aunque quizás no hubiera tenido éxito a no ser porque Léon Gautier, al traducirla al francés, mantuvo ese título y además le dio una explicación alejada de las ideas de su traductor al inglés, el cuáquero George Keith, que convirtió el libro en un manual para los seguidores de sus peregrinas ideas sobre la luz interior en la mística islámica. No concibo un canon literario digno de ese nombre sin la presencia de El filósofo autodidacta, el hombre que se hace a sí mismo en medio de la tormenta de la vida muchos siglos antes que Daniel Defoe inventara a Robinson Crusoe.
La relación entre el guadijeño Abentofail y la cultura española arranca de una carta que en 1877 Gumersindo Laverde dirigió a su alumno Marcelino Menéndez Pelayo, por entonces estudiante en París, pidiéndole un ejemplar del «filósofo autodidacta». No pudo satisfacer la demanda de su maestro, pero en cambio quedó tan cautivado con Abentofail hasta el punto de convertirlo en el centro de su discurso de ingreso en la Real Academia Española, dedicado a la poesía mística. Allí afirmó, con su característica prosa: «Pocos libros habría en el mundo tan maravillosos como este Robinsón filosófico, en que el protagonista Hai, nacido en una isla desierta y amamantado por una gacela, crecido y formado sin trato ni comunicación con racionales, va elaborando por sí mismo sus ideas, procediendo de lo particular a lo general, de lo concreto a lo abstracto, del accidente a la sustancia, hasta llegar a la unidad y abismarse en ella, y sacar por fruto de todas sus meditaciones el éxtasis de los sufíes de Persia y el Nirvana budista. El autor, que pertenecía a la secta llamada de los contempladores, escribió su libro para resolver el problema de la unión del entendimiento agente con el hombre; pero, a semejanza de su maestro Avempace, en la epístola del Régimen del solitario, llega a la conclusión mística por vía especulativa». Esta apreciación positiva se convertiría en un completo reconocimiento cuando redactó el capítulo tercero de la Historia de las ideas estéticas en España (1883), donde llegó a escribir: «No hay obra más original y curiosa en toda la literatura arábiga que El viviente hijo del vigilante. Es más: pocas concepciones del ingenio humano tienen un valor tan sintético y profundo. Es, por decirlo así, una fantasía psicológica, un discurso sobre el método, desarrollado en forma poética». En 1948, Ángel González Palencia, al traducirla al español moderno, añadió algo al Filósofo autodidacta que quizás el arabismo no deseaba, un extra de españolidad que convertía la obra de Abentofail en una pieza magistral de una larga tradición literaria que culmina en El Criticón de Gracián.
Averroes (1126-1198) fue el discípulo que superó al maestro, el filósofo árabe más admirado en Europa, el comentador de Aristóteles, el único capaz de dar nombre a un movimiento intelectual que convulsionó los cimientos de la Universidad de París, el averroísmo latino, el responsable de una actitud ante la filosofía que llega sin retoques hasta la Life of Reason de George Santayana. Esa merecida fama, solo comparable a la del gran Avicena, en ocasiones nos hace olvidar al hombre que fue, al cordobés que vivió de lleno la aventura política de los almohades primero en su ciudad natal, luego en Sevilla y, finalmente, en Marrakech. También para Averroes, como antes para Abentofail y después para Maimónides, la revolución religiosa de los almohades de Ibn Tumart era una nueva fusión entre la doctrina del jihâd y la violencia, que prometía durar. Es una corriente belicosa que no solo practica el desprecio de los derechos individuales y la opresión de las minorías, en particular los judíos, sino que profesa que así debe ser, que proclama la doctrina de que solo el islam es el camino de salvación. Y aunque Averroes no quería entrar en conflicto con las autoridades almohades, sino razonar con ellas, su actitud crítica a veces le pierde ante los ojos de los halcones del régimen. La condena de Averroes por los teólogos doctrinarios del Magreb no debe hacernos perder el auténtico significado de su Tahafut al-Tahafut («Destrucción de la destrucción»), un ensayo filosófico cuyo tema es la recuperación de la racionalidad en la conducta humana. No era una tarea fácil. Por ejemplo, la Nizamiya de Bagdad (que hacía por entonces el papel que la Universidad de Berlín tuvo a comienzos del siglo XIX), donde un noble persa cargado de fama, Abu Hamid Muhhamed al-Gazali (1058-1111), al que en Occidente se le conoce como Algacel, había ido a exponer la tesis de la destrucción (o quizás simplemente refutación) de la filosofía en nombre de la fe. Ese libro, Tahafut al-Falasifa («La destrucción de la filosofía»), preparó el terreno para una larga controversia en materia religiosa.
La destrucción de la filosofía de la que habla Algacel se convierte en «destrucción de la destrucción» en la obra de Averroes, texto de referencia de cualquier intento de recuperación de la filosofía en el mundo de la corrección religiosa. Uno de los párrafos claves de este texto suena así: «Los partidarios de la Creación arguyen que el agente [Dios] produce un ser sin necesitar, para su producción, ningún material preexistente. Son tales imaginaciones lo que ha conducido a los teólogos de las tres religiones existentes en nuestros días a decir que algo puede salir de nada. La moción es eterna y continua; toda moción tiene su causa en una moción precedente. Sin movimiento no hay tiempo. No podemos concebir la moción como algo que tenga principio o fin».
Esas ideas llegaron a París, sin escalas, instantáneamente, en el siglo XIII de la mano de Siger de Brabante, protagonizando uno de los episodios más universales de la historia de la filosofía, al que Ernest Renan, prestigioso profesor del Collège de France a finales del siglo XIX, prestó toda la atención de la que era capaz en su trabajo Averroes y el averroísmo. Al traducir los comentarios sobre Aristóteles del insigne cordobés de cultura árabe y religión musulmana, los escolásticos de la Universidad de París descubrieron la razón a la hora de analizar la existencia de Dios. Averroes no hace sino afirmar la necesidad de un entendimiento entre religión y filosofía, con todo su conflictivo equipaje cultural, que incluía el problema de la creación del mundo, centro de los principales dogmas de las tres religiones monoteístas dominantes en el siglo XII: la judía, la cristiana y la musulmana. Ello era del todo inevitable, pero también era parte del proceso crítico, imaginativo e incluso piadoso, donde la razón se encuentra con la fe. En ese encuentro la filosofía se convierte, para Averroes, en una indagación del significado de la existencia con las miras puestas en la mejora del hombre. El mundo en el que vive es eterno; los movimientos de los cielos nunca empezaron y nunca terminarán; la Creación es un mito.
Esto necesitaba ser dicho en el siglo XII, y se dijo en Córdoba mientras los almohades tomaban posición en al-Andalus conquistando sus principales ciudades: Sevilla (1147), a la que hicieron capital de su imperio, Córdoba (1148), Badajoz (1150), Granada (1154) y Valencia (1172). Las relaciones entre Averroes y los emires de los creyentes fueron cordiales, a veces incluso amistosas, hasta el extremo de ser nombrado cadí, justicia mayor, de Sevilla en 1169, siguiendo la saga familiar (su padre y su abuelo también lo habían sido) y luego, en 1172, de Córdoba. Ejerció su cargo sin el menor atisbo de crítica; solo sus ideas eran a veces objeto de censura, pero aun así pudo desarrollar un pensamiento necesario en su tiempo, que quizás no era políticamente correcto o religiosamente aceptable o culturalmente glorificable o sentimentalmente reconfortante, con todo era necesario que alguien lo hiciera, y fue Averroes quien lo hizo. Su obra proclama el derecho a la conciliación de la filosofía y la religión, de la razón y la fe. Es cierto que en 1194 el emir Abû Yûsuf Ya’qûn al-Mansur, desde Sevilla, ordenó que se quemasen todas las obras de Averroes, salvo unas pocas dedicadas a las ciencias naturales, e instó a la gente a echar al fuego todo libro de filosofía dondequiera lo encontrasen. Al cabo, Averroes triunfó sobre la intolerancia: no solo en París con Siger de Brabante o Juan de Jandún, sino más allá, en el mundo de las ideas que nunca perecen. Sus obras, a la espera siempre de ser leídas una vez más, son el más preclaro testimonio de la imposibilidad de detener el pensamiento.
Maimónides (1135-1204) fue un caso excepcional, cuya vida y obra muestran alguno de los aspectos fundamentales de la cultura andalusí en la segunda mitad del siglo XII. Su verdadero nombre era Moisés ben Maimón y había nacido en Córdoba. Su padre fue un distinguido médico y juez de la ciudad que canalizó a su hijo hacia el estudio de la Biblia, donde demostró unas dotes extraordinarias, y le convirtió en poco tiempo en un respetado rabino de la ciudad. Se interesó igualmente por la medicina, las matemáticas y la filosofía. La invasión almohade afectó a su vida. En 1159 lo encontramos en Fez, y unos años más tarde en Palestina hasta que en 1165 se instala definitivamente en el Viejo Cairo tras una breve estancia en Alejandría.
En Egipto, donde llevaba una vida de exiliado, prosperó hasta convertirse en nagid o jefe de la comunidad judía de El Cairo, sin olvidar por un momento sus intereses en el campo de la medicina y de la filosofía. Llegó a escribir en esos años más de diez obras médicas en árabe, siguiendo las ideas de Hipócrates, Galeno, Dioscórides, al-Razi o Avicena: un acto verdaderamente heroico de vindicación del saber médico para la vida cotidiana. Su pasión por el estudio es su pasión por el hombre que necesita ayuda. En Makala fi-l-jima (Ensayo sobre las relaciones sexuales), Maimónides hace suyas las angustias del sultán Muzafar I, sobrino de Saladino, al que comprende más como hombre que como médico: «El sultán me ha ordenado componer un tratado que le ayude a aumentar sus poderes sexuales, pues ha tenido algunas dificultades de esta clase. No desea abandonar sus costumbres con respecto a las relaciones sexuales, está alarmado por la declinación de su carne y desea un aumento de su virilidad con motivo del número creciente de sus esclavas». La medicina y la filosofía se aunaron para afrontar una de las obras más decisivas de la humanidad, la Guía de perplejos, escrita en 1190 en árabe con caracteres hebreos, aunque pronto fue traducida al hebreo con el título de Moreh Nebuquim, y al latín, lo que provocó una de las tormentas intelectuales más intensas de toda la Edad Media. Y ello por varios motivos. No solo porque reclama que muchos pasajes bíblicos tienen varios significados (literal, metafórico y simbólico), sino sobre todo porque afronta el espinoso asunto de la creación, en esa línea, el de la divinidad. Los dogmas disminuyen y eliminan nuestra capacidad de discernimiento de la realidad de Dios; mientras que por otro lado la razón queda perpleja ante la pregunta esencial del ser humano: si Dios creó el mundo en el tiempo o es eterno el universo de materia y movimiento como quería Aristóteles y por supuesto Averroes. La Guía es un intento de integrar toda la cultura de su tiempo en una misma herencia, mediterránea sin duda, judía pero también griega, latina, árabe, kurda, turca: una cultura mestiza, una opción de compromiso entre dos sistemas religiosos excluyentes, la cristiandad y el islam, dos bandos enfrentados, devorados por sus insensatos odios, que anulan la convivencia y ponen fin al equilibrio del mundo. Un sueño del que se despertaban cada día al comprobar la pesadilla de su tiempo.
Por lo demás, la lucha diaria a la que todos los hombres se sienten obligados le impidió al final de su vida dedicar tiempo a la conversación y el diálogo. Aunque no fuese verdad, la sensación de estar dominado por el curso rutinario de los acontecimientos le llevó a escribir una carta en tonos un tanto cursis sobre la vida de un sabio al que no reconocen como es debido: «Vivo en Fustat y el sultán reside en El Cairo, a dos jornadas. Mis deberes acerca del regente son muy pesados. Estoy obligado a visitarlo cada día, a primera hora de la mañana; y cuando él o alguno de sus hijos o cualquier miembro de su harén se halla indispuesto, no me atrevo a salir de El Cairo, sino que debo estar la mayor parte del día en palacio. No regreso a Fustat hasta la tarde. Entonces estoy casi muerto de hambre. Hallo las antecámaras llenas de gente, teólogos, alguaciles, amigos y enemigos. Desmonto, me lavo las manos y ruego a mis pacientes que me disculpen mientras tomo un refrigerio, la única comida que hago en veinticuatro horas. Luego atiendo a mis pacientes hasta el anochecer, y a veces dos horas más, o aun más tarde. Receto acostado, a causa de mi fatiga; y al llegar la noche estoy tan agotado que apenas puedo hablar. En consecuencia, ningún israelita puede venir privadamente sino en el Sábat. En ese día toda la congregación, o por lo menos la mayoría, viene a verme después del servicio matutino y la instruyo. Estudiamos hasta el mediodía, hora en que se van».
¿Qué hay detrás de esa queja? Cabe una interpretación literal. Maimónides se sentía cansado, sin ganas de seguir. El rey Ricardo I de Inglaterra le pidió que se marchara con él cuando dejó Palestina. Se negó. Saladino le premió con una pensión vitalicia al verle tan alicaído y triste. Pero también cabe una interpretación metafórica, como él mismo aconsejaba en su Guía. Una carga vital de esa naturaleza solo responde a la conciencia del exilio, a envejecer en una tierra extraña. Aunque Egipto fue para Maimónides un lugar idealizado, su alma y su corazón siempre miraron hacia Sefarad, a la que añoraba. El debate intelectual y el prestigio como médico de la corte no compensaban la ausencia del paisaje que le había visto nacer, ni la memoria de su familia cordobesa. Tenía miedo a morir sin regresar, como así fue. Y ese miedo lo convierte en queja de la pesadez de la vida diaria. Quería contemplar por última vez el atardecer en los campos que circundan Córdoba, mirar sus jardines, aspirar su aire. Murió en 1204, a los sesenta y nueve años: era el autor judío más notable de su siglo, y de muchos siglos venideros.