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EL IMPERIO HISPÁNICO

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Durante al menos nueve años, entre 1118 y 1127, los reyes y los condes, que por entonces regían el norte de la península Ibérica, se dedicaron a debatir cuál de ellos debía coronarse imperator Hispaniae. Aparece de nuevo la cuestión de la legitimidad para administrar el legado visigodo. Letrados y juristas se dividieron en bandos opuestos, presentaron diferentes argumentaciones a favor de sus defendidos mediante el recurso a viejos textos y a la creación de organigramas ilustrativos de la antigüedad de la dinastía a la que defendían. Unos opinaban que el emperador debía pertenecer a la casa de León, como había sido siempre, al menos desde los tiempos de Alfonso el Casto, rey de Asturias; otros, por el contrario, con una lógica implacable, reclamaban el derecho de la dinastía Jimena, los descendientes de Sancho el Mayor, cuyo eximio representante en esos años era Alfonso el Batallador, rey de Aragón, casado además con Urraca, reina de León y de Castilla, viuda de su primer marido Raimundo de Borgoña, con el que había tenido un hijo, el futuro Alfonso VII. Si las circunstancias hubieran sido las normales, un debate como ese no habría tenido nada de excéntrico ni pedante, a pesar del lenguaje utilizado por los escritores áulicos: explicar el derecho de cada una de esas dinastías a la diadema imperial era la respuesta natural de una sociedad medrosa por la presencia de los almorávides en al-Andalus a la cuestión de la legitimidad del poder, el equivalente hispánico al derecho divino esgrimido en esos mismos años por los güelfos y los gibelinos a la hora de reclamar la corona del Sacro Imperio Romano Germánico.

Ramón Berenguer III, conde de Barcelona y marqués de Provenza, el más rápido en percibir la situación, ideó la teoría del Estado dinástico para explicar la organización del poder en los diferentes reinos peninsulares; según esta teoría, el poder de los reyes y de los condes soberanos, como era su caso, residía en la capacidad de crear un pacto duradero entre todos ellos. De ese modo cada dinastía quedaba vinculada a las demás y se reforzaba gracias a los intercambios matrimoniales. La idea de Ramón Berenguer III cobró fuerza en medio de la crisis entre Alfonso el Batallador y su mujer Urraca, a la que no eran ajenos Alfonso Raimúndez, el hijo de la reina y su primer marido Raimundo de Borgoña, ni los nobles navarros deseosos de romper la dependencia con «ese» rey de Aragón. Cualquiera que en la década de 1120 quisiera algo en el mundo de la política tenía que aceptar que tarde o temprano se impondría el Estado dinástico. En los momentos de mayor crispación, los grupos enfrentados no combatían solamente con argumentos doctrinales extraídos de las crónicas sino a veces con las armas. A esa situación se llegó cuando ambos reyes se encontraron frente a frente en las llanuras de Támara de Campos, en junio de 1127.

La política a veces hace retroceder el tiempo. Alfonso el Batallador y Alfonso Raimúndez se presentaron en la llanura de Támara con sus ejércitos dispuestos para el combate. Debían resolver viejos litigios territoriales, creados setenta años antes, en la batalla de Atapuerca (1054), y sobre todo determinar de una vez por todas quién tenía el derecho de titularse imperator Hispaniae. El morbo de los cronistas contagió a ambos reyes, cuya ambición necesita ser recubierta por una artificiosa pátina de historia. Y así ambos caen en la misma trampa de la legitimidad, que sus cortesanos han preparado para ellos, y se lanzan a las grandes frases, con el fin de resolver el contencioso sin necesidad de recurrir a las armas; ninguno de los dos quiere morir por una causa como esa. En su miopía, piensan que el acuerdo será suficiente para proseguir sus propias andaduras. No calculan que se trata de palabras que solo podrán ser refrendadas por los hechos, y en esa llanura no están todos los que deberían estar.

El acuerdo es el siguiente: Alfonso el Batallador se llamará a partir de ese momento rey de Aragón, Pamplona y Navarra; mientras que Alfonso Raimúndez, rey de Castilla y de León, llevará el título imperial. Sin embargo, meses después de la firma, se revelan las verdaderas intenciones de uno de ellos, cuando Alfonso Raimúndez recibe en Saldaña (Burgos) a una comitiva de nobles catalanes enviada por Ramón Berenguer III para asistir a la boda del «emperador de las Españas» con la hermosa y culta Berenguela. Está claro que este hecho describe el paso de la vieja concepción del equilibro peninsular a la nueva concepción del Estado dinástico, surgido de la unión de los reyes de Castilla y León con el casal de Barcelona.

Una de las verdades más amargas e incomprensibles para los hombres que aún sentían aprecio por Alfonso el Batallador es la que el autor de la Chronica Adefonsi Imperatoris anuncia casi de pasada: «en la asamblea solemne de León, se acordó llamarlo emperador al rey puesto que reyes, condes y duques estaban en todo obedientes a él». Aquí nombraba uno de los enigmas que aún queda por resolver de la historia española: a la coronación de Alfonso VII como imperator Hispaniae en 1135 siguió el acuerdo para que Ramon Berenguer IV, conde de Barcelona, su cuñado, fuese el futuro marido de la niña Petronila, que acababa de tener Inés de Poitiers con Ramiro II, el Monje. Y la perfección de este hecho de alta política se alcanza cuando los escritores de la corte de Barcelona desarrollan la teoría del principado. En cuanto a los resultados de la unión dinástica entre el reino de Aragón y el condado de Barcelona, serán mucho más fecundos y estables si se adopta una conciencia política como la catalana de esa época, la más experta (Vicens Vives y Ferrater Mora lo demostraron) en fomentar el pactismo.

La teoría política, a través de la cual la Corona de Castilla y la Corona de Aragón triunfan a finales de la década de 1130 sobre sus rivales en la Península y fuera de ella, se apoya en dos axiomas: que la soberanía debe asentarse en la conquista de tierras a los musulmanes y que esa conquista debe ser pactada entre los reyes cristianos. El primer punto planteaba el problema de los derechos conculcados a los autóctonos; era preciso una sanción superior a la del derecho de propiedad, y será la sanción de la «reconquista», es decir, de ocupar de nuevo una tierra que en otro tiempo fue suya. Castilla y Aragón se situaron así como un cuerpo místico, con el poder de conferir la soberanía de unas tierras arrebatadas a los adversarios en una guerra declarada santa. La aporía a la que los cronistas intentaban encontrar remedio era, antes que política, doctrinal. ¿En qué leyes se asentaban los derechos sobre las tierras que durante siglos habían sido de los autóctonos? Pero la escasa legalidad de la ocupación de Tortosa y Lérida por parte de Ramón Berenguer IV se hacía evidente porque el cuerpo del principado de Cataluña no era místico, o no lo era más de como lo fueran los genoveses, aventureros del mar, que viajaban con el signo de la cruz en sus naves.

El segundo punto ofrecía una solución más acorde con los ideales del Estado dinástico. Alfonso VII llegó a un acuerdo con su cuñado y amigo Ramón Berenguer IV, primero para organizar una expedición a Almería y luego para repartirse las tierras de los musulmanes, como hicieron en la localidad navarra de Tudillén en 1151. Una decisión a favor de los dos parientes, y en detrimento del reino de Navarra, excluido del botín peninsular, que continuó de forma incesante en los siglos siguientes. El derecho de conquista, que estableció su propia ley en la década de 1150, con los repartos de las tierras en Tortosa, remite al nombre de un país, Cataluña, cuya acta de nacimiento se hace precisamente en el momento de ocupar la desembocadura del río Ebro. La primacía de la praxis quiso borrar el recuerdo de aquellos habitantes desposeídos de sus propiedades por haber sido los vencidos; pero la memoria perdura más que la acción. Permanece todavía en las matrices culturales y en la forma de entender la relación con el paisaje.

La teoría de la reconquista como resorte no despreciable de la expansión territorial, que podía parecer una exageración en tiempos de Alfonso el Batallador, encuentra un sólido apoyo en Ramón Berenguer IV y Alfonso VII. Existe en la práctica una cierta complicidad entre las emergentes órdenes militares y la vanidad del conde de Barcelona y del «emperador de las Españas», que sienten de repente que con la ayuda de esos monjes-soldados pueden conquistar al-Andalus. Todo ello culmina en la creación de los llamados segundos reinos de taifas, surgidos del desplome de los almorávides, y se invierte en la década de 1140 con la llegada de los almohades, que no tienen los escrúpulos morales de sus predecesores. Mientras los almorávides sintieron la necesidad de camuflar la guerra santa detrás de algún alfaquí maliquita, los almohades van mucho más lejos y tienen la insoslayable pretensión de señalar a la sociedad andalusí cuál es su bien, obligándola a atenerse a él.

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