Читать книгу España, una nueva historia - José Enrique Ruiz-Domènec - Страница 71
EL VALOR DE LAS PARIAS
ОглавлениеEn la gran política alrededor de 1050 se forma un eje entre Fernando I, rey de Castilla y León, Ramón Berenguer I, conde de Barcelona, y los reinos de taifas: descuello de la economía de pillaje sobre cualquier otra forma económica, incluida la organización del territorio. La riqueza andalusí se convierte en objetivo prioritario. Se fija el pago de unos tributos, llamados parias, que consolidan las formas de vida noble, pero con nulo efecto en la economía agrícola y ganadera. Desde lejos solo se ven las correrías de los caballeros y de vez en cuando sus disputas a la hora de cobrar un pago, para recordar que las parias son un patrimonio público, frente al deseo de los «recaudadores» de hacer un uso privado de ese oro a favor de su propia mesnada. Dentro de los recintos eclesiásticos, un poco ocultos a los ojos de la gente, incluidos los nobles de la región, el oro de las parias se convertía en el principal estímulo para la construcción de nuevas iglesias o monasterios. Fernando I otorgó una renta de mil piezas de oro a la abadía de Cluny; la condesa Elisabeth, esposa de Ramón Berenguer I, entregó sumas similares a todas las iglesias catalanas según consta en una minuta hecha en su nombre donde se anotan con todo lujo de detalles la suma entregada, el lugar y el motivo.
El abad de Cluny pensaba, con malicia, que Fernando I, al igual que Ramón Berenguer I, no podía salir de las fronteras que había heredado de sus antepasados si mantenían el valor de las parias. Sensible a cualquier concepto nuevo, respetuoso con las imágenes del arte románico que se iban instalando en varios monasterios de la Tierra de Campos como San Benito en Sahagún, Fernando I es el oyente más perceptivo de los rituales agresivos de la música cluniacense, maestro en percibir los ideales políticos de los monjes borgoñones, lo hiciera en el Concilio de Coyanza de 1055 o, según Charles J. Bishko, en la supuesta reunión de 1063. Suya es una determinada concepción de la guerra contra los musulmanes que encontramos en la conquista de Lamego (1057), Viseu (1058) y, sobre todo, de Coimbra (1064). No menos que en la articulación de un reino, en ese timbre de la guerra de cruzada está su destino.
Si la historia del siglo XI tiene un sentido, los dos nietos de Sancho García, Fernando I y Ramón Berenguer I, no hicieron sino otorgárselo: a partir de 1063, desde dentro de la maquinaria política y administrativa del feudalismo, estos dos hombres dieron el paso de más que, irónicamente, al cumplir las promesas de la reforma gregoriana, hacía inútil su dominio del mundo. Si era cierto entonces, y lo sería durante al menos cuatro décadas más, que la organización territorial en Castilla y Cataluña, pero también en León, Navarra y Aragón, fue el producto, no de la economía de pillaje y de las cabalgadas de los guerreros en la frontera, sino del desarrollo del ideal de la guerra de cruzada promovida por los monjes de Cluny, entonces también es cierto que el siguiente paso era permitir la aparición de un Estado feudal a medida que la nobleza asumía las funciones palatinas. El alférez en Castilla o el senescal en Cataluña empezaron a ocupar los espacios de los jueces. Los consejos de barones cedieron la iniciativa a la cancillería, la corte a las abadías y monasterios. Se tomó una decisión fundamental: dentro de todos los niveles de la sociedad, la conquista de al-Andalus debía ser el objetivo prioritario.
Seguramente fue esta disposición agresiva la que más irritó a los reyes de taifas. Nada les fue reclamado por los cronistas árabes con mayor acrimonia a Fernando I y a Ramón Berenguer I que su taimado papel en la ocupación de Barbastro por los cruzados en 1064, a cuya cabeza estaba el rey de Aragón. Para consumar el paso a la guerra santa, los reyes de taifas pidieron ayuda a las tribus del Atlas. Al-Andalus está políticamente descentralizado pero religiosamente unido por un hecho incuestionable para ellos: la pertenencia a la umma islámica. Esta petición de ayuda se hizo más agónica a medida que se iban descubriendo los planes de la nueva generación de gobernantes cristianos.