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AL PIE DEL TRONO

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En la década de 1170, tres reyes se disputaban la supremacía política en la península Ibérica: Alfonso II, rey de Aragón, conde de Barcelona y marqués de Provenza; Fernando II, rey de León; y Alfonso VIII, rey de Castilla; los tres tenían en común una abierta devoción por la emperatriz Berenguela, tía del primero, madre del segundo, abuela del tercero, hasta tal punto que este período fue llamado por un poeta «aquel cuando los reyes parientes son». Los tres habían sido educados en los ideales cistercienses, orientados a la consolidación del Estado en estas regiones de Europa. San Bernardo, con una pasión solo comparable a la que en nuestra época mostró Georges Bataille, proponía con una brillante metáfora el camino que había que seguir: «Igual que el aire inundado de luz solar parece transformarse en claridad luminosa, hasta el punto de que acaba pareciendo no que está iluminado, sino que es luz, así todo apetito humano debe llegar, en los santos, a fundirse, a licuarse para derramarse enteramente en la voluntad de Dios». Esta nueva espiritualidad podía parecer mística en un principio, señaló Julius Schwietering; sin embargo, era más bien un remolino ideológico que sirvió de reclamo a la guerra santa contra el islam, no solo para los caballeros templarios, sus preferidos, sino para el resto de los caballeros que desearan encontrar la salvación eterna en el uso de las armas.

La cultura nobiliaria, la jactancia de casta, abandonadas al juego cruel de los favores de la corte, se reavivaban, hasta un tácito fanatismo, en la elaboración de los gustos, en la búsqueda de un sentido divinal de la existencia frente al enemigo musulmán. Y, sobre todo, el edificio ideológico cisterciense mostraba la superioridad de la civilización católica sobre las demás, mostraba un camino de salvación y un programa de redención. Retengamos esta evidencia de la política de esos años: san Bernardo extrajo de la sensibilidad guerrera los tres valores fundamentales de la nueva cultura cristiana, la lealtad, el valor y el amor; y lo hizo para educar a los laicos, reunidos en la corte, al pie del trono, y poder restaurar así el oficio real. La nueva caballería transfigurada por el Císter está mejor preparada para administrar las glorias del más allá, pero también para apuntalar el Estado dinástico. Por ese motivo, los reyes convirtieron a los monjes blancos en los guardianes de sus necrópolis: Poblet, Santes Creus o Las Huelgas son buena prueba de ello. Además, con su inestimable ayuda, barrieron de un solo golpe todo lo que se oponía al control monárquico de la justicia, la organización territorial o la fiscalidad.

Como en el resto de Europa, el tiempo en España discurre muy rápido en el último tercio del siglo XII. Es entonces cuando se produce la gran mutación, cuando se pasa decididamente de lo castizo a lo refinado promovido por la cultura cortés de los trovadores y de los juglares, del trueque a la economía monetaria, de la mesura en la frontera a una política de guerra abierta contra los almohades, de las aldeas abiertas a las ciudades con sólidas murallas. Es un tiempo en el que a los hombres les resulta difícil imaginar las formas de vida de sus abuelos, y por eso aparece la épica para explicarlas. Detrás de ese brusco cambio están las granjas y las abadías cistercienses, apoyándolo, dirigiéndolo. El hecho decisivo fue, no obstante, que estos tres reyes tuvieron conciencia del cambio y de las posibilidades que este generaba para sus respectivos países; también para una imagen de España sujeta a la tiranía de una ocupación foránea, la de los almohades. Estos son los tiempos en que renace la figura del otro: el moro que ocupa ilegítimamente España o el cátaro y el hereje como figuras de la disidencia ante los valores cistercienses. Estos son los tiempos que hacen de cada conciencia individual la heredera de una tradición secular que es imperativo renovar, aunque sea a costa de radicalizarse. Estos son los tiempos de los tres grandes reyes creadores de la modernidad del siglo XII en España.

Comencemos por Alfonso II, rey de Aragón, conde de Barcelona y marqués de Provenza (1162-1196), el rey que culmina el proyecto político que su padre Ramón Berenguer IV y su abuelo Ramón Berenguer III habían comenzado veinticinco años atrás. Una vez coronado en Zaragoza, siendo aún un niño, la instalación del oficio real en la corte de Barcelona se hizo manifiesta. Tres razones fundamentales explican, a mi parecer, el hecho de que el oficio real se instalara bajo su forma profana, en la línea de los Plantagenet, en el círculo político de Alfonso el Trovador.

La primera de ellas es la precoz madurez de una doctrina política orientada a situar al rey por encima de los nobles feudales. Mientras que su célebre abuelo y su no menos célebre padre habían recurrido principalmente a las instituciones de Paz y Tregua de Dios de origen monástico para ordenar el territorio y controlar la turbulencia de los caballeros sin tierras, Alfonso solicitó desde el primer momento una reflexión concreta sobre la supremacía real. ¿Es acaso una casualidad que en esos años se elaboren listas de censos para un mejor control de las finanzas públicas y que el texto por excelencia de su reinado sea el Liber Feudorum Maior, un bello códice miniado, el tesoro más bien cuidado en el Archivo de la Corona de Aragón, donde el deán Ramón de Caldes anotó sistemáticamente los engranajes del Estado feudal?

El poder de Alfonso estaba, en segundo lugar, bien arraigado en un principio dinástico: él pertenecía a la antigua familia real de Aragón, es decir, de Navarra; era por tanto el continuador de una dinastía que contaba con un ilustre antepasado, Sancho el Mayor, sin menoscabar el recuerdo de su tío abuelo materno Alfonso el Batallador, cuyo nombre llevaba con orgullo. Extraía gustoso de la cultura navarra los materiales de un edificio ideológico construido contra la realeza leonesa y sus aspiraciones imperiales. Es sabido que los literatos que escribieron por encargo para él explotaron las genealogías de Roda y erigieron a la estirpe de Jimena frente a la legitimidad visigoda de los reyes de Asturias, en especial Alfonso II el Casto. ¿Acaso por este motivo un cronista tardío, en la corte de Pedro el Ceremonioso, le calificó como Alfonso el Casto, rey de Aragón, como se le suele conocer todavía? El atributo es del todo erróneo, no solo en su acepción popular, ya que Alfonso fue un notorio seductor, acusado en más de una ocasión de burlar los muros del monasterio femenino, cisterciense por supuesto, de Vallbona, con el fin de visitar a alguna novicia, como si de un don Juan Tenorio se tratase: esa es al menos la acusación que vertió sobre él el trovador Guillem de Berguedà cuando le censuró sus aventuras con Marquesa, esposa del noble Pons, a la que, según este testimonio, cubrió en más de una ocasión. Desde esta perspectiva el adjetivo que mejor le cuadra es el de «trovador» que propuso para él Martín de Riquer, no solo porque se le conocen algunas canciones de amor, sino también en honor de su bisabuelo, el gran duque Guillermo IX, duque de Aquitania.

La instalación del oficio real en Barcelona en el círculo de Alfonso el Trovador se explica, en tercer lugar, por el uso de la memoria como fundamento de la cultura cortés. El canciller Ramon de Caldes, el mismo que compiló el Liber Feudorum Maior, se dedicó a revisar, con gran indignación de algunos viejos aristócratas, la historia reciente de Cataluña buscando a los responsables del asesinato del conde Ramón Berenguer II, bisabuelo del rey. En ese ambiente de desolación y turbación surgen las primeras manifestaciones de la literatura novelesca en provenzal, cuyo eco se percibe en el Jaufré, una obra reelaborada más tarde, pero cuyo texto original debe situarse en estos años. El tema de la novela era semejante al de los relatos de la Tabla Redonda escritos en el norte de Francia por Chrétien de Troyes y otros autores: una exhortación moral sobre los valores de la caballería profana, que apoya al rey en su decisión de ordenar el territorio aunque sea en contra de la voluntad de la levantisca nobleza feudal. Puesto que la caballería transfigurada por el Císter era el brazo armado del rey, convenía darle una imagen romántica. Reajuste decisivo. El Estado será el garante de la conquista realizada años atrás de los reinos de taifas de Lérida y Tortosa.

Las ventajas de los caballeros eran numerosas. Tenían en Alfonso a un verdadero jefe, que aportaba a los consejos de los barones una sólida visión del poder público, fundamento de la futura Corona de Aragón. Alfonso tropezó con numerosas resistencias locales, a veces dobladas en cuestiones religiosas, como el movimiento cátaro; pero nunca con una resistencia nacional. Tenía además una aplastante superioridad de armamento. Después de la derrota de los almorávides en Cutanda, ningún ejército peninsular podía oponerse a la caballería feudal de los aragoneses y los catalanes. Por indicación del rey se construyeron fortalezas en lugares estratégicos, casi inexpugnables. Los aldeanos ayudaron a levantar esas torres almenadas que servirán después para imponerles respeto. Tres lenguas son empleadas a la vez en su reino. La corte, los señores feudales catalanes, los jueces y levitas de Barcelona hablan catalán, pero redactan sus documentos en latín; mientras que los nobles aragoneses y el alto clero de Zaragoza hablan aragonés, aunque también redactan las actas de gobierno o los acuerdos privados en latín. El provenzal es la lengua de la cultura literaria, la que emplean los trovadores en la cansó o el sirventés, con independencia de donde hayan nacido. Además, un interés común parece unirles: la definición de las fronteras meridionales y el reparto de una posible conquista de al-Andalus.

Fernando II de León (1157-1188) se adueñó conscientemente de la vitalidad que, pese a los gestos de su padre el emperador Alfonso VII y de su abuela Urraca, fluía hacia las tierras del noroeste peninsular, gracias al Camino de Santiago. Nada fue más envidiado por su primo hermano Alfonso el Trovador que ese desarrollo económico basado en el intercambio comercial promovido por millares de peregrinos que acudían de toda Europa a visitar la tumba del apóstol. Parecía imposible que la riqueza se moviera en esa dirección, y no hacia los puertos del Mediterráneo. Así, las ciudades de León, Astorga y sobre todo Santiago fueron las grandes favorecidas por Fernando, que llevará el cuerpo de su madre, la bella emperatriz Berenguela, hasta esta última ciudad.

De joven, el carácter de Fernando se vio configurado por dos importantes hechos: la cercanía a la nobleza gallega vinculada a los intereses políticos del reino de Portugal que terminaría con su boda con Urraca, hija de Alfonso Enríquez, y los consejos políticos recibidos de su tío Ramón Berenguer IV por medio de una rica correspondencia. Los leoneses, a juicio de Fernando, eran especiales, como reconocían incluso los demás reinos hispánicos, en Castilla a regañadientes. La creación de una curia regia era el marco más idóneo para consolidar el reino. En la curia regia, como pretendía Fernando y consiguió finalmente su hijo Alfonso IX en 1188, el apoyo mayoritario de los representantes de las ciudades era la clave para limitar el poder de la nobleza y de la Iglesia. Por consiguiente, si el rey lograba ganarse la confianza de ese brazo ciudadano podía ser más eficaz que cualquier noble de la región, por valiente que se hubiera mostrado en la guerra y por muchos blasones que pudiera esgrimir y por bien relacionado que estuviera con los guerreros de la frontera.

Esta preeminencia solo podía alcanzarse a través de las obras de arte. Fernando II promocionó al maestro Mateo en su trabajo en la catedral de Santiago de Compostela, incluido un proyecto de tumbas reales en el altar mayor, que Felipe II desplazó a un cuarto lateral en los pies de la iglesia; pero también se preocupó de la restauración de San Isidoro de León conforme a los ideales del románico del Camino de Santiago. Según se cree, la remodelación del Panteón de los Reyes fue acompañada con la pintura de sus bóvedas, de una excepcional calidad, solo comparable a la que encontramos en las pinturas de las iglesias del condado del Pallars, realizadas también por esos mismos años para contener la herejía cátara.

El oficio real y la cultura cortés como resortes no despreciables de los grandes acontecimientos políticos y militares, que podían parecer una boutade de san Bernardo, encuentran en Alfonso VIII de Castilla un sólido apoyo. Existe en la práctica una complicidad entre la emergente hegemonía castellana en la frontera sur de la península Ibérica y el orgullo de algunos cronistas que se encontraban desplazados y ahora sienten que de repente pueden orientar al rey desde sus scriptoria en sus anhelos de conquista. El resultado es una crónica, la Najerense, brillante y de riquísimas texturas, un retrato impresionante no solo de la trágica figura de Sancho III (el padre de Alfonso VIII muerto de forma prematura) sino de toda una sociedad guerrera en el proceso de fomentar las instituciones favorables a sus objetivos. El concejo se convertirá en una fuerza útil en cuanto la población rural se considere aliada de la corona, y esta alianza se realizará pronto. Castilla inicia el proceso que en menos de cincuenta años le llevará a las puertas del valle del Guadalquivir. Fue una decisión política que trató de legitimar no solo lo que más tarde se llamaría Reconquista, sino la función del oficio real en la dirección de las empresas de colonización, aunque con las ideas de la guerra santa. Castilla se erige así en el embrión de lo que se llamará España.

El reinado de Sancho III, de esta manera, coincide con la épica de la independencia castellana primero, y enseguida con el drama (mejor, con los melodramas) de organizar un Estado en contra de la voluntad de la vieja nobleza. La situación creada a su muerte era difícil, pese al carácter enérgico de su viuda, la reina Blanca de Navarra. Alfonso VIII era un niño de apenas tres años (había nacido en Soria el 11 de noviembre de 1155), rodeado de ambiciosos nobles a los que habría de combatir hasta conseguir la superioridad del trono sobre los derechos familiares. Y lo consiguió con tres brillantes actuaciones: la alianza matrimonial con un reino poderoso, el acuerdo con los vecinos y la guerra de conquista.

La posibilidad de un Estado moderno en Castilla se hizo realidad cuando Alfonso VIII contrajo matrimonio con Leonor de Inglaterra, la hija de Enrique II Plantagenet y de Leonor de Aquitania, hermana del célebre Ricardo Corazón de León. Lo hizo en 1170 en presencia de su «tío» Alfonso el Trovador (en realidad era primo hermano de su padre), que actuó en calidad de padrino de la novia, según consta en el documento de esponsales conservado, no por casualidad, en el Archivo de la Corona de Aragón. Semejante decisión, después de todo, contaba con la bendición política de la amplia familia creada en torno a la memoria del venerado Guillermo IX, duque de Aquitania, el de las canciones trovadorescas. Castilla ingresaba así en la red internacional que se había creado tras el doble matrimonio de las dos nietas del duque trovador, Leonor de Aquitania y Petronila de Aragón. Ahora una tercera mujer, hija de la primera, «sobrina» de la segunda, iba a ejercer de enlace con la vieja dinastía independiente castellana. Aún están por conocer los motivos de esta elección. ¿Por qué fue el rey de Castilla y no el rey de León el elegido para consolidar el imperio de los Plantagenet en el Extremo Occidente?

El acuerdo con sus vecinos delimitó la esfera de influencia en al-Andalus. En el Tratado de Cazola, el 20 de marzo de 1179, con su «tío» Alfonso el Trovador, Alfonso VIII decidió convertir la necesidad en virtud, transformando la hegemonía castellana en poder nacional. Eso le condujo a su tercera actuación. Convirtió el hecho de la presencia de los almohades en la frontera en un pretexto para salvar a su país de una «pérdida» como la del 711. Arropó su ambición de conquista con una capa cortesana, creando una economía de guerra y favoreciendo a los concejos y a las órdenes militares. Su prolongado reino demuestra un hecho generalmente ignorado de nuestra historia: el orgullo del español tiene sus orígenes en las actuaciones de este rey, incluso en sus sonados fracasos, como luego veremos. También ilumina un hecho bastante conocido, pero también muy debatido: los cronistas áulicos disfrazan una guerra colonial en una guerra de Reconquista.

España, una nueva historia

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