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EL FINAL DE LA TOLEDO ANDALUSÍ

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El 25 de mayo de 1085, Alfonso VI, rey de Castilla y León, entraba en Toledo después de una negociación de varios meses con al-Qadir, el rey de la taifa, a cambio de que le ayudara a conseguir Valencia. La Capitulación de Toledo vista por Ermelindo Portela: «Para el rey, los eclesiásticos y los guerreros que le acompañaban, se abría con las puertas de la vieja capital de los godos un futuro prometedor».

Ciertamente, la prosperidad de los ochenta presentaba tentadoras oportunidades para construir nuevos proyectos, extender la frontera desde el Duero al Tajo o impulsar el arte y la cultura a través del Camino de Santiago. Pero los nuevos cambios requerían un líder capaz de establecer un orden de prioridades y de tomar decisiones, aunque atentase contra la tradición y las costumbres. Alfonso VI, un rey controvertido, dinámico y audaz, decidió acometer esa ambiciosa tarea. Comprendió, mejor que la mayoría de los nobles de la época, que los reinos de Castilla y de León se enfrentaban a retos difíciles y a la vez disfrutaban de oportunidades que rara vez se brindan a un país; eran las mismas que tenían el reino de Aragón y el condado de Barcelona y que no supieron aprovechar al estar inmersos en una grave crisis política.

En el verano de 1081, Alfonso VI se enfrentó a Rodrigo Díaz, no se sabe si como efecto del juramento de Santa Gadea, con la convicción de que debía aprovechar el enorme potencial militar de su caballería para doblegar al rey de la taifa de Toledo en lugar de mantener las parias, que era lo que le proponía el Cid. Alfonso VI, con excelente formación caballeresca y buen conocimiento del mundo andalusí gracias a su larga estancia en Toledo cuando escapó de su hermano Sancho II, había llegado a la conclusión de que era posible la ocupación del valle del Tajo. Tenía una extrema seguridad en sí mismo, cualidad extraña entre los reyes de Castilla del siglo XI, más preocupados por encontrar la supremacía en los conflictos con sus vecinos cristianos.

Los obispos aportaron la doctrina necesaria a sus planes militares manifestando que esa conquista era en realidad una Reconquista, pues solo se trataba de recuperar la vieja capital de los visigodos, la sede de los concilios y lugar donde Recaredo se convirtió al catolicismo promoviendo la unificación del reino en una sola corona y en una única religión. Serio, ingenioso, exigente e infatigable, Alfonso VI azuzaba constantemente a los nobles de la frontera a que aceptaran sus planes, y nadie, ni siquiera Rodrigo Díaz, se lo iba a impedir. Era un poco megalómano y eso le iba a costar caro en los años siguientes, pero de momento se había salido con la suya. El rey al-Qadir había capitulado y él entraba triunfante en la vieja capital, aceptando que sus publicistas le calificaran como imperator totius Hispaniae, que, abusando un poco, se podría traducir como emperador de toda España.

La toma de Toledo vislumbró un futuro prometedor en dos sentidos diferenciados. Por una parte, la ocupación de un extenso territorio no solo ofreció prosperidad a los concejos, cuyos extensos términos municipales fueron presididos por fuertes ciudades, sino que también facilitó nuevos recursos a la corona con los que se pudo acometer la renovación del armamento caballeresco, en profunda transformación en esos años. En este sentido el adjetivo prometedor guarda relación con las promesas realizadas por Alfonso VI a los guerreros y a los campesinos. En un segundo sentido, ese futuro prometedor significaba que Castilla y León deseaban más de lo que podían obtener. Comenzó una forma de vida basada en la esperanza perpetua de nuevas tierras, de nuevas riquezas y de nuevos recursos, y esa forma de vida de insaciables conquistadores planteaba serios problemas de convivencia con los andalusíes. La sociedad corrió el riesgo de fracasar en el intento de alcanzar grandes aspiraciones o de entrar en crisis por asumir proyectos poco realistas, exagerados o incluso utópicos. Con excesiva frecuencia, los escritores del aula regia, en su mayoría clérigos, proponían planes que guardaban escasa relación con los objetivos que realmente estaban al alcance de la sociedad castellano-leonesa del siglo XI.

En ese futuro prometedor, atisbado tras la Capitulación de Toledo, prevalecían una aura de irrealidad y un ambiente político, social y cultural a menudo rayano en la euforia. No solo la creencia de un destino manifiesto que les había permitido recuperar lo perdido el 771 proyectaba una actitud ante la vida que no admitía el más mínimo contratiempo, sino que además la sensación de un futuro prometedor no resultó nada propicia cuando se produjo un desastre como el de Zallâqa, que requería una mirada perspicaz sobre el significado histórico de los almorávides, apta para discernir entre una situación momentánea y una dificultad imposible de solventar. El frío Alfonso VI habría sabido diferenciar ambas situaciones y quizás solventarlas si hubiera vivido más tiempo. Ni su hija Urraca, ni el esposo de esta, Alfonso I el Batallador, rey de Aragón, lo lograron.

España, una nueva historia

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