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LA FRUICIÓN DEL PODER

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Alfonso VI, antes de convertirse en el conquistador de Toledo el 25 de mayo de 1085, ya como rey León, pleiteó por la herencia paterna con su hermano mayor Sancho II, nostálgico de la época de las parias y nada proclive a los ideales cluniacenses de la guerra santa. El conflicto entre ellos tuvo un inesperado final en el sitio de Zamora, una ciudad que en el reparto familiar correspondió a la infanta Urraca. Las circunstancias no están nada claras, y la leyenda las ha vestido con el aura de una conspiración de alta traición. Un noble de la ciudad que respondía al nombre de Vellido Dolfos condujo al rey Sancho II a las murallas con el pretexto de mostrarle una aspillera por donde entrar en la ciudad. Recorrieron varios metros juntos, debajo de las almenas, al caer la tarde, hasta que Vellido consiguió acercarse lo suficiente para introducir la daga que tenía en la mano derecha en el costado del incauto Sancho mientras que con la otra mano le señalaba la supuesta puerta de entrada. El asesinato se cometió el día 7 de octubre de 1072, pocos meses después de que Sancho derrotara a su hermano en la batalla de Golpejera.

Alfonso VI rechaza la política de su hermano Sancho II. Primero de forma velada, luego abiertamente. Existe un conflicto entre la alta cultura leonesa, simbolizada por el legitimismo visigodo, y la cultura rural castellana de raíces vasconas. Visto como una corriente a favor de la realeza, el legitimismo visigodo, en su aspiración imperial por Hispania, se opone menos a la ideología cluniacense de guerra santa que los hábitos y creencias arraigados en la mentalidad de los campesinos castellanos, con independencia de si son hidalgos o no lo son. En otras palabras, el espacio sagrado de la realeza se transforma en una organización política conforme al espíritu de la reforma de la Iglesia con mayor facilidad que las organizaciones locales asentadas en unas narraciones épicas sobre el origen de los condes de Castilla. Para intentar comprender los obstáculos que Alfonso VI debió superar, resulta necesario analizar algunos momentos importantes de su largo reinado.

Consideremos la situación en la zona fronteriza entre el Duero y el Tajo, sobre la cual los historiadores actuales han realizado sólidas investigaciones. Las poblaciones instaladas allí ofrecen un pasmoso ejemplo de similitud y diferencia, de cooperación y conflicto aparentemente irreconciliables. Esa tierra de pastos, en la que la meseta empieza a descender hacia el sudoeste, hacia los fértiles valles bien irrigados del Tajo y del Guadiana, se encuentra en el centro geográfico de al-Andalus. En ella, y durante siglos, árabes, bereberes y mozárabes se mezclaron y se relacionaron sin perder sus identidades diferenciadas. El punto común entre ellos era el respeto a la estructura administrativa andalusí, pese a los litigios por una fiscalidad abusiva. Las alquerías constituían el elemento básico del asentamiento y de la organización rural, con independencia de que los campos se dedicaran al cultivo de cereales de secano (trigo, cebada y centeno), o, en las tierras irrigadas, a los árboles frutales o las viñas. Los campesinos de origen castellano poseían más ganado, pero los mozárabes y los musulmanes se dedicaban también, aunque en menor medida, a la cría de ovejas y al comercio de sus pieles. A pesar de que podrían detectarse diferencias raciales, sobre todo en las poblaciones de origen bereber, estas no eran tan importantes como para originar una conciencia constante de las mismas entre los locales. El efecto cultural fomentado por los monjes cluniacenses de «nosotros» contra ellos se apoyaba en diferencias culturales y religiosas más que biológicas.

En la década de 1070 se produjo un movimiento migratorio castellano en dirección a Ávila, Segovia, Madrid y Talavera, en los mismos años que el rey Alfonso VI entregaba a Cluny las abadías de San Isidoro de Dueñas y Santa María de Nájera o hacía que los miembros de su familia como la condesa Teresa Gómez hicieran lo propio con San Zoilo de Carrión de los Condes. Desde entonces la convivencia comenzó a agrietarse. La religión difundida por Cluny comenzó a regir el estilo de vida de los nuevos pobladores y sus maneras agresivas de concebir el mundo constituyeron desde el primer momento un motivo de fricciones. Hasta entonces a nadie le había importunado la flagrante incongruencia entre doctrina y práctica, entre, por ejemplo, los rituales de la Semana Santa cristiana y el Ramadán musulmán. No obstante, desde que el rey Alfonso VI se convirtiera en socio de la gran abadía de Cluny y repudiara a su primera esposa, Inés de Poitiers, la hermana del duque-trovador Guillermo IX, para contraer matrimonio con una dama borgoñona, la dirección del cambio cultural se hizo evidente en las tierras de la frontera.

Con el paso de los años, los pueblos de matriz castellana y sus habitantes adoptaron cada vez más características cristianas en la forma y en el contenido de sus hechos y de sus palabras. La hegemonía política borgoñona desempeñó un papel de peso en este cambio de actitud; también el prestigio cultural de los valores europeos frente a la tradicional sumisión al esplendor andalusí de la época califal. El pragmatismo de los nobles palatinos es otro factor: el alférez del rey y los miembros de su séquito personal eran conscientes de que la adopción de los valores cluniacenses ofrecía una evidente ventaja económica en comparación con las viejas prácticas de intercambio de bienes en la frontera. Por último, y en gran medida, la población cristiana aumentó rápidamente en esa década, resultado de un auténtico baby boom, pero no sucedió lo mismo con la musulmana ni la de origen árabe ni la de origen bereber. En algunas aldeas del valle del Tajo y sus afluentes, alejadas de los inmigrantes castellanos, el reemplazo generacional no estaba asegurado. La alteración del ciclo demográfico provocaría en el futuro resentimientos sociales por cuanto los recién llegados se hicieron con el control de la fiscalidad. De momento, los campesinos musulmanes no parecían sentirse desplazados por la fuerza, ni tampoco presionados para adoptar las convenciones cristianas. Acaso en esos primeros años no eran conscientes de la pérdida cultural, ya que nada parecía haber cambiado en el ámbito de la práctica religiosa.

La tensión fue en aumento a finales de la década de 1070 entre los dos sectores que se disputaban el poder en el reino: los que apoyaban abiertamente la política de Alfonso VI de fijar una férrea alianza con Borgoña a través del matrimonio del rey con Constanza, y los que recelaban abiertamente de esa deriva hacia la guerra santa promovida por los monjes de Cluny. Ambos grupos vivían tan cerca entre sí como para irritarse por la más mínima cuestión, como cuando el rey favorecía al líder de un grupo en detrimento del otro. Se trataba de una situación conflictiva. Por un lado, la explosión de alegría por el anuncio de la boda del rey con la dama borgoñona contrastaba con el tono taciturno, incluso hostil, con el que recibió la noticia el sector contrario a esa alianza. La crispación política subió de tono. Un pequeño incidente, considerado una provocación, hizo perder los estribos a ambas partes y estalló la violencia en un largo conflicto que llegó a involucrar a todo el reino. El incidente fue una queja de Rodrigo Díaz, líder de un grupo, ante la actitud de García Ordóñez, líder del otro grupo. Alfonso VI meditó el asunto y adoptó una decisión sin alcanzar a comprender que allí estaba el gran error de su reinado. Ordenó el destierro de Rodrigo Díaz. Eso tenía lugar en Burgos en el verano de 1081.

España, una nueva historia

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