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DIFÍCILES TIEMPOS PARA LA TOLERANCIA

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Los almorávides desconocían las formas de vida de la frontera e infligieron los castigos más salvajes que se pueda imaginar a los enemigos de su fe, campesinos y colonos castellanos, cuyas comunidades rurales, separadas entre sí por páramos deshabitados y frondosos bosques de encinas, se agrupaban alrededor de la iglesia y la casa del concejo. La religión se convirtió en el principal motivo de disensión. Los campesinos de esa época, como sus antepasados, practicaban el cristianismo romano aderezado con elementos mozárabes y prácticas paganas; pero tomaban al pie de la letra los preceptos del cura rural en todo lo referente a los ámbitos de la vida cotidiana, incluido el de la alimentación y los tabúes relacionados con el cuerpo. Una de las causas de la profunda irritación entre ambas comunidades radicaba en la actitud hacia el cerdo. Su carne, convertida en un signo de distinción, era la favorita de los cristianos. Origen del celebrado jamón ibérico. En una aldea típica de las tierras de frontera, los cerdos estaban por todas partes, en piaras o solos, y su carne se exhibía sin pudor, cruda o condimentada, en las tiendas. La visión de la matanza del cerdo, con los terribles gritos del animal y la sangre por los suelos al ser despellejado vivo, hería gravemente la sensibilidad de los musulmanes. Para ellos, los cerdos eran una abominación que contaminaba el aire y la tierra; por el contrario, el uso de la ternera era por entonces raro en el mundo cristiano, mientras que resultaba habitual en la dieta del buen musulmán. Otro motivo de disensión, no menor, era la actitud ante las abluciones y el baño diario. Obligatorias en un caso, reticentes en otro. Normalmente, y pese a las diferencias, los pueblos habían vivido sin demasiados problemas hasta la llegada de los almorávides, que despertaron la severidad de los curas rurales proclives cada vez más a la moral de la Iglesia gregoriana. Los métodos de castigo eran realmente brutales, pese a que el emir de los creyentes afirmaba que hacía justicia con equidad y que fomentaba la conversión de aquella pobre gente al islam para salvar su alma. Al cabo de unos años, quedó claro que los jinetes almorávides, apoyados en eficaces arqueros, eran demasiado fuertes, en combate abierto, para las tropas cristianas acostumbradas aún a la lid individual. En algunas plazas se dieron notorios ejemplos de lealtad a la causa de Alfonso VI, pero no se alejó el peligro pese a que el propio rey organizó expediciones de ayuda a las aldeas y castillos de la frontera que se convirtieron en estrepitosos fracasos. Las dos más significativas tuvieron lugar en Consuegra el 15 de agosto de 1097, donde halló la muerte Diego, el hijo del Cid, y en Uclés el 29 de mayo de 1108, donde murió su hijo Sancho, el que tuvo con la mora Zaida.

La reacción de los cristianos de la península Ibérica ante los éxitos de los almorávides contó con la ayuda de dos potencias europeas: el ducado de Aquitania y la República de Pisa. Su consecuencia más inmediata fue anular a los hombres que mostraban una disposición favorable a un acuerdo con los almorávides, como Reverter, vizconde de Barcelona. Todos ellos se convierten en fervorosos guerreros de la fe cristiana, recubriendo la crudeza de sus conquistas con el espíritu de cruzada que había llevado a centenares de milites Christi a Palestina unos años antes. Haciendo ostentación pública de ese espíritu de cruzada, los pisanos enviaron una flotilla para ayudar al conde de Barcelona Ramón Berenguer III para conquistar la ciudad de Mallorca, que unos años antes había caído en manos de los almorávides. Cuando la toma de la ciudad fue un hecho en 1114, y se difundió la noticia por medio de un poema latino, el Liber Maiolichinus, los cristianos comprendieron al fin que aquellos guerreros con el velo en la cara no eran invencibles. Entonces comenzó una despiadada guerra contra ellos en dos frentes, el oriental, con el valle del Ebro como arena de combate, y el occidental, con la línea del Tajo como objetivo principal, que daría lugar a importantes gestas: en el frente oriental la conquista de Zaragoza (1118), realizada por el rey Alfonso el Batallador con la ayuda de los nobles pirenaicos de Gastón de Béarn, y la batalla de Cutanda (1120), donde el rey Alfonso el Batallador contó con la ayuda de Guillermo IX, duque de Aquitania, lo que le permitió la conquista de las plazas de Calatayud, Daroca y Alcañiz. En la línea del Tajo, la toma de Alcalá de Henares y Oreja consolidó una serie de castillos fronterizos que facilitaron el pastoreo en grandes extensiones de tierra. Los concejos de los pueblos crearon su propia milicia, incluso una «caballería villana», formada por hombres no nobles para defender el territorio, lo que posibilitó la creación de una red de células rurales que definen el paisaje de la zona desde entonces.

España, una nueva historia

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