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LA DEUDA DE UN AMOR TRAICIONADO

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La literatura y el pensamiento que florecieron en al-Andalus en el siglo XII obligan a darnos cuenta de otra realidad cultural de la misma época, la escuela de traductores de Toledo, sin la cual cualquier historia de España estaría incompleta. Ha habido tiempos sin cultura literaria y científica en Europa, pero nunca ha habido cultura literaria y científica sin traducciones. El arzobispo Raimundo organizó hacia 1130 un cuerpo de traductores bajo la guía de Domingo Gundisalvo, al que encargó la traducción al latín de obras árabes de ciencia y filosofía. Una buena parte de ese equipo de traductores eran judíos, como el enigmático Juan Hispalense, cuyo patronímico árabe ibn Daud (hijo de David) daría el Abendeuz de los escolásticos europeos, responsable de un verdadero manual de ocultismo, Secretum secretorum, de cuya extensa circulación dan fe los más de doscientos manuscritos conservados. El actual reconocimiento de la escuela de traductores de Toledo no hace sino pagar simbólicamente el tributo que la cultura árabe reclama a la sociedad europea, la deuda de un amor traicionado.

Estos son los tiempos que convierten a Ibn Gabirol en Avicebrón y su Fuente de la vida en un manual para los estudiantes de las escuelas catedralicias de Francia: no puede haber cultura sin traducciones del árabe, pareció pensar Gerardo de Cremona en 1165, nada más llegar a Toledo, vista la ingente cantidad de textos científicos, filosóficos y médicos con los que se encontró. Creó un equipo y durante nueve años (los que le quedaron de vida) se dispuso a traducir decenas de obras (se han contado setenta y una) del más variado género. Nunca se había visto nada igual, si exceptuamos al oftalmólogo Hunayn ibn Ishaq, llamado Johannitus en la Edad Media cristiana, quien en el siglo IX tradujo decenas de textos del griego al árabe en la Casa de la Sabiduría del califa al-Mamún, hijo del célebre Harún al-Rashid. La pasión por traducir del árabe al latín dio un gran impulso a una vida intelectual europea que parecía moribunda, sin ideas para afrontar el gran reto de su siglo. El tiempo de la autarquía de los conocimientos se había acabado para siempre. Y cada uno de esos traductores, famosos como Gerardo, anónimos como los numerosos miembros de su equipo, son los creadores de un gesto decisivo para la cultura europea: cada libro árabe que se lee en latín es el producto de una traducción, sin la cual probablemente gran parte de sus ideas se hubieran perdido para siempre.

Más que una curiosidad erudita, la traducción de obras árabes al latín es una herida abierta acerca de la conducta de los gobernantes que hicieron morir ese mundo por recelos o prejuicios. La traducción es la creación de una red de transmisión de conocimientos y a la vez la sanción del mundo de los horizontes abiertos promovido por los mercaderes de la época. Asienta las escuelas, instrumento mejor o más completo de crítica global, creativa, sobre el dogma. Pues los textos que permiten comprender la ciencia o la filosofía griega, helenística o árabe, al ser leídos, legitiman el derecho a criticar el mundo cerrado, impreciso, falso, en el que anidan las supersticiones. La traducción de una obra es un gesto social, ya que el «nuevo» libro representa a toda la sociedad, a toda la gente que necesita entenderlo y que, por algún motivo, no puede hacerlo en la lengua original. La traducción pone fin al castigo de Dios a la humanidad por haber construido la Torre de Babel.

España, una nueva historia

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