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ZALLÂQA Y LO QUE SIGUIÓ

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La primera batalla de esa guerra, que terminaría siendo más larga y más sangrienta de lo esperado, tuvo lugar el viernes 23 de octubre de 1086 en Sagrajas, una pequeña localidad cercana a Badajoz. Se conoce como la batalla de Zallâqa, nombre árabe, que según parece, indica el terreno donde se produjo el encuentro. Los hombres de Yûsuf ibn Tâshfîn, conforme a la tradición bereber, se organizaron en tres columnas, una de las cuales era la temida infantería mauritana provista de largas jabalinas y espadas indias; las tropas de Alfonso VI, por su parte, iban a caballo siguiendo el modelo normando puesto a prueba, con éxito, por el duque Guillermo en la batalla de Hastings (1066). Las primeras cargas de la caballería cristiana no lograron desalojar el promontorio que defendían los almorávides. Lo volvieron a repetir hasta que cayeron víctimas del peso de los nuevos arneses, del polvo y del calor. Alfonso, estratega hábil, usó la eterna finta de los ejércitos de caballería: batirse en retirada para contraatacar luego; pero algo salió mal y las tropas no dieron la media vuelta prevista sino que se dejaron rodear por las fuerzas enemigas. Fue una carnicería en la que perecieron decenas de cristianos. La superioridad de la caballería, ya establecida en el norte de Europa, debió esperar aún varias décadas para confirmarse en España.

Con la batalla de Zallâqa aparece una nueva dimensión del jihâd, adelantada por Yûsuf ibn Tâshfîn a Tamîn ibn al-Mu’izz de Ifriqiya en una carta en la que, entre otras cosas, afirma que deseaban alcanzar la muerte como mártires en el campo de batalla. De ese modo se puso a prueba en el escenario ibérico el lenguaje radical de los alfaquíes maliquitas que tanto contribuyó a fomentar la guerra santa en las décadas sucesivas. Las grandes frases sobre la ayuda de los ángeles, sobre la presencia de Dios en el momento de perseguir a los enemigos y de matarlos a golpes de espada fueron anotadas en la carta para dar a la batalla un aire de ritual religioso, aunque el verdadero objetivo era la instalación de tropas en las guarniciones más importantes de la frontera convertidas en rábitas, lugares de retiro para monjes-soldado.

Las operaciones militares y políticas que siguieron a la batalla de Zallâqa anunciaron las verdaderas intenciones de Yûsuf ibn Tâshfîn. En vez de lanzarse al asalto de Toledo, regresó a Marruecos y aguardó el inevitable hundimiento de los reyes de taifas; en vez de restaurar la unidad del califato de Córdoba, para lo que quizás había sido llamado por la aristocracia andalusí, aguardó en sus tierras a que la situación se hiciera completamente insostenible debido a las acciones del Cid en Valencia, y cuando volvió a ser reclamado, pareció vacilar. Según la forma de actuar de un jefe bereber, trataba de desorientar a sus rivales y quería aparecer a los ojos de todos los musulmanes de al-Andalus como el auténtico emir de los creyentes. Finalmente, a comienzos de 1090, tras destituir a los reyes de Sevilla y Granada, se erigió en el paladín del islam y proclamó su disposición de gobernar al-Andalus en su nombre.

España, una nueva historia

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