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CATALUÑA, PACTO Y AUTONOMÍA
ОглавлениеRamón Borrell, conde de Barcelona (992-1018), es todo lo contrario de Sancho Garcés III el Mayor de Navarra y de Alfonso V de León. Nace y muere en los años próximos a ambos y tiene, como ellos dos, prestigiosos antepasados. Convencido, desde el principio, de avanzar con la revolución política de su tiempo, Ramón Borrell se preocupa sobre todo de colocarse de vez en cuando en posturas históricas, como fue la cabalgada a Córdoba del 1010, en compañía de su hermano Ermengol de Urgel y de algunos nobles de la región, como el vizconde de Barcelona Adalberto, que murió en la expedición. Asume los valores guerreros, fija los juramentos con los nobles locales, organiza el territorio. Es precisamente esa actitud la que molesta a mucha gente, incluida su propia esposa, la altiva condesa Ermesenda de Carcasona.
Ramón Borrell tuvo que adaptar la herencia de su abuelo a las exigencias de las instituciones ciudadanas compuestas por varones propietarios de tierras que no eran nobiles sino cives; y lo hizo con mano firme, convencido de que la postura de Alfonso V de León y de su hijo Bermudo III no conducía más que a la ruina de su reino. El fundamento del poder en esos años no era la paz sino la guerra, y eso significaba poner fin a una larga tradición que por lo demás mantenían con decisión relevantes miembros de su propia familia, su esposa sin ir más lejos y los asesores áulicos de los que ella se rodeó, que fueron los hombres de la Iglesia catalana más preparados a comienzos del siglo XI. Mientras escuchaba los razonamientos contra el uso de las armas como principio de legitimidad, Ramón Borrell descubrió que sus antepasados no habían mostrado excesivo interés por los aspectos militares de la defensa de la frontera con el fin de evitar recelos entre sus poderosos vecinos, los emires y califas de Córdoba. Cada generación produjo una subdivisión de la herencia familiar entre los descendientes varones de Wifredo, aunque esta disgregación fue siempre compensada por la fusión de los oficios secular y eclesiástico. La familia distribuyó a su antojo entre sus miembros todos los cargos de gobierno, tanto temporales como espirituales. A mediados del siglo X, cada vez más afectados por la transformación del emirato cordobés en un califato independiente y por la decadencia del Imperio carolingio, los hijos y nietos de Wifredo universalizaron sus ideas políticas apoyándose en los papas; de ese modo, Cataluña se abrió al mundo de la mano de Roma, alejándose de la órbita de la Iglesia mozárabe de Toledo y de su heredera asturleonesa, ferviente partidaria del culto a Santiago, cuya tumba se descubrió en Iria Flavia. Los condes de Barcelona y sus parientes pirenaicos confiaron en la ayuda de los papas, a quienes trataban como amigos, para resolver problemas eclesiásticos e incluso conflictos familiares. La conjunción de los intereses temporales y de los espirituales en la Cataluña del siglo X explica el importante papel ejercido por los monasterios de Cuixà, Ripoll, San Pere de Rodes y Sant Cugat.
Tengamos presente esta prudente actitud que es parte de la grandeza de este linaje, y recordemos que a ese rasgo fundamental de todos ellos, calificado a menudo de seny, se unió al espíritu de Cluny, una llamada a favor de un orden internacional dirigido por la Iglesia monástica: nos encontramos no solo con una sociedad donde la aristocracia laica y la eclesiástica formaban una unidad indestructible, una clase dirigente sin fisuras, sino también con un proyecto cultural donde la grandeza y la miseria de la vida política se interpretaban unas veces en términos poéticos y otras veces en términos escatológicos, pero siempre en latín, fundamento lingüístico de una isla de cultura literaria en medio de decenas de lenguas autóctonas.
Un hecho exterior alteró ese idílico planteamiento político: las campañas de Almanzor que pusieron fin a las buenas relaciones entre los descendientes de Wifredo el Velloso y ‘Abd al-Rahmân III, y además mostraron el escaso interés del último emperador franco por las tierras catalanas. La meditación sobre las campañas de Almanzor del 985, con el saqueo de Barcelona, redime a la ciudad al verla en ruinas. Su ruina es su eternidad y, por tanto, su perfección. El conde Oliba Cabreta, educado en la paz y ávido de complacer a sus amigos de Roma con la información científica de las bibliotecas de Córdoba, comprendió el peligro que suponía esa actitud: el mayor contraste entre el pasado y el futuro se muestra en la derrota, mientras se conviva con el mito del éxito de otras regiones europeas que hicieron de sus éxitos militares el fundamento de su poder político, como vemos en el caso de Fulco Nerra. Quizás nada nos escandaliza y ciega tanto como ese hecho. Borrell II y sus amigos de la frontera, entre los que destacó desde el primer momento Guitardo, vizconde de Barcelona, no aceptaron la derrota, y con esa decisión comenzó una nueva época para los territorios catalanes.
La historia de la familia de Wifredo residía en el éxito político, y se desorientó cuando tuvo que enfrentarse a la derrota. Aquí se producirá la auténtica encrucijada formativa del hecho catalán, donde la familiaridad con la derrota es consustancial a su existencia, hasta el punto de que las derrotas parecen ser jalones en el camino de su identidad como pueblo. Un camino plagado sin duda de efemérides vinculadas a las derrotas y al exilio. Pero, en el crucial año de 985, ¿no será el trágico gesto del conde Oliba Cabreta lo que recordará a la confundida sociedad de su país que la guerra contra el islam para vengar el saqueo de la ciudad no puede definir la esencia de lo catalán? Entre el exilio y el apoyo a la política de su primo Borrell II y de su hombre de confianza Guitardo, Oliba Cabreta escogería el exilio. El retiro de la vida política es un gesto de distinción, que lo acerca a la actitud de los santos nobles de la época: al igual que ellos Cabreta dejó el país de sus antepasados para refugiarse en Monte Cassino, a la sombra de su biblioteca y de sus viejas piedras, en donde fallecería en el año 990 como monje, dejando a sus cuatro hijos y sus dos hijas bajo la protección del Papa. El hijo mayor, Wifredo, heredó el condado de Cerdaña, mientras que el segundo, Bernat Tallaferro, fue conde de Besalú; el tercero, Oliba, terminó como abad de Ripoll y obispo de Vic; el más pequeño, Berenguer, obispo de Elna. Adelaida se casó con el noble local Oriol d’Ogassa, e Ingilberga, pese a ser una hija fuera del matrimonio, abadesa de Sant Joan de les Abadesses, un monasterio femenino cercano a Ripoll, que había fundado Emma, la hija de Wifredo I.
Oliba reflexionó, poco antes de cumplir los veinte años, sobre el gesto de su padre, un exilio voluntario como protesta a la política de la guerra contra el islam promovida por el conde Borrell II y el vizconde Guitardo. ¿Se podía recomponer el camino de la paz? ¿Era posible todavía un acuerdo diplomático con Almanzor, restaurando el eficaz sistema de alianzas del siglo X? Oliba no es un monje apocalíptico como otros monjes de sus tierras, sino más bien un promotor de la cultura escrita, en la línea de su tío Miró Bonfill, obispo de Gerona y conde de Besalú, uno de los amigos catalanes de Gerberto de Aurillac, el futuro papa Silvestre II. No propone una visión tremendista de su mundo, como hacen los autores de las copias del Apocalipsis de Beato de Liébana realizadas en Gerona (975) y Seu d’Urgell (1002), sino que despliega una actitud ponderada ante el ritmo de la historia. Ripoll no es un mal lugar para pensar, aunque su refinamiento literario sea un poco frágil, un poco de prestado. Sin peligros, el pensamiento pierde sus aristas. Pero demasiados peligros incitan al hombre a la violencia y a la guerra. No remilga las palabras cuando habla de los enormes riesgos que, en efecto, corre la societas cristiana ante la tendencia a responder a los ataques musulmanes (y de los pueblos nómadas) con la guerra. Está alarmado. El nuevo conde de Barcelona, Ramón Borrell, ha fortalecido la alianza con Udalardo y Geriberto, vizcondes de Barcelona, los maridos de sus dos hermanas Riquilda y Ermengarda. Cada acción que llevan a cabo en la frontera meridional es un golpe contra la política de pacificación y de pactos con al-Andalus. La fitna que puso fin al califato de Córdoba se vislumbraba a lo lejos cuando Oliba toma conciencia del problema de su tiempo.
Las penalidades para las ciudades y las tierras de los condados catalanes son, de todos modos, inmensas; Oliba no las esquiva y aboga (una vez más en condiciones difíciles) por un acuerdo con el nuevo señor de la guerra cordobés ‘Abd al-Malik. Una actitud que mantiene incluso después de conocer que en uno de esos ataques ha muerto su hermano Berenguer, obispo de Elna. Pero las dificultades son enormes y la búsqueda de soluciones se convierte en una actividad apasionante y creativa para el joven monje. Oliba, en sus cartas, ofrece una tabla completa de cómo debe ser la actividad humana conforme a la moral cristiana.
El 4 de julio de 1108 moría el abad Seniofredo de Ripoll. Poco después Oliba era elegido nuevo abad. Tenía treinta y ocho años. La familia le apoyó en su promoción, como era costumbre hacerlo desde los tiempos del Velloso, pese a que Ramón Borrell, conde de Barcelona, y su propio hermano Bernat Tallaferro, conde de Besalú, discrepaban de su postura ante la guerra con el islam. Oliba era consciente de ello y buscó con avidez ante los argumentos de algunos importantes prelados de la región, como Aecio, obispo de Barcelona, o Arnulfo, obispo de Vic, razones históricas, doctrinales y bíblicas que sostuvieran su visión de la guerra como un hecho negativo para el género humano. La iconografía es una de sus principales armas en esta búsqueda. Por ello impulsa como nuevo abad la ejecución de dos importantes biblias miniadas, que conocemos hoy como la Biblia de Ripoll, antes llamada erróneamente de «Farfa», conservada en la Biblioteca Vaticana, y la Biblia de Roda, en la actualidad en la Biblioteca Nacional de París. Ambas nos recuerdan en su monumentalidad el hecho de que la guerra se había convertido, bajo el gobierno de Ramón Borrell, en la principal actividad de la aristocracia catalana y de sus vasallos. El país se estaba convirtiendo a toda prisa en una nación de guerreros; su cultura de paz estaba en peligro y el uso de las armas, un bien deseado por los jóvenes sin tierra: los castillos eran más abundantes que las ciudades episcopales y que los monasterios.
Después del saqueo del 985 fue, irónicamente, el liderazgo de los vizcondes de Barcelona, señores de la frontera meridional, el que desencadenó el ímpetu guerrero, algo que ni la familia de Wifredo el Velloso ni sus adversarios en los condados de Pallars y Ribagorza esperaban. El que esto sucediera se relaciona estrechamente con las demandas de los milites y los castlanes. Por si eso fuera poco, el año 1010, apenas unos meses después de ser nombrado abad de Ripoll, Oliba contemplaba, sin poderlo evitar, la expedición militar a Córdoba de sus primos Ramón Borrell, conde de Barcelona, y Ermengol, conde de Urgell, con algunos destacados miembros de la aristocracia, a la que también se apuntaron, para propio sonrojo, su hermano Bernat Tallaferro, conde de Besalú, y los obispos Aecio de Barcelona, Odón de Gerona y Arnulfo de Vic.
Oliba se percató del peligro que suponía la influencia creciente de los guerreros en la toma de decisiones políticas de la aristocracia catalana. Era consciente de que se debía hacer algo contra esa cultura de la guerra surgida en los ambientes de la frontera meridional, y entre los castellanos, los castlanes y los milites que invertían grandes sumas en la obtención de un nuevo y más eficaz armamento defensivo. Este es el gran cambio: los arneses defensivos que vemos en las miniaturas de los Beatos tienen poco que ver con los que vemos en la Biblia de Ripoll. Nada podría estar más alejado del temperamento personal de Oliba que un sistema social donde la guerra era la vida misma; y sin embargo, lo que se revela, tras las quejas del sabio abad, es el correcto conocimiento de la sociedad en esa dirección. Este conocimiento tenía entonces un firme fundamento; hoy discutimos su significado.
La Iglesia y el Imperio carolingio son las instituciones más antiguas y monopolizadoras del poder en Cataluña, donde muy poco quedaba fuera de su dominio; la realidad política se define principalmente por las interacciones y relación de fuerzas entre los potentes, eclesiásticos y la aristocracia de servicio, con brotes ocasionales de revueltas de los pauperes, ese grupo de homines liberi que acostumbraban formar parte del ejército imperial, y que en ocasiones eran ricos propietarios de tierras. Abadal nos mostró la eficacia administrativa de los preceptos carolingios, precisamente en el momento formativo de los linajes condales de estas tierras. Los valores que tanto Carlomagno como Luis el Piadoso propusieron fueron adoptados por la Iglesia catalana: la integración en Europa es inseparable de la actividad de los monasterios, que son su encarnación y sus ejecutores. La distancia y la desorganización ulterior del Imperio carolingio, en tiempos de Luis de Ultramar, hicieron que los condes pirenaicos buscaran una independencia de hecho del poder central. Por ese motivo, la construcción de una sociedad donde la guerra era la vida misma fue un reto para ese equilibrio de fuerzas entre la aristocracia condal y la Iglesia en Cataluña, y ambos sectores se sintieron amenazados por su expansión.
Oliba actúa con rapidez y eficacia. Viaja a Roma el año 1011 para obtener del papa Sergio IV unas bulas para los monasterios de Ripoll y de Cuixà. Se trataba de asegurar la autonomía de los cenobios, incluida la elección del abad, que se haría siguiendo la regla de san Benito o, lo que era lo mismo, sin que los condes de Barcelona pudieran intervenir. Además lograba la exención de los bienes eclesiásticos. Se certifica así la ruptura de la idea de Wifredo el Velloso de que la familia es una realidad unitaria desde la que se distribuyen los cargos de gobierno seglar o religioso sin distinción alguna, dando paso al principio de separación de la Iglesia del poder condal. A la vez que conseguía esos privilegios, Oliba se lamenta de que los obispos de la región no llevaran a cabo su propia reforma, puesto que la cultura de paz que desea para su pueblo podría difundirse más fácilmente con un liderazgo fuerte de los eclesiásticos. El éxito de una Iglesia independiente de la familia condal y en auge en toda Europa se mide por el hecho de que, bajo el firme propósito de una reforma, la sociedad eclesiástica gana fuerza, las exenciones se multiplican y el entramado creado por Cluny se hace más denso en las tierras pirenaicas. Una nueva cultura religiosa comienza a existir. La voz de Oliba se eleva en esas circunstancias. Pero como abad de Ripoll y Cuixà, Oliba tiene bastantes limitaciones y lo sabe. Necesita dar un paso adelante en su carrera. Sabe que en el siglo XI la guía del pueblo es un privilegio de los obispos y que necesita una silla episcopal para difundir sus ideas. Dos muertes oportunas facilitaron su camino hacia el episcopado: primero, la de Borrell, obispo de Vic a mediados de 1017; después, la del conde Ramón Borrell, el 8 de septiembre de ese mismo año. El poema fúnebre que Oliba le dedica es una muestra de saber estar en los momentos decisivos.
La cultura literaria que reflejan estos sentidos versos servirá de sostén a la política de pacificación promovida desde comienzos de 1018 por el abad Oliba, convertido en flamante obispo de Vic. El uso de los sermones, numerosos y bien elaborados, ofrecerá esa nueva imagen del hasta entonces silencioso abad. La fuerza y la persistencia de sus ideas políticas dimanan de su originalidad: allende la política de su bisabuelo Wifredo, allende los sueños de sus primos Borrell II y Ramón Borrell (y por supuesto de sus máximos valedores durante la minoridad del conde Berenguer Ramón I, los vizcondes de Barcelona), Oliba propugna una sociedad bajo la égida de los obispos, únicos garantes de la paz y el orden público en ausencia del rey franco, en quien aún confían, datando los documentos por los años de su reinado. Esta propuesta pretende fijar las relaciones sociales conforme a la moral de la Iglesia.
Este último aserto nos lleva al meollo de las ideas políticas de Oliba y al umbral de su oposición frontal a la cultura de los guerreros que se estaba instalando en Cataluña. El objetivo no es discutir la superioridad del conde de Barcelona, sino oponerse al modelo social en el que quería descansar su poder. Oliba hablará de él en un documento excepcional a partir de la ocasión que le brindará el rey Sancho el Mayor de Navarra, preocupado por encontrar una estructura de poder para consolidar su hegemonía en Hispania.
Sancho le preguntó si, desde el punto de vista del derecho canónigo y de la moral cristiana, era lícito casar a su hermana Urraca de Castilla con Alfonso V, rey de León (999-1028), dado que la madre de ella era hermana del padre de él, es decir, eran primos cruzados. Oliba es consciente de que esa pregunta tenía un alcance excepcional porque sabía que el tipo de matrimonio preferido entre los guerreros era el de un hombre con su prima cruzada, un sistema de alianza eficaz pues fortalecía las relaciones entre el tío materno (avunculus) y el sobrino uterino. Esa práctica había sido la elegida por el conde de Barcelona Borrell II a la hora de casar a sus dos hijas Riquilda y Ermengarda con los dos hijos de su fiel vicarius Guitardo, Udalardo y Geriberto, los hombres más poderosos del momento. Por ese motivo, al enterarse Oliba de que Sancho el Mayor tenía intenciones de aplicar ese eficaz sistema de alianza en sus tierras, reunió todos los materiales bíblicos de los que era capaz, y el 11 de mayo de 1023 escribió una larga carta a este propósito que en realidad debemos considerar, como hizo el padre Albareda, un tratado contra el matrimonio entre parientes. Eleva la voz hablando de uniones incestuosas para ese tipo de prácticas y reclama la autoridad de Gregorio Magno para levantar el anatema a quien «consobrinam duxerit in coniugio» (‘a su prima lleve al matrimonio’).
La consobrina, la prima cruzada: ese es el impedimento. Oliba argumenta sin tener presente la historia del matrimonio de Jacob, que se casó, como es sabido, por consejo de su padre Abraham, con la hija del hermano de su madre, con su consobrina, su prima cruzada; y Abraham y Jacob eran hombres queridos por Dios. Pero un detalle así no es importante en medio de un debate sobre el poder político. Oliba creía que si impedía la difusión de ese sistema de alianza matrimonial, el orden político propuesto por los guerreros se debilitaría. Comienza así un largo combate entre los dos sectores de la aristocracia: los nobles de la frontera, que valoran positivamente ese sistema de alianza, y algunos monjes y obispos que se oponen frontalmente.
Sancho el Mayor hizo caso omiso del consejo de Oliba y ordenó celebrar el matrimonio entre Urraca y Alfonso. La necesidad de crear una alianza entre los reinos hispánicos pudo más que las prevenciones de un refinado abad que manipulaba los textos bíblicos a favor de su tesis. Además, el proyecto ya estaba demasiado avanzado para malograrlo por una cuestión de conciencia. Aquí se inscribe sin embargo el complejo asunto del matrimonio de la hija de Alfonso V de León, Sancha, un matrimonio decisivo en la historia española. La misteriosa muerte del conde García Sánchez de Castilla dejaba abiertas las puertas para que el hijo «menor» de Sancho «el Mayor» pudiera casarse con la hija «política» de la hermana de su padre. La actitud del rey navarro hizo cambiar de estrategia a Oliba. Buscó entonces una nueva forma de enfrentarse a los guerreros, y la encontró en una idea que algunos obispos del Poitou, Narbona, Limoges, Puy y otras sedes al sur del Loira habían ido elaborando desde finales del siglo X para la defensa de los derechos temporales de las iglesias de sus territorios, y que se conocía como la «paz de Dios».
El 16 de mayo de 1027, Oliba aprovecha la peregrinación del obispo Berenguer de Elna a Roma para presidir un sínodo episcopal en los prados de Toulouges (Rosellón). Sigue el ejemplo del Concilio de Charoux (Poitou) y de otros lugares. La iniciativa es un éxito y volverá a repetirla en dos ocasiones más, en los años 1030 y 1033, en su propia diócesis de Vic. Oliba organiza las tres asambleas para beneficio de los propietarios de tierras, de los hombres y las mujeres libres con derecho a vender, permutar o pignorar sus alodios, o a llevar sus problemas delante de los tribunales de justicia presididos por la autoridad de la Iglesia. Une la utopía y el combate político, pues obliga a detener durante unos días por mandato eclesiástico la guerra y el pillaje, elementos inherentes al sistema de valores de los guerreros y sin los cuales difícilmente podría subsistir. Aspira a una posesión conjunta de legitimidad moral y poder efectivo sobre una aristocracia a la que califica de turbulenta.
Como a Adhemar de Chabannes, a Oliba le gustaría imponer la doctrina de la Iglesia reformada sobre el poder de los laicos. No duda en emplear para ello toda la fuerza que le permite la retórica polemista, incluida la hipérbole a la hora de valorar la situación social del momento, dominada según él no solo por el aumento del número de los aventureros militares, a los que califica de molestatores, raptores, perturbadores, latrones et predones, sino también por la existencia de abominables tragedias personales (sobre todo entre los campesinos y las mujeres), por infaustas costumbres sexuales en el interior de los castillos, es decir, por un recrudecimiento del instinto bárbaro, donde priman el pillaje, la guerra y la fidelidad entre los hombres de la mesnada sobre los valores cristianos de la solidaridad y la humildad. Oliba está convencido de que su punto de vista es el correcto y sus denuncias totalmente ciertas porque está respaldado por la asamblea de hombres libres. En realidad, tanto en Toulouges como en Vic consigue llevar a todos los que le escuchan embelesados al reino de Cristo en la tierra y eso significa que el único riesgo de que no pudiera ser llevado a cabo radica en la violencia de la época. Los guerreros de la frontera, dirigidos por los vizcondes de Barcelona, se enfrentan a Oliba y le exigen una postura acorde con la realidad del momento en lugar de insistir en los planteamientos utópicos de un mundo presidido por la paz de la Iglesia. Ese enfrentamiento entre dos concepciones del mundo opuestas repercute aún en la imagen que los modernos historiadores se han hecho de esta época.
La uniformidad con la que los obispos conciben el desarrollo de la cultura de la guerra en Europa en el año 1000 conduce a un peligroso maniqueísmo: la malitia de la militia frente a la cultura de paz de los obispos. Lo curioso del caso es que los historiadores actuales han optado decididamente por creer a una de las partes en conflicto, a la Iglesia, que es además la que monopoliza la información al controlar la ejecución y la conservación de los documentos, con lo que contribuye al conocimiento y la difusión del nuevo modo de vida y de sus bases doctrinales.
La cuestión de la Paz y Tregua de Dios resulta, pues, más compleja de lo que en principio parecía. Yo no creo que la situación de violencia descrita en los textos eclesiásticos sea estrictamente real; más bien la veo como una hipérbole nacida del debate político, del mismo modo que he podido comprobar en el conflicto entre la cristiandad y el islam que emerge en las crónicas asturleonesas de la Alta Edad Media. No creo tampoco que estas asambleas nacieran de una exclusiva necesidad real, sino más bien de una necesidad de carácter político. Como máximo, me parece que estamos ante el choque de dos modelos de civilización diferentes, incluso opuestos: uno que sitúa el pillaje y la guerra como centro de su ordenamiento jurídico y social, y otro que valora la matriz agrícola y la paz como los fundamentos de una vida de trabajo. Se dirá que las asambleas y los sínodos episcopales controlaron los excesos de poder de la aristocracia, pero las incursiones de los musulmanes en la frontera (y no solo las de Almanzor) siguieron siendo un peligro para la integridad del territorio.
Oliba fue coherente con sus ideas el resto de su vida (murió en 1047), y durante años nos ofrecerá una de las actuaciones más ejemplares sobre la función de un obispo del siglo XI. Oliba contempla, en primera línea, el horror de un mundo en permanente conflicto, cómo ese fenómeno afecta a la vida cotidiana del pueblo. Intervino a menudo en los pleitos por la propiedad de la tierra que enfrentaba a linajes rivales. Se trataba de ceñir a su papel de árbitro y emplear el placitum como un elemento más de su responsabilidad como obispo.
El clamor se incrementa cuando la violencia se realiza contra una propiedad de la Iglesia. Es lo que ocurre el año 1022 cuando Oliba decide exponer en público lo que era un secreto a voces: «Sciatis omnes, quia multa mala passi sumus in monasterio nostro, et nos et antecesores nostri de alodibus et chartis Sancte Marie, quae usque hodie a malis hominibus occultati sunt, et occultantur». La maldad ha impulsado a la rapiña, al robo de unos bienes del monasterio de Ripoll, y eso no lo puede consentir, y no solo por motivos materiales: existe una auténtica preocupación de carácter moral. Por ese motivo la censura moral da paso a una condena más fuerte, la excomunión: se justifica por el uso del pillaje de bienes eclesiásticos, fundamentalmente monásticos, como un ritual de iniciación en los hábitos guerreros de los jóvenes de la aristocracia.
La precisión del lenguaje del clamor benedictino de Oliba, digamos en último lugar, no es la menor de las armas que emplea para su crítica de la cultura de la guerra. Oliba convierte las palabras en un ritual de agresión en analogía al cántico litúrgico. Son palabras poderosas porque, como observa Lester K. Little, la justicia en aquel tiempo no existe solo en las palabras, pero antes que nada existe en ellas. Los guerreros se vieron obligados a acudir a los tribunales, adonde los obispos les llevaban una y otra vez convencidos de su mayor conocimiento de las leyes. Oliba culminó su tarea de juez en 1044 en un importantísimo juicio contra la familia de los vizcondes de Barcelona, sus enemigos de toda la vida. La ocasión se la brinda el joven conde Ramón Berenguer I, por entonces bajo el influjo de su abuela Ermesenda, que no olvida los favores que ha recibido del obispo de Vic por el caso de la villa de Ullastret, y que en su opinión ha sido atacado injustamente por el futuro vizconde Udalardo. Oliba preside el juicio que debe dirimir la responsabilidad de tan alto personaje en una serie de actos contra la autoridad condal que terminaron al apoyar a los hombres que «iactaverunt petras de ipso clochario super ipsum palatio» (‘lanzaron piedras del campanario sobre el palacio’).
La palabra de condena se cuela una vez más en la narración de los hechos, la violencia conduce a la sedición. Así actuaban los guerreros de la frontera y quienes les ayudaban. La respuesta de Oliba al reto que significa juzgar a una de las principales familias de la Cataluña del año 1000 consistió en extender los límites de la ley hasta los obispos que se resistían a la reforma, como era el caso de Guislaberto, que vivía con su mujer y sus hijos en una suntuosa mansión de la ciudad. Una vez más la utopía se mezcla con el combate político. Al condenar la irresponsable conducta de un altivo obispo, va más allá de una predicación in spiritu humilitatis, ya que a través de esa condena busca reforzar la sociedad catalana en su deseo de una cultura de la paz por encima de una cultura de la guerra. La sentencia se realiza de acuerdo con las normas de su tiempo, pero el espíritu que la preside va más allá, sin duda, de las fórmulas anotadas en el documento. Con este gesto, Oliba se salva a sí mismo como obispo y ayuda a su propio país en conflicto.
En la década de 1020, tras un período de agitaciones internas en Cataluña, el conde Berenguer Ramón I, con el beneplácito de los nobles que solían intervenir como árbitros en los numerosos pleitos por los derechos de propiedad de las tierras, concedió una carta de franquicias a aquellos ciudadanos de Barcelona que llevaban años reivindicando la autonomía, o el autogobierno, un grado de libertad política que les permitiera gestionar sus asuntos internos, controlar sus tribunales, dirigir sus elecciones y tomar resoluciones de carácter local. Durante los siglos posteriores se redefiniría constantemente dónde debía empezar y acabar este grado de libertad: lo harían el rey Alfonso II en el siglo XII y el rey Jaime I en el siglo XIII. La razón principal de esta exigencia de autonomía ciudadana se debió a la existencia de poderes lo bastante fuertes como para infringirla; los nobles y los guerreros de la frontera articulaban un sistema social basado en las relaciones personales, en el homenaje y el vasallaje que en cierto modo cuestionaba el sistema de valores de estos ciudadanos propietarios de tierras. Además de la autonomía, exigieron la igualdad ante la ley, y que ningún individuo pudiera situarse por encima de ella, ni siquiera perteneciendo a alguno de los grandes linajes del momento. No era un concepto democrático como podemos entenderlo hoy, pero avanzaba en esa dirección. ¿Pero quiénes eran exactamente los cives de Barcelona? ¿Acaso los propietarios de pequeñas parcelas de tierra? ¿Los que ejercían algún oficio, jueces, magistrados levitas? ¿Los que tenían derecho a llevar armas para defender y formar parte de las expediciones públicas? El término civis hacía referencia en esos años al conjunto de ciudadanos varones, incluidos los de las clases inferiores, no a los campesinos, ni a los guerreros ni a los extranjeros.
Con la carta de franquicias de 1025 comenzó una nueva época para los ciudadanos de Barcelona. Durante los años siguientes, la resistencia de algunas familias nobles del interior provocó la solidaridad de todos ellos para la defensa de sus privilegios. Se trataba de un nuevo sentido de la «libertad» personal, garantizada en los tribunales. La familia de los vizcondes de Barcelona apoyó esas iniciativas y en la década de 1020 consiguió obtener la silla episcopal para uno de los suyos, de nombre Guislaberto. Era necesario tomar una serie de medidas drásticas si querían situar a la ciudad como auténtico polo de desarrollo económico basado en la concentración parcelaria y la irrigación, dos medidas que favorecían la producción para el mercado. Fue un momento magnífico para la ciudad, el ejemplo más perdurable que hayan dado los barceloneses de confianza en sí mismos y en sus posibilidades futuras.
Como Adalberón de Laon o Gerard de Cambrai, los dos grandes obispos que elaboraron una teoría política a favor del Estado, Guislaberto de Barcelona conocía desde dentro el sistema que tan astutamente subvirtió: él mismo era un noble feudal. Proponía cambiar las prácticas judiciales, elidir para siempre los juicios de Dios y las ordalías (habituales entre la nobleza territorial), erradicar la tortura como prueba y, como colofón, revisar el código legal visigodo. Esta iniciativa dará paso a la elaboración de los Usatges, un código legal propio de Barcelona y, por extensión, de Cataluña, una especie de estatuto que aseguraba la vida económica por medio de la seguridad jurídica de sus habitantes. Pero esa forma de vida se vería gravemente alterada por la situación creada en la península Ibérica a comienzos de la década de 1030 con la ruina y decadencia del califato de Córdoba.